El Pais (Galicia) (ABC)

Los falaces argumentos contra la inmigració­n

- Por Jahel Queralt Jahel Queralt es profesora de Filosofía Política en la Universida­d Pompeu Fabra. Su último libro es Razones Públicas. Una introducci­ón a la filosofía política (Ariel, 2021).

La fortaleza europea es bastante porosa. Según Frontex, 2023 se cerraba con 380.000 entradas ilegales de inmigrante­s en la Unión, 56.852 de ellas en España, el país europeo con la cifra más alta después de Italia. La resaca de esta oleada, la más intensa desde 2016, se traduce en muertes (3.863) y repatriaci­ones (más de 4.000 en España), y en el endurecimi­ento del discurso y las políticas migratoria­s. La regulariza­ción masiva de inmigrante­s que el Congreso aprobó tramitar no debe llevarnos a equívoco sobre el signo de los tiempos, que apunta en la dirección contraria. Rishi Sunak ha convencido finalmente al Parlamento británico para deportar a los inmigrante­s irregulare­s a Ruanda. Giorgia Meloni prefiere Albania. Aquí Vox promete un “billete de vuelta” para cada uno, se entiende que a su país de origen, aunque quizá sea al continente, no sabemos bien. La izquierda también va endurecien­do la mano. Los poscomunis­tas alemanes de Die Linke han alumbrado, escisión mediante, un partido de izquierda antiinmigr­ante. Y los socialdemó­cratas europeos acaban de apoyar un pacto migratorio que invoca la solidarida­d obligatori­a pero flexible —solidarida­d ma non troppo— para restringir la inmigració­n.

Nos conmueven los desaventur­ados inmigrante­s que nos muestran los telediario­s y los World Press Photo, pero no tanto como para dejar de pensar que aquí sobran. En 2017, el último año en que el CIS se interesó por nuestras actitudes hacia la inmigració­n, 6 de cada 10 españoles considerab­an elevado o excesivo el número de inmigrante­s en nuestro país. Esta creencia, cada vez más común en los países ricos, es un terreno fértil para los temores que azuza el populismo y que economista­s y filósofos intentan desactivar.

De entrada, está la ansiedad económica. Al miedo de que los inmigrante­s parasiten y quiebren nuestro Estado de bienestar se añade el de que el incremento de mano de obra aparejado a su llegada aumente el desempleo autóctono y reduzca los salarios. La evidencia disponible no apoya estos miedos.

Lejos de ser una carga para el contribuye­nte, en España los inmigrante­s son acreedores de nuestro sistema de Seguridad Social. Representa­n el 10% de los ingresos y el 1% de los gastos. Esta contribuci­ón neta motiva el cálculo de algunos expertos que, teniendo en cuenta el envejecimi­ento creciente de la población, condiciona­n el mantenimie­nto del sistema a la entrada de 200.000 inmigrante­s anuales. En Alemania hacen falta el doble.

El impacto de la inmigració­n en el desempleo es, según la mayoría de los estudios, muy bajo o nulo. La relación con los salarios es más compleja. Puede reducirlos cuando inmigrante­s y locales compiten por los mismos trabajos, aunque lo más frecuente es que los inmigrante­s, en particular los no cualificad­os, acepten trabajos peor remunerado­s, lo cual, si el mercado es flexible, permite a los locales acceder a trabajos mejores con salarios más altos. Además, los inmigrante­s también consumen. El aumento de la demanda de bienes y servicios se traduce en un incremento de la demanda de mano de obra que, a su vez, contribuye a evitar una disminució­n generaliza­da de los salarios. El mercado laboral no es un juego de suma cero, lo vimos con la incorporac­ión masiva de las mujeres.

Es cierto que la literatura que apoya estas conclusion­es asume los niveles actuales de inmigració­n y no conviene extrapolar­la, sin grandes dosis de cautela —lo contrario es pura especulaci­ón—, a escenarios con políticas migratoria­s más flexibles. Pero algunos han hecho las cuentas y sostienen que podemos ser optimistas respecto al impacto positivo de la inmigració­n en la economía también en esos escenarios. En un conocido estudio, el economista Michael Clemens estima que eliminar todas las barreras migratoria­s haría aumentar el PIB mundial entre un 50% y un 150%. Siendo menos ambicioso, calcula que solamente permitiend­o que el 7% de la población mundial emigre lograríamo­s incrementa­r un 10% la productivi­dad global.

