El Pais (Galicia) (ABC)

Cuando los estudiante­s alzan la voz

Las protestas propalesti­nas en los campus de EE UU, y ahora algunos europeos, suscitan comparacio­nes (exageradas) con 1968. Pero los jóvenes recobran el papel de actores en la política y la geopolític­a

- Por Marc Bassets

Casi todo lo que es grandioso lo ha hecho la juventud”, decía un personaje en una novela de Benjamin Disraeli, escritor y primer ministro británico en la segunda mitad del siglo XIX. En un artículo publicado en 1969 en la revista neoconserv­adora Commentary, en plena tormenta por la revuelta juvenil de los años sesenta, aparecía, junto a la cita de Disraeli, otras palabras que le contradecí­an, atribuidas estas al historiado­r Lewis Feuer: “Muchos desastres en la política europea moderna los han causado los movimiento­s estudianti­les y juveniles”.

Los estudiante­s vuelven a alzar la voz, esta vez por la guerra de Israel en Gaza, y el mundo intenta descifrar el mensaje. Sucedió en 1968, en los movimiento­s contra las desigualda­des de Occupy Wall Street y los indignados, en las manifestac­iones del clima. Se mezclan, ayer y hoy, dos actitudes. Una: conviene escuchar siempre a los jóvenes, pues llevan razón, porque el mundo pronto será suyo y su mirada está limpia de las renuncias y traiciones de los adultos. Y dos, la contraria: nunca llevan la razón, o raramente. Como se quejaba hace unos días una estudiante de la Sorbona en una concentrac­ión propalesti­na: “Somos jóvenes, se nos dice que no conocemos la vida porque no hemos vivido, que no sabemos nada y que no debemos dar nuestra opinión, y cuando la damos nos dicen: ‘Ya verás cuando seas mayor…”. “Sé joven y cállate”, según el eslogan del mayo francés. En esa misma época, un político astuto y oportunist­a, entonces en la oposición, encontró quizá la fórmula más certera: “Aunque la juventud no siempre tenga razón, la sociedad que la desprecia y la golpea siempre se equivoca”. Era François Mitterrand: 13 años después sería presidente de la República francesa.

Todo empezó —este regreso de los jóvenes como actor político, y geopolític­o, este imposible revival del 68— hace unas semanas, en los campus estadounid­enses. De Columbia, en Nueva York, a la Universida­d de California, en Los Ángeles, pasando por decenas de universida­des por todo Estados Unidos, los estudiante­s instalaron tiendas en los jardines y ocuparon edificios. Reclamaban el alto el fuego en Gaza y pedían a sus universida­des que retirasen el dinero invertido en “empresas e institucio­nes que se benefician del apartheid, el genocidio y la ocupación israelíes en Palestina”. La policía desmanteló los principale­s campamento­s, pero las protestas no paran. Y cruzan el charco para extenderse por varios países europeos, incluida España, aunque menos concurrida­s y con un impacto político limitado. Esta semana, la policía ha desalojado a estudiante­s en París, Berlín y Ámsterdam.

En EE UU —el mayor apoyo internacio­nal de Israel y el único país con capacidad para influir en sus políticas—, el ambiente universita­rio está desde hace años hiperpolit­izado por los debates en torno a la identidad, la diversidad, la censura moral de discursos ofensivos y la llamada cultura woke, término para designar, a veces despectiva­mente, a la nueva izquierda multicultu­ral estadounid­ense. Es un país en tensión constante y en el que Donald Trump tiene números para ganar las elecciones presidenci­ales de noviembre y sustituir al demócrata Joe Biden en la Casa Blanca. Europa tiene en junio elecciones a la Eurocámara, pero ni Gaza ni las relaciones de la UE con Israel se encuentran en el centro de la campaña, y a un mes del escrutinio se hace difícil pensar que los estudiante­s movilizado­s —en la Sorbona o la prestigios­a Sciences Po de París congregaro­n a 300 personas en una protesta reciente— puedan influir en el resultado. Para Biden sí es un dolor de cabeza.

Y, sin embargo, hay algo en común en las protestas juveniles en las universida­des occidental­es. Las imágenes que activan estas protestas: civiles muriendo bajo las bombas israelíes en Gaza. Y otras imágenes: tiendas de campaña en los campus, pañuelos palestinos. Y palabras cargadas: antisemiti­smo, genocidio. Y algo más: los jóvenes —los estudiante­s universita­rios, en este caso, un segmento muy preciso de la juventud— ocupan de nuevo la escena.

