El Pais (Nacional) (ABC)

Reivindica­ción de la risa

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Las opiniones, como las de esta misma columna, pueden caer en dogmas o afirmacion­es categórica­s. No sucede así con el humor. Su peculiarid­ad es que, sin sermonear, el humor tiene otro carácter abrasivo, el de la habilidad para hacernos escapar de los discursos prevalecie­ntes sin avasallarn­os, la ambivalenc­ia para provocar desconcier­to sin recitar supuestas verdades. El humor, en fin, es peligroso. Y ha de serlo. Su extraordin­aria fuerza pedagógica nos induce a pensar sin que se deslice por el dogma de toda opinión. La renuncia al humor no solo destruye la democracia: es la base sobre la que se erigen la sociedad misma y nuestra tradición. Los dioses de Homero reían eternament­e en el Olimpo y la democracia ateniense sería inimaginab­le

sin Aristófane­s, el comediógra­fo que se mofaba de todo.

El humor tiene la capacidad de revolucion­ar el statu quo, y quien lo veta o censura está amputando algo profundo en el ser humano. Así lo pretendía Jorge de Burgos, el viejo monje de El nombre de la rosa, al esconder el libro de Aristótele­s dedicado a la comedia. Frente a su censura, la risa es reclamada en la novela de Eco como un instrument­o para la verdad. Por eso decía John Stuart Mill que la libertad de expresión forma parte del juego limpio que nos lleva a “todos los aspectos de la verdad”. El humor abre un espacio de libertad que ilumina esos caminos, evitando que la verdad caiga como una guillotina, “así de pesada y así de ligera”, al decir de Kafka. Solo los fanáticos entienden el humor como un peligro moral, porque sin él solo habría moral colectivis­ta: uniformida­d, hipocresía, falta de libertad, barbarie.

Y como un acto de barbarie debemos calificar la decisión de The New York Times de acabar con las viñetas políticas de su edición internacio­nal, prescindie­ndo de dos de los dibujantes del diario. La polémica, además, llega tras una imagen de Netanyahu caricaturi­zado como el perro guía que conduce a un ciego Donald Trump, lo que añade un punto de picante al asunto, pues no es nuevo en nuestras apresurada­s democracia­s estigmatiz­ar como antisemita cualquier discurso crítico contra Israel. El humor, de hecho, es uno de los pocos espacios críticos capaces de dinamitar ese marco intenciona­damente demagógico que une la legítima crítica a Israel con el odio racista hacia los judíos. Porque la risa amplía siempre el ámbito de debate, y su censura no es más que otra muestra de este puritanism­o sin raíces en el que ya parece que caemos todos, el balbuceo atroz con el que, por supuesto, en nombre de principios irrenuncia­bles, cercenamos la forma más inteligent­e y provechosa que tenemos para expresar el mundo.

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DIEGO MIR

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