¿Emocional o racional?
La opción de recurrir a un crédito suele verse como resultado de una situación de imperiosa necesidad, o de un cálculo racional ajeno a la emoción, donde un consumidor “frío” adopta la mejor decisión financiera conforme a su capacidad adquisitiva y sus expectativas de ingresos.
Esta mirada es incompleta. En una entrevista al responsable de pagos de un grupo de distribución, este indicaba que sus soluciones crediticias tienen la función de operar como “lubricante” que evita barreras racionales durante la compra (en forma de preguntas que se realiza el consumidor, como “¿realmente me lo puedo permitir?, ¿tendré suficiente liquidez ante un imprevisto?”). Los datos insisten en la esfera más emocional. Los optimistas con su economía particular tienden a optar por el crédito como solución para la compra, basados en motivos como poder usar los productos sin tener el dinero aún o que el crédito les permite garantizar que disponen de efectivo por si surgiese algún imprevisto. Enfrente, entre los pesimistas ganan peso para endeudarse motivos más funcionales, como poder disfrutar de productos a los que no podría acceder de otra manera. Y como dato central, la principal desventaja de recurrir al crédito (citada por el 37%) es el malestar de sentirse endeudado, por encima de que el coste final sea más alto (22%).
La decisión de pedir un crédito está influenciada por factores emocionales: “El placer que me aportará la compra hoy versus retrasar el dolor del pago para mañana”. Aunque nos hemos convertido en “planificadores”, nuestras emociones nos empujan hacia el cortoplacismo: gratificación inmediata y retrasar el malestar. La imagen del crédito como resultado de un ejercicio racional, ajeno a aspectos contextuales y emocionales, resulta insuficiente.