El Pais (Nacional) (ABC)

Los consejos de los triunfador­es sobran

A creadores, famosos y expertos se les piden pistas para quienes están empezando. Recurren a tópicos que no sirven

- POR AGNES CALLARD

Vivimos en la era gloriosa de los podcast, de la conversaci­ón pública y del interés sin límites por áreas nicho del campo académico. Este es un momento magnífico para ser un intelectua­l y tener amplia proyección pública, salvo por una cosa: esa parte de cualquier entrevista que tiene que ver con los “consejos”. Y es que cuando se considera que alguien tiene un gran conocimien­to y despierta el interés del público, puedes apostar a que se le pedirá que dé pistas sobre cómo otros pueden seguir sus pasos. Y puedes también apostar a que esas pistas o sugerencia­s serán inútiles.

En una entrevista reciente, la novelista Margaret Atwood respondía a esta inevitable petición con el tan predecible consejo de que se debe escribir cada día. Más adelante —quizá porque en esa misma conversaci­ón había reconocido que ella no lo hacía— añadía: “Yo no lo hago, pero deben hacerlo. Si estás empezando, es algo bueno”.

Luego continuaba (sospecho que se dio cuenta de lo poco sabio que era su mensaje): “Pero lo más importante

es que nadie va a ver lo que has escrito hasta que tú se lo des. Por eso no debes estar cohibido cuando escribes. Es algo entre la página y tú. Y si no te gusta, la papelera está ahí”.

Puesto que “no sentirse cohibido” es un consejo bastante inútil para alguien que se siente así, lo que realmente vino a decir Atwood es: “Debes estar listo para tirar a la basura lo que escribes”. Que viene a ser lo mismo que “practica”. Si le pides a alguien consejo sobre cómo ser escritor y te dice “escribe”, parece complicado oír esto sin sorna. Atwood es una escritora brillante y exitosa. Posee gran sabiduría fruto de toda una vida haciendo frente casi a diario a la batalla contra la página en blanco. Con su respuesta trató de darle al entrevista­dor lo que le pedía, ser útil, ¿por qué sus palabras suenan huecas y tópicas?

Entiendo a Atwood. Cuando mis alumnos llegan a mi despacho pidiendo consejos y estrategia­s para ser filósofos, me retuerzo anticipada­mente por la estupidez que estoy a punto de soltar. Mi consejo no es malo en el sentido de que les llevará por mal camino, pero sí lo es porque no les llevará a ningún sitio. Es como si, justo antes de dar el consejo, pulsase un botón que succionase todo la parte importante y terminara diciendo básicament­e una nadería.

Este problema no aqueja a toda forma de ayuda verbal. Hay que hacer una distinción entre “consejo”, “instruccio­nes” y “coaching”. Das instruccio­nes a alguien para que alcance una meta que es un instrument­o para conseguir otro objetivo ulterior (que no conoces). Así es como alguien puede dirigirse a una biblioteca siguiendo tus direccione­s si quería llegar allí; o como logra cargar un cartucho de tinta en una impresora, etcétera. Por el contrario, el coaching —o entrenamie­nto entendido en un sentido amplio— tiene que ver con un trabajo transforma­dor de guía hacia algo con valor intrínseco, como una victoria deportiva, intelectua­l o incluso social.

Las instruccio­nes hacen que seas mejor en algo que tú independie­ntemente valoras, mientras que el coaching puede mejorar tu capacidad para evaluar —te da pistas sobre qué es importante, ya sea en el plano intelectua­l, físico o emocional—. Este entrenamie­nto adopta muchas formas (enseñar filosofía puede ser una de ellas, y creo que mi terapeuta también es un determinad­o tipo de entrenador), pero siempre implica invertir tiempo de manera que se genere una historia educativa común. El coaching o entrenamie­nto siempre es personal.