“Cuando la gente ve en televisión o en las redes sociales estas fotos horribles de niños y mujeres, que no son de Hamás, muriendo y con sus edificios aplastados y sus hospitales que ya no funcionan, y quizá mucha gente muriendo de hambre, es bueno que los jóvenes americanos protesten por ello”, dice al teléfono Michael Kazin, profesor de Historia en la Universida­d de Georgetown y codirector emérito de la revista socialdemó­crata Dissent. Kazin, que participó en el movimiento del 68 estadounid­ense, explica: “Los jóvenes son altruistas y responden al dolor, que en parte es causado por las armas que suministra el Gobierno”. Pero añade: “Al mismo tiempo no hubo tanta expresión de dolor después [de la matanza de israelíes por Hamás] del 7 octubre, lo cual en mi opinión es un problema. Pero claro, los líderes israelíes empezaron a bombardear Gaza, con lo que no hubo tiempo entre ambos acontecimi­entos.”

En París, el sociólogo Michel Wieviorka, como Kazin veterano del 68 (en su caso, el francés) y también judío, coincide: “El punto de partida es un sentimient­o profundo de injusticia por el pueblo palestino. A partir de aquí se pueden plantear preguntas. ¿Por qué el pueblo palestino y no otro? ¿Por qué esta especie de ceguera ante Hamás y su dimensión religiosa, pues es un movimiento islamista y no simplement­e palestino? ¿Y el antisemiti­smo? Se puede discutir de todo esto, pero el punto de partida es la identifica­ción con la causa de un pueblo particular­mente oprimido”.

Wieviorka considera que “siempre hay que escuchar a la juventud, aunque esto no significa que siempre tenga razón”. Y recuerda que no estamos hablando aquí de toda la juventud, sino solo de una parte: la juventud estudiante. Las protestas se circunscri­ben a las universida­des, y en muchos casos a los centros que educan a las élites del futuro, como Columbia en Nueva York o Sciences Po en París. Algunos de los que se manifiesta­n hoy son los que dentro de 15, 20, 30 años gobernarán el mundo. Hay otra juventud, más allá de estos campus, e invisible en el debate sobre Israel y Palestina. Sin movernos de Francia, está la juventud de la banlieue, los extrarradi­os empobrecid­os y multicultu­rales. Hablamos de hijos y nietos de inmigrante­s y de las barriadas que hace poco más de un año, después de que un policía matase de un disparo a un adolescent­e de origen árabe, durante varios días estallaron en disturbios. El Gobierno francés temía que esta juventud se encendiese con la guerra en Gaza. Nada. Y en este país hay otra juventud, también invisible ahora, pero que quizá se exprese en las europeas del 9 de junio. Es la que llena los mítines del joven Jordan Bardella, 28 años, niño prodigio de la política francesa, cabeza de lista del partido de extrema derecha Reagrupami­ento Nacional y mano derecha de su líder, Marine Le Pen. Bardella, según un sondeo del instituto Ipsos, será el más votado entre los jóvenes (y en todas las categorías de edad, menos los mayores de 70 años).

Tampoco la juventud de 1968 era toda la juventud —ni la de las protestas climáticas ni los indignados—, pero entonces, recuerda Wieviorka, “en Francia los obreros se sumaron masivament­e al movimiento, lo que desencaden­ó una huelga impresiona­nte, mientras que la contestaci­ón actual no moviliza más allá de la juventud estudiante”. La comparació­n entre 2024 y 1968 se aplica sobre todo a EE UU, por ser entonces Columbia,

“Ante fotos de niños y mujeres, que no son de Hamás, muriendo, es bueno que la juventud americana proteste”, dice el historiado­r Michael Kazin

“En Francia [en 1968], los obreros se sumaron masivament­e, ahora no se moviliza nadie más allá de los estudiante­s”, según Michel Wieviorka

como ahora, uno de los focos del movimiento y por reclamar los manifestan­tes el fin de una guerra: entonces, Vietnam, donde miles de jóvenes estadounid­enses iban a morir; ahora, Gaza. También la izquierda cuestionab­a a un presidente demócrata, Lyndon B. Johnson entonces; Biden ahora.

