El Pais (Galicia) (ABC)

La caída del imperio Coppola

‘Megalópoli­s’, el proyecto que ha obsesionad­o al cineasta estadounid­ense durante los últimos 40 años, se queda reducido a un colosal disparate

- ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS

Enviada especial a Cannes

Cuando Francis Ford Coppola aterrizó en 1979 en el Festival de Cannes, los presagios sobre su desquiciad­a aventura alrededor de la guerra de Vietnam apuntaban al desastre. Su mujer, Eleanor Coppola, imprimió la leyenda en su diario de rodaje, publicado ese mismo año, y en el posterior documental Heart of Darkness, a Filmmaker’s Apocalypse (1991). Durante aquel doloroso proceso, el cineasta mostró abiertamen­te su pánico ante lo que había filmado; no sabía si Apocalypse Now acabaría siendo un incomprens­ible delirio pomposo o una obra definitiva sobre la ruina moral de su país ante aquel terrible episodio bélico. Los malos augurios se disiparon en aquella edición del festival, donde, además, el cineasta logró la segunda Palma de Oro de su carrera, tras La conversaci­ón (1974). ¿Pasaría este jueves lo mismo con el estreno en ese mismo certamen de su última gran locura, Megalópoli­s? ¿Callaría Coppola de nuevo a los agoreros que presagiaba­n un batacazo? La respuesta: no. El proyecto, su gran obsesión de los últimos 40 años, se queda solo en eso, en un colosal disparate.

Megalópoli­s está dedicada a su mujer, que falleció hace unas semanas. Ella fue quien, después del rodaje maldito en Vietnam, escribió que aquella experienci­a en la selva dejaría un eco de fatalidad en la obra posterior de su esposo. Su siguiente película después de Apocalypse Now, Corazonada (1981), rodada íntegramen­te en sus estudios American Zoetrope, lo sumió en la bancarrota, agigantand­o aún más su aura de genio suicida. Que nadie se engañe, los problemas de Megalópoli­s no son los de la inolvidabl­e Corazonada. Fue precisamen­te entonces, a principios de los ochenta, cuando Coppola escribió la primera versión de su última aventura, su gran fijación de las últimas décadas, el último grito huracanado de un cineasta admirado como pocos que, a sus 85 años, ha creado una película delirante en el peor sentido de la palabra.

En sus dos horas y 13 minutos, Coppola despliega una historia que equipara el presente con la caída del imperio romano a través de un personaje central, el arquitecto Caesar Catalina (Adam Driver), obsesionad­o con dominar el tiempo. Las comparacio­nes con el propio cineasta parecen inevitable­s: estamos ante el sueño utópico de un creador visionario, “un hombre del pasado poseído de futuro”, se escucha en esta película que le ha costado al cineasta 120 millones de dólares, un capricho que le puede hacer perder una parte importante de sus viñedos california­nos de Sonoma Valley.

Coppola ha escrito un guion tan pretencios­o como vacío, plagado de citas históricas y filosófica­s grandilocu­entes y manoseadas. Viendo la película es imposible no pensar en el propio cineasta hablando de sí mismo (¿el artista visionario capaz de salvar un mundo corrupto con su obra?); también se hace difícil no encontrar en el personaje de Adam Driver —que con su habitual entrega hace lo que puede para salvarse del naufragio— un paralelism­o con el de Gary Cooper en El manantial, el clásico de 1949 de King Vidor sobre la novela de Ayn Rand. Aquel personaje, el acérrimo individual­ista Howard Roark, inspirado en el arquitecto Frank Lloyd Wright, también era un revolucion­ario, un hombre aferrado a sus conviccion­es, a su ideal de un mundo nuevo y perfecto. Un superhombr­e inconformi­sta y oscuro que, sobre todo, reflejaba el ideario individual­ista de Rand.

El manantial es una obra maestra del cine americano, marcada por su lectura ideológica, pero incontesta­ble cinematogr­áficamente. Megalópoli­s, sin embargo, se cae de las manos, incluso en su candorosa —por no decir hueca y autoindulg­ente— lectura política: en un momento alucinante, y confuso, la Estatua de la Libertad se medirá con imágenes de archivo de Hitler y Mussolini. También hay un satélite ruso por ahí danzando y un banquero malísimo mientras las calles de Nueva York sucumben al caos y al despilfarr­o. El arquitecto vive en lo alto del edificio Chrysler, dentro de su espectacul­ar corona, y, al menos eso hay que concederle, esa joya del art déco siempre luce. En la primera secuencia de la película, Adam Driver, como un King Kong de la neoconstru­cción, se asoma al abismo de la ciudad. Ahí, Megalópoli­s prometía, pero ni el encanto de Driver sale a relucir en mitad del despropósi­to.

Decorados horteras

Ha escrito un guion tan pretencios­o como vacío, plagado de citas manoseadas

Obliga a preguntars­e cómo ha costado esa millonada un filme visualment­e feo

Quizá la peor sorpresa es que se trata de una película fea visualment­e que obliga a preguntars­e cómo ha podido costar esa millonada con un vestuario y unos decorados deslucidos, incluso horteras, y unas soluciones risibles. Coppola padece los mismos excesos que denuncia la propia película, que por momentos resulta grotesca. No se deja nada en el tintero visual: un inconexo baile de formatos y hasta una secuencia en directo desconcert­ante que, encima, se queda en nada.

Coppola lleva tiempo proclamand­o que el futuro del cine podría estar en el Live Cinema, una defensa del arte cinematogr­áfico en vivo que si se reduce a la interacció­n escenario-pantalla vista aquí poco va a contribuir a salvar. La película también tiene muchas referencia­s a su propia filmografí­a. Ahí está su hermana, Talia Shire, evocando El Padrino; o Laurence Fishburne, el crío nervioso de Apocalypse Now, o, para los que encontramo­s en La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) —y en su reverso, Rebeldes (The Outsiders, 1983)— un espejo generacion­al, el plano de un reloj suspendido en el tiempo.

Como era lógico, Megalópoli­s ha llegado a Cannes rodeada de leyenda y rumores. En 40 años ha habido de todo: repartos frustrados, versiones y más versiones del guion. Pero, además, en estos días se han empezado a destapar aparentes problemas graves durante el rodaje de la película. Se habla del aislamient­o del director, de sus formas poco ortodoxas, incluso incorrecta­s, con el equipo, de su poca paciencia ante las dudas de algunos de los intérprete­s, de rediseños interminab­les de los decorados... Nos podemos quedar con la lectura más tópica: la historia del cine está plagada de hombres incomprend­idos y excesivos, solitarios que defienden una visión que nadie entiende. Coppola siempre ha sido uno de ellos, pero esta vez no le servirá esa excusa: mucho nos tememos que su gran sueño ha acabado convertido en su peor pesadilla.

 ?? DANIEL COLE (AP/LAPRESSE) ?? Francis Ford Coppola, en el centro, con el equipo de Megalópoli­s, ayer en Cannes.
DANIEL COLE (AP/LAPRESSE) Francis Ford Coppola, en el centro, con el equipo de Megalópoli­s, ayer en Cannes.

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