Al usar la palabra “consejo” se trata de combinar lo impersonal con lo transforma­dor. Son como “instruccio­nes para la autotransf­ormación”. El novelista principian­te no se acerca a Atwood en busca de instruccio­nes sobre cómo utilizar un procesador de texto, y tampoco está pidiendo que Atwood sea su coach literaria. Quiere lo que le podría dar esta última, pero transmitid­o como si fueran instruccio­nes. Eso no existe. De ahí que quien ofrece un consejo se vea condenado a repetir cosas que suenan sensatas y que ha escuchado a otra gente: pen

En una entrevista, Margaret Atwood respondía que un escritor principian­te debe escribir todos los días

samientos tan descafeina­dos que no queda nada.

El problema aquí es el desencaje de forma y contenido. El conocimien­to instrument­al afecta a temas universale­s. Siempre que tengamos “x”, dará “y”. Esto yo lo puedo transmitir a otro sin que exista entre nosotros una conexión sólida. En cambio, en la informació­n destinada a quien quiere convertirs­e en algo, interviene siempre el punto particular del camino en que este se encuentra, entre la total ignorancia y la casi perfección. ¿Cuáles son sus debilidade­s? ¿En qué destaca? ¿Qué empujoncit­os le ayudarían? Solo alguien que conozca bien a la persona puede saberlo. Una carrera a la que otros aspiran está repleta de correccion­es minúsculas, vías muertas, retrocesos, reorientac­iones y ruido de fondo. Es tan idiosincrá­sica, única y particular como el propio ser humano.

Supongamos que Atwood nos hiciese un relato detallado de cómo llegó a ser quien es y pormenoriz­ase qué fue especialme­nte formativo. Ningún aspirante a escritor intentaría utilizarlo como patrón. Porque si hay algo que con toda seguridad Atwood no hizo, por ejemplo, cuando se mudó a Berlín o aceptó un empleo de profesora de gramática, fue seguir los pasos de otro. Al parecer, la moraleja de la historia de cualquier persona que haya destacado es que no intentaba replicar la de otra. Una de las paradojas de los consejos es que aquellas personas a las que con más probabilid­ad se les pedirá son quienes tienen menos probabilid­ades de haber seguido el de otros. Sus proyectos para “llegar a ser” son los más singulares.

Sería estupendo que la informació­n capaz de transforma­r los valores de una persona se pudiese transmitir con tanta facilidad como las indicacion­es para llegar a un sitio. En un mundo así, las personas podrían ser de grandísima ayuda invirtiend­o poco en los otros. El mito del consejo reside en la posibilida­d de transforma­rnos unos a otros con un contacto superficia­l. Por eso no sorprende que haya tanto intercambi­o de consejos en las redes sociales. Cuando los usuarios no se están peleando en Twitter, se explican unos a otros con alegría y esmero cómo vivir. En ese contexto, los consejos son como una cháchara trivial o pegamento social: hacen que la gente sienta que se llevan bien unos con otros sin tener que estar unidos bajo un clima común.

Segurament­e no haya nada malo en esto siempre que no contamine los espacios en los que la asistencia real es posible. Yo no tengo consejos ni trucos que dar a mis alumnos sobre cómo convertirs­e en filósofos. Mi conocimien­to está en el esfuerzo de la argumentac­ión filosófica; en leer viejos libros, extraer premisas y desmenuzar­las. Puedo ayudar a alguien a mejorar en el oficio enseñándol­e a hacer más de esto y menos de aquello. No puedo ayudarle a ser filósofo sin ser su profesora de filosofía, de la misma manera que no puedo dar un masaje sin tocar a una persona. La verdadera ayuda exige contacto. Quienes mueven los dedos fingiendo tener poderes mágicos, en realidad no nos llevan a ninguna parte.

Agnes Callard es profesora de filosofía en la Universida­d de Chicago. Este texto ha sido publicado originalme­nte en ‘The Point Magazine’. Traducción de Newsclips.

 ?? JOHN MACDOUGALL (AFP / GETTY) ?? Cartel de promoción de la escritora Margaret Atwood, en la Feria del Libro de Fráncfort de 2017.
JOHN MACDOUGALL (AFP / GETTY) Cartel de promoción de la escritora Margaret Atwood, en la Feria del Libro de Fráncfort de 2017.

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