“Vivo encerrado, pero no estoy muerto”
100.000 personas sufren problemas de movilidad. Josu Cifuentes es uno de ellos
¿Está muerto Josu Cifuentes? Es la pregunta que afronta en ocasiones Marisa, madre de este hombre de 29 años que se mueve desde los 15 en silla de ruedas. Vive en el tercer piso de una casa antigua sin ascensor de Bergara (Gipuzkoa). Con una discapacidad del 95%, no puede por sí solo subir ni bajar los 48 escalones que le separan de la calle. “Vivo encerrado en casa, pero no estoy muerto”, comenta. Un estudio de la Fundación Mutua de Propietarios y de la Confederación Española de Personas con Discapacidad Física y Orgánica (Cocemfe) reveló ayer que 100.000 personas (el 4% de los 2,5 millones de personas con problemas de movilidad) no salen de casa.
A su madre, Marisa Miranda, le han dado el pésame en dos ocasiones. ¿Está muerto Josu Cifuentes? Josu tiene 29 años y se mueve desde los 15 en silla de ruedas. Vive en el tercer piso de una casa antigua sin ascensor de Bergara (Gipuzkoa). Con una discapacidad reconocida del 95%, no puede por sí solo subir ni bajar los 48 escalones de una madera que ya cruje que le separan de la calle. “En 14 años solo he salido de casa unas 80 veces. No tengo vida social. Vivo encerrado en casa, pero no estoy muerto”, comenta.
Josu es uno de los miles de casos de personas con movilidad reducida que viven recluidas en casa porque sus inmuebles no están adaptados. Un estudio de la Fundación Mutua de Propietarios y de la Confederación Española de Personas con Discapacidad Física y Orgánica revela que 100.000 personas (el 4% de los 2,5 millones de personas con problemas de movilidad) no salen de casa. Un 45% solo sale de vez en cuando por las barreras arquitectónicas de los edificios donde habitan.
A Josu le diagnosticaron a los 12 años una leucemia linfoblástica aguda que le obligó a someterse a un trasplante de médula. La operación fue inicialmente “satisfactoria”, aunque tuvo episodios de injertos contra huésped. Las complicaciones fueron a más cuando se vio afectado a los 15 años por una esclerodermia, un trastorno autoinmune que le dejó prácticamente inmóvil para el resto de su vida. “Eso fue lo que me mató”, recuerda Josu.
Así quedó condenado para siempre a moverse en silla. Vive enclaustrado, con una salud que va desgastándose sin vuelta atrás. Se ha quedado en posición fetal, con los brazos y las piernas encogidos 90 grados y unas úlceras de grado tres que le obligan a recibir curas tres veces a la semana. Con las manos apenas puede hacer la pinza; con los pies solo puede deambular y tiene que llevarlos protegidos con un fuerte vendaje y parches contra el dolor. “Apenas le circula la sangre. Tiene los pies destrozados, con unas úlceras terribles”, asegura su madre.
En cuanto Josu quedó postrado en la silla, la familia propuso al vecindario la colocación de un ascensor. Todos los intentos han sido baldíos. El inmueble sigue igual. Al tercer piso solo se puede acceder salvando los 48 peldaños de madera. “Al principio éramos minoría y no pudimos instalar el ascensor. Con los cambios en la normativa pudimos exigirlo, pero no teníamos capacidad económica para meternos en juicios. Ahora podemos hacerlo, pero los gastos de la obra son imposibles para nosotros. Todo son peros. La realidad es que mi hijo sigue sin poder salir de casa, y llevamos así casi 15 años”, se lamenta su madre.
Laura López, directora de la Fundación Mutua de Propietarios, afirma que “el hogar se convierte en una cárcel para estas personas. Se encuentran prisioneras en su propia casa por la falta de accesibilidad”.
“En 14 años he salido a la calle 80 veces. Vivo encerrado pero no estoy muerto”
La familia lleva años proponiendo sin éxito al vecindario poner un elevador
Cerca de 70.000 euros
El artículo 10 de la Ley de propiedad horizontal establece que “tendrán carácter obligatorio y no requerirán de acuerdo previo de la Junta de propietarios” las obras de instalación de un ascensor para garantizar la accesibilidad de personas mayores de 70 años o con discapacidad acreditada. Eso, siempre y cuando el importe que debe pagar cada vecino, descontadas las ayudas, no exceda el equivalente a 12 mensualidades de los gastos comunes o si las subvenciones públicas alcanzan el 75% del coste de las obras.
López señala que el coste promedio de la instalación de un ascensor es de unos 70.000 euros, una cantidad que “supera las posibilidades de una comunidad de vecinos. La diferencia es muy alta y no la puede pagar un afectado”.
La familia de Josu acudió al Ayuntamiento para resolver los problemas de accesibilidad del joven: “No nos hicieron caso”, dice Josu. Cuando cumplió la mayoría de edad, se apuntó en la lista de Etxebide (el Servicio vasco de Vivienda) para solicitar una vivienda accesible de protección oficial. “Me tocó un piso, pero me lo denegaron porque, según dijeron, yo vivía con mis padres en un piso en propiedad. Pretendían que viviese solo, cuando esto no es posible. Me quedé sin piso”, comenta. En 2017 le concedieron una silla eléctrica que apenas ha usado: sigue “guardada en un garaje porque no puedo bajar a la calle”, afirma el joven.
Josu vive aislado, es un caso desconocido incluso para el Ayuntamiento de su pueblo. La responsable política de los Servicios Sociales durante estos cuatro últimos años ni siquiera ha oído hablar de él. “La desconfianza en las instituciones es total”, afirma. Su madre recibe de la Diputación de Gipuzkoa 228 euros todos los meses de una prestación para cuidados en el entorno familiar. La Seguridad Social le ingresa al padre 553,4 euros al mes como beneficiario de una pensión por tener un hijo a su cargo afectado por un grado elevado de discapacidad.
La familia agradece las ayudas económicas, pero quiere resolver el problema de la falta de ascensor. Las pocas veces que ha salido a la calle, su padre ha tenido que bajarle en la silla escalón a escalón, y remontarlas una a una para devolverle a casa. “Lo hemos intentado todo, pero como no nos hacían caso, hemos desistido”, señala Josu, que apenas pesa ya 45 kilos.