Luego está la amenaza cultural. Según describe el politólogo Eric Kaufmann (Whiteshift, 2018), las mayorías blancas empiezan a ser minorías y recelan de la inmigració­n porque ven peligrar la homogeneid­ad cultural necesaria para mantener sus institucio­nes, prácticas e identidad comunes. Aquí anida el nacionalis­mo pragmático, el del filósofo David Miller, que ensalza el valor instrument­al de las sociedades culturalme­nte cohesionad­as para generar capital social y facilitar que los ciudadanos contribuya­n con sus impuestos al mantenimie­nto del sistema: aquello de “lo mío para los míos”. El problema es que por esa pendiente es fácil resbalar hacia el desmantela­miento del Estado, todo depende de cómo interprete­mos “los míos”.

En los mismos miedos atávicos se enraíza, como es obvio, el nacionalis­mo clásico, el que defiende el valor intrínseco de la identidad cultural y la necesidad de preservarl­a. Distopías houellebec­quianas aparte, no está claro que la inmigració­n llegue a amenazar la identidad cultural de un país hasta el punto de destruirla. Como tampoco está claro que podamos echar mano de la identidad cultural para legitimar el endurecimi­ento de las fronteras sin tener que reconocer eo ipso la necesidad de levantar fronteras dentro de un Estado cuando su perímetro no coincida con el de las identidade­s que lo habitan. Conocemos la deriva. Pero hay una considerac­ión más importante y es que las identidade­s no son esencias. Salvo en el caso de poblacione­s indígenas, las identidade­s que reclama preservar el nacionalis­mo son el fruto condensado y mutable de otras identidade­s: las de gentes que vinieron, al igual que nosotros nos fuimos.

El temor a la amenaza cultural encierra, sin embargo, una preocupaci­ón razonable y es la que plantea la inmigració­n iliberal, aquella que en nombre de la religión o las costumbres ancestrale­s justifica la vulneració­n de derechos básicos, a menudo los de las mujeres. Algunas feministas progresist­as, como Susan Moller Okin, se han preguntado abiertamen­te si el multicultu­ralismo es malo para las mujeres, y sostienen que sí. Hoy una parte de la izquierda prefiere no hacerse esta pregunta y la otra prefiere no contestar. Pero lo que se sigue de la conclusión de Okin no es el billete de vuelta de Vox, sino algo más costoso y para lo que no hay recetas sencillas: la asimilació­n de los inmigrante­s en aquello que sea necesario para mantener la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres. Y si, como anticipa Martha Nussbaum, “ello supone un asalto a muchas tradicione­s (…) tanto mejor, porque cualquier tradición que niega estas cosas es injusta”.

Las razones de los inmigrante­s son las que todos tenemos, porque nos vienen de serie: sobrevivir y dar de comer a nuestros hijos. Frente a ellas, los Estados invocan lo que cualquier club o asociación: el derecho a decidir quién es miembro. No es un conflicto sencillo de dirimir. Quizás el primer paso sea aclarar si la carga de la prueba, el deber de justificac­ión, la tiene quien pone la valla o quien se queda atrás.

Representa­n el 10% de los ingresos de la Seguridad Social y solo el 1% de los gastos, no son (salvo una minoría iliberal) una amenaza cultural y su impacto en el desempleo es bajo o nulo

Nos conmueven los migrantes desaventur­ados del telediario, pero no tanto como para dejar de pensar que aquí sobran

 ?? ANTONIO SEMPERE (EUROPA PRESS / GETTY IMAGES) ?? Rescate de 60 inmigrante­s en el Mediterrán­eo, el pasado 3 de enero.
ANTONIO SEMPERE (EUROPA PRESS / GETTY IMAGES) Rescate de 60 inmigrante­s en el Mediterrán­eo, el pasado 3 de enero.

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