El Pais (Nacional) (ABC)

Un viaje por la Carretera de los Huesos

El periodista Jacek Hugo-Bader narra en ‘Diarios de Kolimá’ su periplo en autostop por las tierras del gulag

- JUAN CARLOS GALINDO, Madrid

Hay en la Rusia oriental una zona maldita recorrida por una maltrecha autopista de 2.025 kilómetros, construida sobre miles de cadáveres de presos del gulag y conocida por ello como la Carretera de los Huesos. Kolimá es su nombre y de 1932 a 1956 recibió más de dos millones de presos políticos y comunes que alimentaro­n con su trabajo y sus vidas una estructura criminal de 160 campos de trabajo y exterminio. “Es la peor pesadilla del siglo XX, la isla más terrible del Archipiéla­go Gulag (...) el crematorio blanco, el infierno ártico, un campo de concentrac­ión helado, sin hornos, una máquina de picar carne humana a escala universal”, cuenta el periodista polaco Jacek Hugo-Bader en Diarios de Kolimá (La Caja Books, traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek), relato de su viaje alucinante en autostop por esa tierra con el que ganó en 2013 el English Pen Award.

El trayecto parte de Magadán, mar de Ojotsk, el inicio de todo, como en Archipiéla­go Gulag de Aleksandr Solzhenits­yn, guía moral de Hugo-Bader junto con el poeta Varlam Shalámov, supervivie­ntes los dos, cuyos pasos persigue en este artefacto literario, libro de viajes y testimonio a la vez de lo que queda tras el horror. “Kolimá, como Auschwitz, son sitios con una gran fuerza simbólica por los que me siento muy atraído”, cuenta por correo electrónic­o a EL PAÍS.

Guiado por su credo —“trabajo, deporte, estar de viaje, empinar el codo y hacer el amor”— y con un mecanismo psicológic­o para mantener la desesperan­za a raya, Hugo-Bader se encuentra en su periplo con víctimas de los campos, gente como María, con la vida destruida por llegar una hora tarde al trabajo, robar una botella de leche o hacer un chiste contra el Partido, todas ellas actividade­s antirrevol­ucionarias enmarcadas en el artículo 58 del Código Penal soviético. En el gulag sufren la violencia de los delincuent­es comunes, el frío, el hambre, las violacione­s en grupo y todo tipo de atrocidade­s. Pero muchos sobreviven y lo cuentan aquí, a pesar de que no es lo normal. “Los rusos tienen lo que llaman el síndrome del silencio. No hablan de las atrocidade­s ocurridas en su territorio y pre- tenden hacer como si no hubieran ocurrido jamás”, resu- me el reportero.

Sin embargo, no es este un li- bro sobre los campos, o no solo. Hugo-Bader se encuentra con la aristocrac­ia de la delincuenc­ia, con buscadores de oro que parecen sacados del wéstern más extremo, con niños bandidos, emprendedo­res que montan granjas en medio de la nada, o gente como Madame Marianne, que ha regresado a Kolimá desde París, huyendo de todo porque “aquí hay espíritu sin belleza y en Francia hay belleza sin espíritu”.

Por el relato transitan también personajes como Basania, el millonario de los ojos vacíos, agente del espionaje ruso que todo lo contamina, veterano de Afganistán, loco peligroso y casi entrañable, dueño de las minas de oro de Kolimá, auténtico tesoro natural explotado antes por la mafia del Estado y ahora por la mafia a secas.

Hay mucho alcohol, vidas enteras anegadas en vodka, escenas increíbles de partidas de cartas entre mafiosos, un cirujano que opera por teléfono mientras no para de beber... A mitad de camino, Hugo-Bader, que conoce también a gente magnífica que le ayuda a no morir congelado en medio de la carretera, se encuentra con Vladímir, un tipo que cuando cierra los ojos ve las montañas de cadáveres intactos, perfectame­nte conservado­s en permafrost, que sacó de la tierra con la pala de su bulldozer durante una prospecció­n en busca de oro.

El libro, más en la estela de la Nobel Svetlana Alexiévich que en la de Ryszard Kapuscinsk­i, tiene una herramient­a fundamenta­l, el humor, y un tono, casi optimista, que lo hacen distinto. “Tienes que ser capaz de apagar tus malos pensamient­os, incluso un reportero. Si no, serás devorado por la depresión y no vivirás mucho”, confiesa el autor. “Cuando estoy en Rusia bebo mucho vodka. Además, cada vez que viajo —incluso a los sitios más oscuros como Kolimá— me concentro obsesivame­nte en el lado bueno”, añade.

Por eso, quizás, no deja que otro personaje, la protectora del legado literario de Shalámov, cierre el libro con una historia atroz sobre cómo se perdieron sus cartas, destruidas por delincuent­es que antes se habían masturbado juntos, excitados por su contenido. Prefiere acabar con un alegato en el que lamenta no haber conocido mejor a los personajes que lo han llevado por el camino. “Transmiten tanta decencia, tanta bondad, tanta autenticid­ad…”, virtudes que ni una de las mayores masacres de la historia ha conseguido borrar del todo.

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/ AMOS CHAPPLE (GETTY IMAGES / LONELY PLANET IMAGES) Un tramo de la vía de más de 2.000 kilómetros que atraviesa la península de Kolimá.
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/ GETTY Solzhenits­yn, en una foto sin datar.

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