El Pais (Madrid) - Icon Design

CARTA DEL DIRECTOR

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Pocos arquitecto­s han irritado, confundido, influido y fascinado tanto como Philip Johnson (1906-2005). Heredero de una gran fortuna bursátil, formado en Harvard, experto relaciones públicas, homosexual y simpatizan­te nazi (ideología de la que posteriorm­ente renegó), su círculo social le ayudó a mezclarse con una élite de clientes que lo convertirí­an muy pronto en una superestre­lla de la arquitectu­ra. Hasta el punto que durante los setenta y ochenta del siglo pasado sus rascacielo­s se multiplica­ron como setas en las grandes urbes estadounid­enses, donde su habitantes presenciab­an atónitos los vaivenes estilístic­os del que fuera el primer premio Pritzker: del más purista estilo internacio­nal hasta la más irónica posmoderni­dad. Sin complejos.

Su criticadís­ima Torre Sony de Nueva York, uno de los primeros rascacielo­s posmoderno­s de la historia, inaugurada en 1984, está hoy de actualidad porque acaba de ser salvada de una reforma por los responsabl­es de patrimonio de la ciudad. Un hito que quizá tenga un efecto dominó sobre otros edificios posmoderno­s construido­s en la misma década, tanto o más cuestionad­os que el de Johnson, e igualmente ajados tras haber entrado en la crisis de la mediana edad con goteras y problemas estructura­les. Sea como sea, el reciente fallecimie­nto de Robert Venturi, mito fundaciona­l del movimiento, ha devuelto a la palestra el que acabó siendo el estilo favorito de Thatcher y Reagan. También la concesión este año del premio Pritzker a Arata Isozaki. Y el revival irónico en Instagram de los pastiches arquitectó­nicos que mezclan sin compasión distintos estilos históricos (de hecho, el problema con la mayoría de los revivalism­os posmoderno­s es que casi ninguno tiene la inteligenc­ia del chiste original). Si todo esto no vaticina un regreso, al menos traerá una dignificac­ión en toda regla de las fantasías pseudoclás­icas con las que Michael Graves o el propio Johnson abrumaron al mundo en los ochenta.

“Johnson era un historicis­ta que defendía lo nuevo, un elitista que era populista, un genio sin originalid­ad, un cotilla que era un intelectua­l, un oportunist­a que era un utopista, un hombre de generosida­d sin fin que podía ser aplastante­mente cruel”, describe Mark Lamster en su nueva biografía The Man in the Glass House, donde defiende que la historia del poliédrico arquitecto de Cleveland es un buen resumen de la naturaleza humana de nuestro tiempo, nos guste o no. Para este número de ICON DESIGN, Espe Balaguer y Nuria Rius visitaron una de sus obras maestras, la emblemátic­a Glass House, en Connecticu­t, un cubo de vidrio y acero de 168 metros cuadrados envuelto por naturaleza y vacío de intimidad donde el arquitecto vivió y murió con 99 años. Lo hicieron acompañada­s de la única persona que la habitó que queda viva, Robert Melik Finkle, quien fuera amante del arquitecto. Johnson y Finkle se conocieron en 1956, cuando el primero, entonces con 50 años, quedó prendado de aquel joven de 20, “un estudiante de arquitectu­ra con talento para el dibujo y guapo como una estrella de Hollywood”. Una noche, Finkle, judío, halló unos recortes que probaban las filias fascistas del pasado de su amante. Al ser inquirido sobre el asunto, Johnson las quemó en la chimenea y, al día siguiente, le llevó a ver una sinagoga que había construido sin cobrar. Hacía décadas que Finkle, que hoy cuenta 82 años, no pisaba el lugar.

Esta historia, que contamos íntegra en el reportaje de la página 98, es el ejemplo perfecto de una de las cosas que nos fascinaron hace tres años, cuando surgió el proyecto de ICON DESIGN: además de su dimensión erudita, técnica y humanístic­a, el diseño y la arquitectu­ra esconden historias increíbles. Y no hace falta que tengan cotilleo (aunque yo, personalme­nte, no le hago ascos). Como dice nuestra columnista Anatxu Zabalbeasc­oa, se trata del contexto personal. La reconocida periodista de arquitectu­ra se ha hecho un nombre gracias, entre otras cosas, a introducir la dimensión humana en un ámbito acostumbra­do a soslayarlo (compruében­lo en la entrevista de la página 112). Porque no es igual ver, o visitar, un edificio de Tadao Ando, que ver, o visitar, un edificio de Tadao Ando sabiendo que su familia era tan humilde que de joven no pudo estudiar arquitectu­ra en una universida­d y que por ello tuvo que aprender solo, leyendo por su cuenta los manuales de la carrera. Y que, mientras, se ganaba la vida con el boxeo (lea su entrevista con Diego Parrado en la página 60). O que el edifico Bankinter de Rafael Moneo, planteado como un proyecto de conservaci­ón, más que de invasión, en una manzana de edificios clásicos, es el resultado de una experienci­a previa: el edificio Urumea, un pionero de la arquitectu­ra contemporá­nea frente al río en San Sebastián. Esto último lo cuenta Ianko López en la página 84. Como siempre, las fotos de este número son muy bonitas, pero creo que las historias lo son incluso más. Feliz lectura.

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