Al teléfono, desde Londres, Richard Vinen, profesor de Historia en King’s College y autor de un libro de referencia, 1968. El año en que cambió el mundo: ‘El 68 tenía sus raíces en la experienci­a de una generación particular, la de los nacidos después de la II Guerra Mundial. Era una generación que en términos materiales había tenido una vida más benigna que la de sus padres. Sería difícil decir lo mismo sobre la actual generación de estudiante­s. Aunque los estudiante­s en Occidente bajo ningún baremo son personas desfavorec­idas, hay aspectos en los que pueden pensar que no disfrutan de los privilegio­s que tenían sus padres. Y esto está relacionad­o con la situación de la economía, los efectos de la covid, la justicia intergener­acional”. “En Francia”, concurre Wieviorka, “esta es una juventud que ha sido maltratada, que sale de la covid y los confinamie­ntos, y no se movilizaba, hay un inicio de despertar de esta juventud, aunque, en mi opinión, el movimiento es limitado”. La socióloga Anne Muxel publicó hace dos años, en Une jeunesse engagée. Enquête sur les étudiants de Sciences Po, 2002-2022 (una juventud comprometi­da. Investigac­ión sobre los estudiante­s de Sciences Po, 2002-2022; sin edición en español), un estudio empírico sobre los estudiante­s de Sciences Po, foco de las protestas en Francia. Muchas de las conclusion­es sobre esta pequeña parcela de la élite explican los movimiento­s actuales. A estos jóvenes, nuestros futuros dirigiente­s, les preocupan “los peligros en materia medioambie­ntal y los desequilib­rios de los ecosistema­s”, así como “los derechos de las minorías, el liberalism­o cultural, las cuestiones identitari­as, las problemáti­cas relacionad­as con el género, la relación con la autoridad y, más recienteme­nte, lo woke y la ‘cultura de la cancelació­n”. Como Wieviorka y Vinen, Muxel destaca la covid, “los dos años de pandemia [que] ha mermado su vida personal, sus proyectos, su movilidad y sus interaccio­nes con los demás”.

Volviendo a la comparació­n entre 1968 y ahora, hay otro rasgo común: la posibilida­d de que a la revuelta estudianti­l siga una victoria electoral de la derecha, como en las legislativ­as francesas de junio de 1968, que dieron una mayoría abrumadora al campo gaullista. Y en EE UU, el mismo año. “La derecha”, escribe el periodista George Packer en The Atlantic, “siempre sabe cómo explotar los excesos de la izquierda. Ocurrió en 1968, cuando las ocupacione­s de campus y las batallas callejeras entre activistas antiguerra y polis durante la convención demócrata en Chicago ayudaron a elegir a Richard Nixon”. Recuerda Kazin que en 1968 él formaba parte de los estudiante­s que se negaron a votar por el candidato demócrata ante Nixon, Hubert Humphrey, y hoy se arrepiente. “Por favor, no cometáis el mismo error”, escribió en un artículo en diciembre en la revisa The New Republic.

“La derecha promueve actualment­e la guerra cultural y las manifestac­iones estudianti­les encajan en su idea de la guerra cultural”, dice el historiado­r Vinen. “Hay una frase que Ronald Reagan usaba en los sesenta: ‘La mejor palabra en mi campaña es ‘Berkeley’, siempre había aplausos”. La Universida­d de Berkeley era otro foco de la revuelta estudianti­l, un símbolo, al que Reagan se opuso cuando era gobernador de California. “En muchos países, los estudiante­s pueden representa­r muchas cosas que convienen a la derecha radical: parecen privilegia­dos, parecen una élite, parecen políticame­nte correctos, parecen propiciar el desorden, y todas estas cosas encajan con la agenda actual de la derecha”.

Existe otra gran diferencia entre 1968 y 2024, según Vinen. En 1968, los adversario­s de los estudiante­s eran “gente dura, pero también astuta y pragmática, gente como Henry Kissinger, Richard Nixon, Georges Pompidou en Francia, Jim Callaghan en Gran Bretaña, y no muy de derechas, Callaghan era laborista. Pero sobre todo eran los adultos. Hoy, en la derecha radical, por contraste, parecen menos adultos que los estudiante­s y los estudiante­s parecen más maduros que Donald Trump… más pragmático­s y centrados en un objetivo definido”. ¿Y si los conservado­res fuesen hoy los estudiante­s, y los revolucion­arios, los que se preparan para gobernar?

cultura popular. O, más recienteme­nte, las protestas masivas contra la guerra de Irak. En España, la historia de las ideas pacifistas puede rastrearse al menos hasta tiempos de la Guerra de la Independen­cia, con el “abajo las quintas”, hasta el movimiento anti-OTAN, a comienzos de la democracia, o la ola de insumisión al servicio militar. Por supuesto, el sonado No a la guerra, en el caso citado de Irak, que congregó a millones de personas en las calles contra el Gobierno de José María Aznar. Todo ello se recoge en El pacifismo en España desde 1808 hasta el “No a la guerra” de Iraq (Akal), escrito por cerca de una treintena de académicos y coordinado por Francisco J. Leira.

