El Pais (Madrid) - Icon Design
Pascua Ortega
La mayoría de los interiores son fugaces, pero él lleva 40 años diseñándolos
Nueva York, años setenta. Un grupo de financieros de Wall Street discute los detalles de una operación durante una comida en el Four Seasons, el restaurante del Seagram Building que proyectó Mies van der Rohe. Uno de estos jóvenes tiburones permanece ajeno a la conversación. Su atención la acapara el interiorismo del local, un diseño de Philip Johnson a la vez suntuoso, teatral y minimalista que desde 1959 es un icono de la ciudad.
Aquel fue el día en que Pascua Ortega, el comensal distraído, asumió que como banquero pintaba poca cosa, pero que quizá en la decoración tenía algo que decir. Irónicamente, muchos de sus grandes proyectos como interiorista han sido para entidades financieras –el Barclays en Barcelona o la Presidencia del Banco de España–, pero también ha acometido embajadas exóticas, restaurantes nocturnos, discotecas ibicencas, pisos patricios y casas de campo. Y en cada uno de esos trabajos ha contado una historia, aunque posiblemente ninguna de ellas tan fascinante como la de su propia casa en el barrio madrileño de las Letras, donde predomina el estilo altoburgués del siglo XIX. “Aquí está la historia original de la casa, que pertenecía a un ministro de Isabel II, pero también la mía, que soy un vividor vocacional”. Eso explicaría el lugar estratégico que ocupa el bar, un entorno para el disfrute donde conviven el olvido –las botellas de licores siempre al alcance de la mano– y el recuerdo –las fotos de seres queridos que nos observan en una composición casi de atlas warburgiano–. “Ser vividor es una actitud ante la vida hecha de curiosidad y sensualidad. Me encanta comer. Y un buen vino. O sonidos como el del fuego crepitando o el chapoteo del agua en la bañera del patio. Si seguimos repasando los sentidos, llegaremos a cosas que es mejor dejar en el misterio”, dice, riendo.
Y eso que él, hijo de un general de caballería y bisnieto del político regeneracionista Joaquín Costa, parecía llamado a quehaceres más, digamos, severos. Empezando por su educación jesuítica, primero en su Barcelona natal y luego en la universidad bilbaína de Deusto, donde estudió Derecho y Empresariales. No reniega de ello: “Estoy muy orgulloso de haber pasado por los jesuitas; de ellos aprendí a tener disciplina y a apreciar la inteligencia, aunque a veces se pasaran de elitismo”. Ah. ¿Es que Pascua Ortega no es elitista? “Me considero seleccionador. Pero no necesariamente selecciono dentro de la élite. Cuando hago una casa puedo poner un mueble firmado junto a una silla ignota del Rastro”.
De ello dará fe cualquier invitado suyo. En esta casa suenan Telemann y también Katy Perry. Los techos decorados con grisallas, los bustos de mármol y las ménsulas con volutas conviven con objetos (una copia del Endymion Porter, de Van Dyck, un almatadema falsificado, unas sillitas de plástico de colores) que en otro contexto resultarían insufriblemente kitsch. Aquí, sin embargo, no solo se integran per-
fectamente, sino que realzan el conjunto. Si lo pensamos, esa ha sido siempre la especialidad de Pascua Ortega: juntar elementos opuestos obteniendo resultados inesperados.
La idea de que los opuestos se atraen no era la más popular en la España a la que él regresó a mitad de los setenta. Dejaba atrás su carrera en Wall Street, pero aquella experiencia le había permitido empaparse de un estilo de vida impensable en nuestro país. Codearse con personajes como el diseñador Halston (“lo conocí porque estuvo viviendo en mi casa una asistente suya, Carola Polakov, que era mi amiga”) o el inevitable Warhol, con quien celebró un fin de año, y del que recuerda con socarronería que muy generoso no era: fue un jovencísimo Pascua quien pagó las limusinas con las que aquella noche la troupe warholiana recorrió Manhattan. Aquella sofisticación desclasada fue lo más importante que se trajo al instalarse en Madrid, en un piso de la calle Válgame Dios que había pertenecido a Manolete, y que decoró con la falta de prejuicios que había aprendido de sus maestros neoyorquinos.
De ilusiones y puestas en escena sabe algo quien en 2004 recibió el encargo más ambicioso que alguien de su profesión podría acometer: decorar Madrid para la boda del entonces príncipe Felipe con Letizia Ortiz. Ortega imaginó el evento como una celebración del gran activo de la ciudad, que es su cielo, representado en enormes reproducciones de obras de Goya o Velázquez colgadas de los edificios singulares, y con miles de abanicos rosas y plateados que se repartieron entre el público. “Entonces apareció esa nube maligna encima de los novios, y bastaron diez minutos para que la lluvia lo desmontara todo. ¡Después de aquel esfuerzo enorme!”. La Familia Real no tuvo ningún reproche que dirigirle, pero sí su propia madre: “¿Cómo no se te ocurrió repartir paraguas en lugar de tanto abanico, hijo?’ ¡Pues porque los novios salían de la plaza de Oriente, no de Buckingham Palace, por eso!”.
Su último gran proyecto con amplia repercusión pública ha sido el renovado Florida Park, que él zanja con un “fue un proceso largo y difícil, pero ya pasó”. Prefiere destacar una casa privada que acaba de en-