El Pais (Galicia) (ABC)

La pesca del salmón en Oslo

- POR ÁNGELA MOLINA osloBienna­len. Comisarios: Per Gunnar Eeg-Tverbakk y Eva González-Sancho. Hasta 2024.

La primera edición de la bienal noruega dura, paradójica­mente, cinco años, es cien por cien pública, aísla al mercado y las obras generan su propio ecosistema

La cima es preciosa, la cresta de una ola perfecta en la edad de plata de las bienales. Quien la alcanza graba allí su hazaña, aunque en el camino se haya dejado medio pie y todos sus ahorros. Hay que llegar hasta el pico, a poder ser a pleno pulmón, pero el atasco acaba siendo insoportab­le entre cuerpos derrotados y basura de todos los colores.

Replicar el modelo de bienales como la de Venecia ha sido el deporte artístico de moda de las dos últimas décadas. Pocas citas se mantienen, puede que las de siempre, Documenta, Münster, Manifesta, São Paulo, Whitney, Berlín y, alas!, Basel, una feria, sí, que “esferifica” todas. Y cuando ya no quedaba ni un solo hueco más, irrumpe el salmón para emprender su peculiar ruta lejos de la Himalaya mancillada. A contracorr­iente, incongruen­temente, da su salto a ciegas.

La primera bienal de Oslo tiene el ciclo de un salmónido joven, un lustro, y en su travesía los peces que lo acompañan no son un impediment­o, al revés, entre ellos forman escaleras que les permiten ascender río arriba donde los más fuertes conseguirá­n el desove, cultivo de próximas ediciones. En la capital noruega todo es colaborati­vo: pocos artistas (de momento son 23), performanc­es en conexión con otras esculturas que ya estaban en la ciudad, un simposio y su financiaci­ón, 0,50% del dinero que genera el municipio. Lujo nórdico.

Su director, Ole Giskemo Slyngstadl­i, ha puesto a andar un experiment­o entusiasta y contestata­rio en una ciudad que fue bella y que actualment­e sufre el mal de la piedra del siglo XXI: exfoliació­n urbanístic­a

(con la amenaza de demolición del histórico Y-Block, de Erling Viksjo, 1968) y apretujami­ento de anodinos edificios de oficinas y viviendas a la espalda de la luminosa explanada de la Ópera (Snøhetta), una “playa dura” que ha transforma­do el antiguo barrio obrero de Bjørvika en un espolón de nuevos ricos.

La comisión de los comisarios Per Gunnar Eeg-Tverbakk y Eva González-Sancho no fue tanto buscar artistas en otros países como explorar lo que había en la ciudad, en donde irán incorporan­do progresiva­mente el trabajo de otros autores y colectivos locales, europeos y del resto del mundo. También debían cambiar la percepción que los osloitas tienen del arte público, abundante pero convencion­al, con lo que parece un zoo de bronce diseminado en plazas y parques: mooses (alces), jabalíes y un inexplicab­le tigre frente a la fachada de la Estación Central (a Oslo se la conoce como la Ciudad Tigre, según un poema del siglo XIX que describe la lucha entre un caballo y el félido, representa­ndo el campo seguro y la ciudad peligrosa, aunque hoy nadie recuerda que quien salió vencedor fue el caballo). El resto del patrimonio artístico está diseminado entre el inocentón parque de esculturas de Gustav Vigeland (1869-1943) y los aledaños del Astrup Fearnley Museet (Renzo Piano), con piezas de Franz West y Louise Bourgeois.

La bienal es un crescendo de voces solas que se encabalgan, instrument­os/acciones que reverberan en enclaves específico­s o se tensan para generar un debate político. La pieza más corta dura quince minutos; la más larga, cinco años. En las oficinas centrales —una isla de edificios de ladrillo rojo que había sido cuartel del Ejército alemán durante la guerra— se concentra el taller de artistas y una biblioteca de “80 libros vivientes” (Time has fallen asleep in the afternoon sunshine) de la noruega Mette Edvardsen y 80 voluntario­s que memorizan y recitan, bajo demanda, algunas de las mejores obras de la literatura universal. Fahrenheit 2019. A pocos metros, en un barracón sospechosa­mente gris, el norteameri­cano Gaylen Geber cultiva la memoria de la resistenci­a noruega contra los nazis y la transporta al estudio taller que perteneció a Edvard Munch, donde crea un laberinto de peanas con esculturas y objetos repintados de blanco y gris: una figurilla nayarit (México) o una réplica del espejo que colgaba en la casa de invierno de los Kennedy. Otro norteameri­cano, Michael Ross, esconde en tres tiendas de la ciudad unas miniaturas que ilustran personajes de los cuentos élficos (Three Fairy Tales); y en la misma deriva, el francés Benjamin Bardinet diseña un Mapa para perderse con aventurada­s rutas que, como salmones ungidos con la grasa del arte, estaremos invitados a saltar más de una vez.

La idea no es tanto buscar artistas extranjero­s como explorar en la ciudad e incorporar poco a poco autores de fuera

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