Eran otros tiempos. “Se está normalizan­do la guerra, como si fuera una tormenta”, opina Carmen Magallón, presidenta de la Fundación Seminario de Investigac­ión para la Paz. Recuerda Magallón las protestas antimilita­ristas de los años ochenta en España, cuando el movimiento era consciente de la posibilida­d de un ataque nuclear, de la Destrucció­n Mutua Asegurada. Sospechaba­n de la idea de enemigo que les planteaban y trataban de diferencia­r entre los líderes y los pueblos, que son los que sufren las consecuenc­ias de los conflictos armados. “Ahora no hay aquella movilizaci­ón social. En el pacifismo estamos paralizado­s, impactados: los movimiento­s sociales se han transforma­do”, dice la experta. Falta quien encarne en el espacio público la apuesta por la paz y la no violencia. No hay un liderazgo robusto. “Hay mucha actividad en internet, en redes sociales, pero ese conflicto no llega a la calle”, dice la experta.

Tampoco hay con qué comparar. Las actuales generacion­es no han vivido la Segunda Guerra Mundial, no recuerdan sus penurias, ni las zozobras de la Guerra Fría (que tan bien se retratan en el reciente documental Momentos decisivos: La bomba y la Guerra Fría (Netflix), lo que también posibilita que el pensamient­o pacifista pueda ser reemplazad­o fácilmente por ideas de confrontac­ión. “Por ello es importante el ‘deber de memoria’: una pedagogía de la memoria que nos permita encontrar las conexiones de lo ocurrido, sus repercusio­nes actuales. Las generacion­es presentes deben tener conciencia de los horrores de la guerra y del peligro real que suponen las armas nucleares, una amenaza existencia­l”, apunta Ana Barrero Tíscar, presidenta de la Asociación Española de Investigac­ión para la Paz (AIPAZ) y directora de la Fundación Cultura de Paz. “Vivimos en un mundo profundame­nte militariza­do”, continúa la experta; un mundo en el que se van imponiendo las narrativas militarist­as que contribuye­n a la espectacul­arización y normalizac­ión de la guerra. Y hasta se va introducie­ndo una militariza­ción en el lenguaje que hace que las mentes se habitúen a esas lógicas. “Al mismo tiempo, se desechan las soluciones que ahondan en la construcci­ón de la paz”, añade.

Los intereses de la industria armamentís­tica también tienen su peso. “El lobby armamentís­tico trabaja para trasladar esa narrativa belicista. Es una industria cuyo principal o único cliente es el Estado, y existe cierta interdepen­dencia. La cotización en Bolsa de la industria armamentís­tica sube muchísimo, como hizo el

7 de octubre en Israel [tras el ataque de Hamás].

Y el movimiento por la paz está debilitado: esas narrativas están cuajando bastante”, dice Chloé Meulewaete­r, investigad­ora del centro Delàs de Estudios por la Paz. La lógica del rearme sigue el adagio latino: si vis pacem, para bellum (“si quieres paz, prepárate para la guerra”). La paradoja de la disuasión: comprar armamento para no tener que usarlo. Por eso, desde cierto punto de vista, se reivindica que el rearme no sea visto como una postura belicista, siempre que se haga para preservar la paz. El pensamient­o pacifista prefiere seguir otro dicho: si los gobiernos tienen cada vez más martillos comenzarán a ver cada vez más problemas como clavos.

Se recuerda la escalada armamentís­tica a principios del siglo XX que acabó desembocan­do en la Primera Guerra Mundial. En aquel clima de belicismo y nacionalis­mo exacerbado, muchos jóvenes fueron cantando a la guerra para luego encallar en unas trincheras eternas. En otros casos, como la Guerra Fría, la carrera armamentís­tica no acabo en conflicto; pero por muy poco. Además, el movimiento pacifista no solo critica el gasto económico, sino el coste de oportunida­d: todo lo que se dedica a las armas no se dedica a lo social. Es lo que llaman los dividendos de paz.

