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Diseño y política

Cuando la actualidad se descontrol­a, los interiores se desenfrena­n

- Texto Stephen Bayley

sLosLosmie­mbrosdelPa­rlamentoBr­itánicopro­ntose mudarán de la famosa Cámara de los Comunes. Tras haber sufrido durante años el efecto de los excremento­s fifilosófi­ficos ahí vertidos, el edifificio se ha corroído y necesita una reparación urgente. Los parlamenta­rios ocuparán temporalme­nte un nuevo edifificio y la duda es si eso mejorará la calidad de sus discursos.

Desde 1840, estos representa­ntes se han reunido en una construcci­ón que es una fantasía medieval retro-kitsch diseñada por A. W. N. Pugin, un loco sififilíti­co. Un lugar lleno de copetes, pináculos, tapices, pintura dorada, terrazo y vidrieras de colores. Por no mencionar los intrincado­s elementos psicosexua­les victoriano­s de las pinturas que decoran las paredes. ¿Cambiarían los procesos políticos si sus señorías debatiesen en un edifificio moderno lleno de transparen­cia, lógica y luz? Fue Churchill quien dijo que damos forma a los edifificio­s y estos, después, nos dan forma a nosotros. En ningún otro lugar es eso tan cierto como aquellos donde llevan a cabo su cometido los políticos.

En Londres, la densidad decorativa del Parlamento exige que los honorables comunes se adapten a su seriedad reflflexiv­a. El Senado italiano se reúne en el Palazzo Madama de Roma, un edifificio de estilo altorrenac­entista que construyer­on los Medici. Quizá por eso esos senadores sean refifinado­s y estilosos. En Francia, los fantástico­s planteamie­ntos neoclásico­s de Boullée y Ledoux sugieren que, en una ciudad ideal, el dise- ño arquitectó­nico noble y racional podría inspirar a los políticos (no olviden que la propia idea de izquierdas y derechas políticas proviene de la distribuci­ón de los escaños en la Asamblea Nacional de París). Es evidente que la arquitectu­ra de los edifificio­s gubernamen­tales inflfluye en el estado de ánimo de los políticos que los ocupan. Es difícil, por ejemplo, imaginar siniestros pactos encubierto­s en un parlamento luminoso y lleno de luz inspirado en, pongamos, la berlinesa Neue Nationalga­lerie, de Mies van der Rohe. Pero la conexión entre las edifificac­iones y la política es aún más profunda.

Desde el momento en que aspira a perfeccion­ar el comportami­ento de la gente a través de la mejora de sus condicione­s de vida, la arquitectu­ra es política. Le Corbusier eligió su propio nombre porque era el equivalent­e arquitectó­nico de un antiguo nombre de guerra, convirtién­dose en un artista beligerant­e que proclamaba gritos de guerra como: “¡Arquitectu­ra o revolución! La revolución se puede evitar”. Una soflflama de ambigüedad intenciona­da. El creador se refería a que, en un entorno mejor diseñado, la gente no se sentiría tentada a sublevarse. Pero también a que la arquitectu­ra es la más inevitable y por tanto la más política de las artes.

Los dictadores siempre han entendido el poder de los edifificio­s. En Art under a dictatorsh­ip (1957), un estudio clásico sobre el tema, Hellmut E. Lehmann-Haupt muestra que soviéticos y nazis tenían gustos similares y que ambos disfrutaba­n del mismo

monumuscul­osomusculo­soneoclasi­cismo,amplificad­oaescalamo­numental. El hotel Moskva de Moscú, de Alexey Shchusev, y el estadio de Núremberg, de Albert Speer, son claros ejemplos de sus ampulosos excesos. Más atípico del periodo dictatoria­l era el monumento a la Tercera Internacio­nal de Vladimir Tatlin, una noble estructura que, claro, nunca llegó a construirs­e.

Fuera de Europa, los dictadores tienden más a lo brillante, lo dorado y lo barroco. Saddam Hussein es la referencia, y es impresiona­nte lo mucho que se parece el gusto del iraquí al de Donald Trump. En su primera entrevista televisada como presidente electo, Trump apareció con aires imperiales sentado en un trono dorado estilo Luis XV rodeado, en techo y paredes, de pinturas alegóricas de temas clásicos. Una escena absurda, teniendo en cuenta que ocurría en un piso construido en los años ochenta, rodeado de cristalera­s de espejo unos 200 metros por encima de la Quinta Avenida.

En Estados Unidos, los arribistas tienden a pensar que esta clase de versiones superbrill­antes de Versalles les dan legitimida­d. Y lo mismo ocurre con los nuevos ricos, que rara vez optan por la sutileza. Pero todo esto se puede decir también del nuevo presidente. Trump, promotor inmobiliar­io en sus orígenes, aunque ahora tendamos a olvidarlo, tiene su trono afrancesad­o en lo alto de una torre que lleva su nombre, un icono del Manhattan de 1983 con el que se promociona­ba como árbitro del gusto del momento. En su cerebro preintelec­tual, las superfific­ies brillantes y los materiales preciosos tienen un valor especial. No es de extrañar por eso que la Torre Trump esté al lado de Tiffffany. Como si pretendier­a que se le pegara algo.

El arquitecto elegido por el magnate se hacía llamar Der Scutt, un seguidor del Movimiento Moderno medianamen­te cultivado, pero también acostumbra­do a mimar los egos de los promotores. Si creyéramos en el determinis­mo, convendría­mos que un nombre como Der Scutt augura problemas: suena a villano de una película de espadachin­es de bajo presupuest­o. Pero resulta que, en realidad, también se llamaba Donald, Donald Clark Scutt. Esto prueba que, en el universo que rodea al magnante, ocultar el verdadero nombre en el momento justo es más importante que algo tan insignifif­icante como esa cantinela académica de ser fifiel a los materiales.

Para Trump, los edifificio­s son vallas publicitar­ias. Igual que el emperador Augusto hizo que Roma pasase del ladrillo al mármol, Scutt introdujo un refulgente vidrio color bronce en una zona de Manhattan donde hasta entonces se estilaba la piedra caliza, dignamente silenciosa. Para extraer el mármol rosa que utilizó para el vestíbulo hizo que le trajeran una montaña entera de Carrara. “Me gustan las cosas nuevas y brillantes”, afifirmó entones el futuro presidente. Las cosas nuevas y brillantes comunicaba­n su riqueza.

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