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¿Puede ser zen un ‘palazzo’ en Milán? El de Giorgio Armani, sí

- TextTexto LUCAS ARRAUT Fotografía SIMON WATSON

GIORGIO ARMANI LLEGA a la cita en su propia casa con un traje ligero, deportivas blancas y algo de prisa. Le acompaña Paul Lucchesi, su asistente personal desde hace 17 años, jamaicano, políglota y elegante, que encabeza a su vez un séquito igualmente sobrio y estiloso. Resulta imposible no contagiars­e del respeto que infunde en ellos el jefe. Normal. Armani es el fundador y dueño en solitario de una compañía que emplea a 10.500 personas, factura cerca de 3.000 millones de euros al año e imprime su nombre en ropa, perfumes, bombones, flores y botellas de agua. Alguien acostumbra­do a recibir, aunque más que al estilo cálido de la típica hospitalid­ad italiana, de la manera magnánima que esperarías de quien ejerce mucho poder pero aborrece exhibirlo. Una llamada irresistib­lemente seductora –y discretame­nte imperativa– a sumergirte en su rico universo estético.

A finales de los años setenta, en los albores de la era de los yuppies, las hombreras y otros excesos, Armani impuso una paleta de marinos, grises y beis y una silueta de hombros suaves y simpleza radical. No solo en la ropa. En los años siguientes, también en los muebles, hoteles, restaurant­es y clubes nocturnos que llevan su firma y que resultan tan delicadame­nte disciplina­dos y exquisitam­ente monocromát­icos como los trajes impecables que hoy sigue fabricando. Así es también Armani/ Casa, el proyecto de diseño, arquitectu­ra e interioris­mo que lanzó en 2000 para, define, “experiment­ar y crear objetos y ambientes que reflejen mi filosofía estética”, y

que hoy, para sorpresa tanto de la industria de la moda como de la del diseño, es un éxito planetario que incluye una espectacul­ar tienda de más de mil metros cuadrados en el 14 de Corso Venezia, en Milán. Y así es, claro, su hogar en la capital lombarda, uno de los nueve que tiene por el globo, un palazzo del siglo XVII de serenidad imponente donde mezcla vida y trabajo y en el que, hasta hace pocos años, presentaba cada temporada sus desfiles ante 200 elegidos.

Junto a su compañero y socio, el fallecido Sergio Galeotti, Armani se mudó aquí cuando ya era el diseñador más célebre del mundo. Corría 1982, el mismo año en el que la revista Time le dedicó su portada (solo Christian Dior, en 1957, y Pierre Cardin, en 1974, lo habían consegui- do antes). El edificio había pertenecid­o a Franco Marinotti, dueño de la manufactur­a de algodón Riva, y como tantos otros en el noble barrio de Brera, estaba decorado con algunos frescos alegóricos y mitológico­s, lo opuesto a la sobriedad con la que el italiano había cautivado al mundo. El diseñador prescindió de tales distraccio­nes (“el mundo exterior ya es demasiado complicado y exigente”, explicó entonces) y el arquitecto Giancarlo Ortelli idéo para él una atmósfera clara y despejada, de geometrías limpias y superficie­s pulidas, inspirada en la arquitectu­ra romana clásica, los jardines japoneses y el Estilo Internacio­nal. “Todavía recuerdo cuando descubrí este lugar”, dice. “Fui poco a poco abriendo las ventanas de cada habitación y cada salón y me sentí como en casa. Siempre es así con un

nuevo hogar: o es amor a primera vista o no hay ninguna conexión. Me encantó la ubicación, en una vía histórica y noble, conocida por su arte y su cultura. La casa se orienta a dos direccione­s diferentes: por un lado, una calle tranquila, y por otro, un pequeño jardín donde puedo apreciar el paso de las estaciones con el cambio de colores. Desde que llegué, ni por un segundo he pensado en cambiar mi residencia en Milán”.

A finales de los años ochenta, Armani había desarrolla­do una afición por los interiores sutilmente lujosos, construido­s sobre infinitos matices de beis, que el legendario interioris­ta Jean-Michel Frank creó en los treinta. Le encargó al estadounid­ense Peter Marino, hoy arquitecto favorito de las grandes firmas de moda, que añadiera algo de esa opulenta calidez a su santuario. “Le confié la tarea de dar forma a mis deseos para crear un hogar a mi medida. Los colores que elegí en aquel momento, como el papel de pergamino beis y negro, siguen siendo los mismos. Así como las proporcion­es casi zen. La escalera negra de metal que se alza hacia un estrecho techo abovedado fue creada por mi estudio de arquitectu­ra y conduce a mi habitación favorita: un despacho en el tercer piso que es mi refugio dentro de mi refugio. Hay algo relajante y casi espiritual en una escalera que te dirige a un lugar de reflexión”.

Como ocurre con las verdaderas estrellas, Armani sabe romper con la rigidez del horario impuesto para la sesión y sacarnos del trance en el que su casa nos ha

“La casa está llena de fotos, bocetos y pinturas realizados por diferentes artistas y amigos, de Antonio López a Francesco Clemente, pasando por Herb Ritts, Bruce Weber y Richard Gere. Son testimonio­s de amistad y respeto mutuo que he recopilado a lo largo de los años” Giorgio Armani

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 ??  ?? Dibujo de Matisse, un regalo de cumpleaños de su amigo Eric Clapton. El artista francés es uno de los favoritos de Armani, “por su simplicida­d filosófica”. A la derecha, uno de los salones, el del primer piso, decorado en tonos marfil y cacao y con una...
Dibujo de Matisse, un regalo de cumpleaños de su amigo Eric Clapton. El artista francés es uno de los favoritos de Armani, “por su simplicida­d filosófica”. A la derecha, uno de los salones, el del primer piso, decorado en tonos marfil y cacao y con una...
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A la izquierda, el salón del primer piso, con paredes recubierta­s con paneles de madera de arce. A la derecha, la escalera de caracol uno de los elementos favoritos del diseñador, acabada en goma laca, igual que la biblioteca (ver imagen de portada),...

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