El Pais (Nacional) (ABC)

¿Qué más va a pasar?

- El escritor Ricardo Fontanarro­sa. RICARDO CEPPI (GETTY)

Yahora, ¿qué? ¿Qué más va a pasar? Cuesta hacerse a la idea de que esta final, que comenzó el 10 de noviembre con un diluvio en Buenos Aires, vaya a acabarse así, sin más, como acaban los partidos normales, con un triple pitido del árbitro, un vencedor y un vencido. En el relato de este mes hay de todo. Incluso fútbol. En realidad, quizá se trate de un relato estrictame­nte futbolísti­co, si usamos el término fútbol como algo que va mucho más allá del juego. Probableme­nte conozcan el áspero arranque de 19 de diciembre de 1971, uno de los cuentos más celebrados de Roberto Fontanarro­sa: “Yo sé que ahora hay muchos que dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que le hicimos al viejo Casale. Yo sé, nunca falta gente así, pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Había que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo. Ahora es fácil hablar al pedo, ahora habla cualquiera”.

El cuento del Negro Fontanarro­sa, con la narración de una salvajada, hizo imperecede­ro un partido en Buenos Aires entre Rosario Central y Newell’s Old Boys, los rivales más enconados de Argentina. Parece que no puede faltar la salvajada cuando se habla de fútbol argentino. Ni el elemento fantástico. ¿Alguien podía imaginar, un mes atrás, que las cosas llegarían tan lejos? A más de 10.000 kilómetros, concretame­nte. Al Santiago Bernabéu. Y con una carga dramática propia de un buen novelón ruso. Hay quien dice que la final interminab­le marcará un antes y un después. Que las cosas no volverán a ser como antes. Bueno, son opiniones. Fijémonos de momento en el durante, con la final aún en curso. Matías Sebastián Nicolás Firpo, de 31 años, mecánico tornero, fue identifica­do, pese a afeitarse la barba y cortarse el cabello, como una de las personas que apedrearon el autobús de Boca a su llegada al estadio de River, el pasado 24 de noviembre. Firpo ya ha sido condenado: dos años y cuatro meses de prisión, en suspenso. No pisará la cárcel. El castigo consiste en que durante 28 meses no podrá ingresar (teóricamen­te) en un estadio, deberá asistir a un curso sobre convivenci­a urbana y realizar 180 horas de tareas comunitari­as. No parece un castigo ejemplariz­ante. L. G. M., la mujer que rodeó el cuerpo de su hijo con bengalas (sin explosivo) para colarlas en el estadio, ha sido también condenada: dos años y ocho meses en suspenso, y un tratamient­o psicológic­o. Esta semana, el gobierno ha enviado a la Cámara de Diputados un proyecto de ley urgente dirigido a acabar con las barras violentas. Pero a muchos diputados les pareció demasiado severo. Desproporc­ionado. Los trapitos, esos que te vigilan el coche fuera del estadio a cambio de una propina (o te lo destruyen si no pagas), “son gente que se gana la vida”, dijo uno. “No se puede criminaliz­ar a los hinchas”, dijo otro. Ante la falta de acuerdo, el debate se aplazó hasta el día 18, justo antes del comienzo de las vacaciones veraniegas. O sea, ya para el año próximo. Y entonces se verá.

¿Algo va a cambiar en la gestión de los clubes? ¿Se extinguirá mágicament­e el vínculo entre las barras y la política? ¿Se convertirá la Conmebol, históricam­ente el brazo más corrupto de la FIFA (y eso es decir mucho), en un organismo henchido de honestidad y sensatez? Uno tiende a pensar que el fútbol argentino continuará generando historias abracadabr­antes. Eso no es bueno para el deporte. Sí lo es para la literatura. Esta final, en cualquier caso, aún no ha terminado.

Argentina seguirá generando historias abracadabr­antes. No es bueno para el deporte. Sí para la literatura

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