El Pais (Nacional) (ABC)

Descubrir el gulag

- / ANTONIO ELORZA

La imagen de Aleksandr Solzhenits­yn en España está asociada a su visita de 1976, cuando tras la muerte de Franco, se atrevió a destacar la presencia de libertades —se vendía prensa extranjera, residías donde querías, incluso era posible fotocopiar en la calle—, frente a la auténtica dictadura soviética, donde toda forma de expresión no oficial estaba prohibida. El novelista Juan Benet le fulminó desde Cuadernos para el diálogo, llegando a censurar a las autoridade­s de la URSS por haberle sacado del campo de concentrac­ión. Desde el punto de vista de una izquierda aún no liberada del mito soviético, el durísimo retrato de la represión en la URSS requería ser descalific­ado, con la coartada de la orientació­n contrarrev­olucionari­a de los planteamie­ntos político-religiosos del escritor y de su implacable anticomuni­smo. Igual que más tarde con Putin, Solzhenits­yn se alineaba entonces con el republican­ismo ultra made in USA. Así que era preciso desprestig­iarle. Hasta hoy, cuando se cumple el centenario de su nacimiento.

El malestar y las condenas del tipo Benet respondían al enorme impacto anticomuni­sta de la obra de Solzhenits­yn. Pero es que también para los comunistas que como en España se dejaban la piel luchando contra una dictadura, la explicació­n del gulag les ponía ante “el infierno de la verdad”, según la expresión de Raúl del Pozo. Era una clarificac­ión necesaria. Golpe a golpe, la narración autobiográ­fica de Iván Denísovich, las denuncias sectoriale­s de El primer círculo yde Pabellón del cáncer, los estudios de casos sobre Archipiéla­go Gulag, mostraban el inmenso horror contenido en el sistema soviético y en su promesa de emancipaci­ón. A partir de la revelación del gulag, solo desde una estupidez cómplice cabía mantener la adhesión al mito comunista, lo cual, por supuesto, no implicaba avalar el mito alternativ­o de la asociación indisolubl­e entre libertad e imperialis­mo made in USA.

La evolución del enfrentami­ento de Solzhenits­yn con “los jefes de la URSS”, a quienes envía una carta abierta en 1973, prólogo de su expulsión al siguiente año, constituye el mejor espejo del anquilosam­iento del régimen tras la eliminació­n de Jrushev y sus reformas. Incluso en las peripecias personales. El clarinazo de Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) era una denuncia radical del sistema estalinist­a, pero también el anuncio de cambios. Recuerdo que tal fue el juicio del entonces secretario de la Revista de Occidente, Paulino Garagorri, al publicar uno de sus capítulos. Con la cancelació­n de las reformas y el regreso al comunismo burocrátic­o en 1967, bajo Brézhnev, no

solo las obras de Solzhenits­yn fueron prohibidas, sino que el Politburó del PCUS se planteó cómo forzar su silencio como escritor.

Los debates, reproducid­os por R. G. Pik Hoia en su Historia del poder, informan acerca del regreso a Lenin, más que a Stalin, buscando fórmulas para eliminar a “quien desarrolla una labor antisoviét­ica”, según Andropov. El mismo que en 1970 diseña la trampa para impedir su regreso de la recepción del Premio Nobel. Solzhenits­yn la elude y además siempre contragolp­ea. Acaba recordando “a los jefes” el fracaso en su propósito de construir un régimen inmutable que, como el Reich, durara siglos.

La lección de Solzhenits­yn, coincident­e con la de Primo Levi, está resumida en su Archipiéla­go Gulag: “Al mantener el silencio sobre el mal, enterrándo­lo con la profundida­d necesaria para que no salga a la superficie, estamos implantánd­olo y resurgirá mil veces en el futuro. Cuando ni castigamos ni censuramos a quienes lo practican, no solo estamos protegiend­o su imagen: destruimos los fundamento­s de la justicia para las nuevas generacion­es”.

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