La deforestación ignorada de la sabana brasileña
La presión de la industria y el poder de los grandes latifundistas amenazan el Cerrado, la llanura más rica del mundo, hasta el riesgo de desaparecer en 2050 Atraviesa el país a lo largo de dos millones de kilómetros cuadrados En 2015 perdió 9.400 kilóme
El Gobierno brasileño publicó hace unos meses un dato alarmante: en la sabana de Brasil, la más rica del mundo, se deforestaron 9.483 kilómetros cuadrados en 2015, mucho más que en el Amazonas en la misma época (6.207 kilómetros). Pero quizá como no hablaba del Amazonas, aquella cifra no logró gran repercusión. El Gobierno la publicó disimuladamente en un gráfico de la página web del Ministerio de Medio Ambiente, y la enterró en un texto sobre medidas de control ambientales. Pocos medios la vieron, y los que lo hicieron no consiguieron motivar apenas a nadie con el hecho de que, a este ritmo, este punto caliente ambiental del que se ha deforestado ya el 47% desaparecerá en 2050. El fin de la gran sabana brasileña, también conocida como el Cerrado, y de sus 7.300 especies de plantas autóctonas es la tragedia ambiental a la que menos atención se presta en nuestros tiempos.
Viajando por sus tierras se puede deducir por qué. Brasil suele evocar imágenes de playa o selva, y esto es sabana pura: sol, polvo y monotonía interrumpida solo por plantaciones industriales. Hay tantas que uno diría estar en las planicies de Misuri; hace tanto calor que parece Tombuctú. Y así es, prácticamente, a lo largo de dos millones de kilómetros cuadrados, en una franja que divide el país en diagonal, desde Maranhão por el nordeste hasta la frontera con Paraguay en el sudeste. “Ignorar el Cerrado es una cuestión arraigada en la sociedad brasileña, quizá porque tiene una vegetación menos exuberante que el Amazonas, quizá porque los medios no cubren esta tragedia aunque sea mayor”, protesta David M. Lapola, investigador de cambios ambientales de la Universidad de Campinas. “Pero ya cuando se hizo la Constitución brasileña, todos los biomas se consideraron patrimonio ambiental menos el Cerrado”.
Hay que viajar unas horas por los caminos de tierra de Maranhão, pasando tres puentes de madera y la escuela que el Gobierno prometió y dejó a medio construir, para llegar a plantaciones que no sean industriales. Son de la otra especie en extinción aquí: los pequeños granjeros. “La industria tiene mucho interés en esta región”, se jacta Tancredo, 51 años, alto, delgado, sin camiseta pero con sombrero de vaquero. Está sentado bajo un árbol en su finca: 38 hectáreas de polvo con un huerto, un pozo y unos gallos que circulan libremente entre los humanos. Aquí vive con su mujer y sus tres hijos y de aquí le quiere echar el negocio agropecuario, como a la mayoría de granjeros pequeños de la región. “Pero la solución no es irse: si te vas a los Estados vecinos, ves que a nadie le ha ido mejor. La solución es quedarse. Es quedarse y es luchar”.
Plantar cara
Ahí está el quid. Si la deforestación la provoca en buena medida la industria agrícola y el Gobierno brasileño solo protege el 3% del terreno, la salvación depende de gente como Tancredo. Los
Balsas (Estado de Maranhão). Cuando Paulo Coelho Cardoso era pequeño, todo el mundo traía los problemas a la puerta de la finca de su padre y este los resolvía en la cocina. Así era la vida en esta comunidad de 70 familias alejadas de la ciudad. En 2009, Paulo heredó la finca y con ella el flujo de preocupaciones. Entonces llegó el problema de la cascada. Una que no está particularmente cerca (nada lo está de nada en esta parte del Cerrado), pero sí tanto como para ser una amenaza.
Hay una empresa, PEC Energía, que quiere aprovecharla para construir una pequeña central hidroeléctrica con la que suministrar más luz al boyante latifundio de al lado. Si lo hace, el impacto ambiental será incalculable y además las 70 familias tendrán que irse inmediatamente. “El fazendeiro [dueño del latifundio] quiere esa luz para instalar más dispositivos de riego y dar de comer a más ganado”, protesta Paulo, solo en la mesa para 20 que hay en la cocina de la finca. “Tiene cinco dispositivos ya”, insiste y levanta la mano, con los cinco dedos bien separados y la cara desafiante, como si el gesto fuese una ofensa.