Lo contrario de lo que digo, hago
Un título equívoco. Lejos de imponerles un castigo justo a su esposa y a su hijo, el duque de Ferrara comete con ellos un crimen horrísono. El castigo sin venganza es ejemplo de cómo abordó el teatro español un género al que los ingleses bautizaron revenge tragedy, el cual tuvo a Shakespeare y Middleton entre sus cultivadores. Lope de Vega, más elegante, no invita al público a banquetes sanguinolentos como el de Titus Andronicus ni siembra la tierra de cadáveres como Webster hace en La duquesa de Amalfi. En esta obra, lo truculento queda para el desenlace: lo que Lope ahorra en casquería, lo invierte en psicología.
Tiene miga introspectiva el triángulo incestuoso que forman sus protagonistas: el duque de Ferrara, cuyas bajas pasiones abocan a su Estado a la desaparición; su hijo Federico, a quien el amor costará la vida, y Casandra, luz intermitente entre dos sombras. En El castigo sin venganza, el “crimen reparable solo con un crimen mayor” no se produce hasta bien entrada la pieza: las dos primeras jornadas entretejen un drama psicológico avant la lettre. Titulándolo así, Lope quiso decir que el duque, maestro de la cancamusa, consigue cargar sobre las espaldas de su hijo un crimen del que es inocente.
Orillado durante sus últimos años, el autor de El arte nuevo de hacer comedias se impuso el reto de escribir una al gusto de las que se estilaban por aquellos años. Parafraseándole: cuando Lope quiso, pudo. El castigo… es un tour de force interpretativo por el modo en el cual su trama entrevera luz y tiniebla, por los pliegues de los afectos que sienten sus protagonistas y el doble filo de los parlamentos que deben pronunciar. Agarrar alguno de estos requiere tanto valor como parar la acometida de un rival sujetando su cuchillo por la hoja a mano desnuda.
El montaje de Helena Pimenta abunda en el estilo acuñado allá por sus años de Trabajos de amor perdidos, profundizado desde que se puso al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y caracterizado por el uso de vestuario y atrezo anacrónicos, el trazo monumental del espacio escénico y la búsqueda de una atmósfera ficcional. Tiene todo ello empaque, pero quizá no está tan bien traído aquí como en otras ocasiones.
La función no discurre con el tono trágico exacto y el drama enseña la oreja, a pesar de la bondad de sus intérpretes. En su papel axial, Joaquín Notario labra con gubia la anagnórisis del duque: consigue pasar de la comedia a la tragedia cual anfibio, sin que se advierta esfuerzo alguno en el tránsito. Tienen fuste las interpretaciones que Rafa Castejón y Beatriz Argüello hacen de la pareja incestuosa (su Casandra se vuelve leona cuando Federico le anuncia su táctica), pero ¿hay química entre ellos?
Feroz, la Cintia de Lola Baldrich. Ladino y afilado, el gracioso de Carlos Chamarro. Elocuente, en la tradición del mensajero que anuncia las nuevas en el teatro griego, el Ricardo de Alejandro Pau.