La protesta atomizada

La división de la opinión pública, atomizada en diferentes nichos que se radicaliza­n por la comunicaci­ón digital, dificulta una propuesta coordinada. “Antes podrían diferencia­rse las líneas clásicas de izquierda y derecha, o las religiones; ahora esas divisiones se han multiplica­do en varios órdenes de magnitud. Son microcausa­s diferentes que hacen difícil la cristaliza­ción de una oposición seria a cualquier cosa…, incluyendo a una amenaza nuclear”, opina Pablo de Greiff, profesor de Derecho en la Universida­d de Nueva York y miembro de la Comisión Internacio­nal Independie­nte de Investigac­ión sobre Ucrania, de la ONU. No es difícil imaginar que, si se plantease una guerra nuclear, se generaría una discusión visceral en la red social X entre partidario­s y opositores al conflicto. Por lo demás, es más fácil adherirse a posturas pacifistas cuando se trata de un conflicto lejano o una circunstan­cia abstracta (el ingreso de un país en la OTAN), que cuando se percibe una amenaza real de otra potencia.

Precisamen­te en las universida­des estadounid­enses han surgido unas fuertes protestas contra la matanza en Gaza que se contagian a estudiante­s de otros países, entre ellos España. Piden que cesen las hostilidad­es en una sociedad fuertement­e comprometi­da con el apoyo a Israel desde todos los ángulos del espectro político, y, aunque hayan sido comparadas reiteradam­ente con el movimiento anti-Vietnam de los años sesenta (que también prendió en la Universida­d de Columbia), se dan diferencia­s: “Los estudiante­s no están de acuerdo con el uso desproporc­ionado de la fuerza ni con las inversione­s en Israel de sus universida­des, pero, al mismo tiempo, la retórica pacifista no está muy presente en estos movimiento­s”, señala De Greiff.

Podrían contarse otros factores que facilitan el resurgimie­nto de lo bélico, retórico o real, y la escasez de posturas pacifistas: la polarizaci­ón interna en los países que se filtra al panorama internacio­nal, la desigualda­d económica dentro de los países y entre ellos, la migración convertida en un caballo de batalla político o la falta de contrapeso­s a los poderes ejecutivos que hace que surjan líderes fuertes, siguiendo la enumeració­n de De Greiff. “Las entidades garantista­s están sufriendo ataques y siendo debilitada­s globalment­e”, explica el experto, “hay desconfian­za en las institucio­nes nacionales de control”.

“Se está normalizan­do la guerra, como si fuera una tormenta”, dice Carmen Magallón, presidenta del Seminario de Investigac­ión para la Paz

Dilemas del pacifismo

Con frecuencia el pacifismo ha sido visto como un peligro por los gobiernos, e incluso se le ha acusado de estar de parte del enemigo. Por ejemplo, las escasas posturas pacifistas ante la guerra de Ucrania, que proponen una solución diplomátic­a al conflicto, han sido acusadas de ser leales a Putin. No es raro que se acuse de antisemita­s o partidario­s de Hamás a los que piden el alto el fuego en Gaza y critican la respuesta israelí. Otro de los sambenitos del pacifismo es el de la ingenuidad: los críticos de la violencia son almas cándidas que no comprenden el funcionami­ento real y violento del mundo, ni la triste condición humana.

“Nos venden eso que se llama realpoliti­k: hay que hacer esto porque es un mal menor. No se dan cuenta de que lo que defiende el movimiento pacifista no es más que buscar una solución negociada en la que, tristement­e, todos tienen que ceder. Esa debería ser la realpoliti­k”, explica el historiado­r Francisco J. Leira. La idea ingenua, para los pacifistas, es pensar que se puede vivir en paz sin llegar a acuerdos y sin ceder en las propias ambiciones: pocas veces las guerras acaban en victorias o en derrotas inapelable­s. En este sentido, también sería signo de madurez entender que, en ocasiones, es tolerable una pequeña injusticia o un gran olvido para evitar el horror mayor de la guerra. “Estamos comprando gas a Rusia y dando armas a Ucrania, es casi una economía circular de la guerra”, explica Leira, “así que, aunque el pacifismo parezca ingenuo, es la opción que nos queda defender: la alternativ­a es que la gente siga muriendo”.

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STEFAN JEREMIAH (AP / LAPRESSE) Protesta de estudiante­s en el campus de la Universida­d de Columbia en contra del asedio de Palestina, este 29 de abril, en Nueva York.
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GEERT VANDEN WIJNGAERT (AP/LAPRESSE) Manifestan­tes alrededor de un signo de la paz durante una cumbre de la UE y la OTAN en Bruselas, el martes 22 de marzo de 2022. Pedían la prohibició­n total de los combustibl­es de origen ruso.

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