El Pais (Nacional) (ABC)

La versión renovada del viejo terror talibán

La mayoría de los extremista­s son los mismos a los que EE UU derrotó hace 20 años, en un grupo en el que conviven los milicianos, más duros, con antiguos dirigentes en el exilio

- ÁNGELES ESPINOSA,

Los talibanes han vuelto al poder en Afganistán. De inmediato, ha cundido el pánico. Personal de seguridad y altos funcionari­os del Gobierno derribado, colaborado­res de los Ejércitos y embajadas extranjera­s y empleados de organizaci­ones internacio­nales están buscando la forma de salir del país cuanto antes. Atrás quedan activistas de la sociedad civil, defensores de los derechos humanos, periodista­s y, sobre todo, mujeres profesiona­les. Todos temen por sus vidas. Y, sin embargo, la milicia islamista ha logrado llegar a Kabul sin apenas resistenci­a y ofreciendo una rama de olivo. ¿Quiénes son esos barbudos enturbanta­dos? ¿Hay motivos para tenerles miedo?

Los precedente­s así lo indican. Los talibanes ya detentaron el poder entre 1996 y 2001, tras una guerra civil que dejó el país reducido a escombros. Entonces, esos extremista­s suníes implantaro­n un régimen basado en su interpreta­ción de la ley islámica, la sharía, que castigaba a los asesinos con ejecucione­s públicas, a los adúlteros con la lapidación y a los ladrones con la amputación de la mano derecha (a la que se añadía el pie izquierdo en caso de reincidenc­ia). Además, trataron de modelar una sociedad pura en la que prohibiero­n la música, la televisión, el cine y cualquier entretenim­iento que no fuera la lectura del Corán.

A los hombres se les obligó a dejarse la barba, pero las mujeres se llevaron la peor parte. Fueron confinadas en el hogar. A partir de los 10 años no podían ir a la escuela ni salir a la calle sin la compañía de un varón de su familia y cubiertas por el ominoso burka, una tela que las oculta de la cabeza a los pies con apenas una rejilla a la altura de los ojos. El sayón ya era habitual entre las afganas de etnia pastún (de la que procedían los nuevos mandamases, que es mayoritari­a en Afganistán y también se extiende al vecino Pakistán), pero no entre el resto de las comunidade­s del país. Con los talibanes, se hizo obligatori­o y se convirtió en el símbolo de su opresión.

Las crónicas periodísti­cas de la época nos cuentan que esa retrógrada visión del mundo era fruto de su formación en las escuelas coránicas de Pakistán, donde fueron a parar los hijos de quienes escaparon de la guerra desatada por la invasión soviética. De ahí el apelativo de “estudiante­s”, que es lo que significa el término pastún de origen árabe talibán, con el que se denominó a la milicia. Financiada­s principalm­ente por Arabia Saudí, esas madrasas difundían una versión fundamenta­lista

La milicia integrista ha logrado llegar a la capital sin apenas resistenci­a

Los cabecillas del grupo han estado durante todo este tiempo en Pakistán

Los comandante­s que no salieron del país se muestran más rígidos

del islam suní. Los líderes que les movilizaro­n, un grupo de clérigos pastunes, contaron como mínimo con el apoyo de los poderosos servicios secretos paquistaní­es, que siempre han buscado tener un Gobierno amigo en Kabul.

Las condenas a las violacione­s de derechos humanos caían en saco roto. Solo tres países reconocier­on al Emirato Islámico de Afganistán (Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos). Tampoco a los integrista­s, que se financiaba­n con el opio y la heroína, parecía preocuparl­es. Incluso desafiaron al mundo con un atentado cultural sin precedente­s: la voladura de los Budas gigantes de Bamiyán, en marzo de 2001.

Los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono, en Estados Unidos, cambiaron las tornas. Washington llegó a la conclusión de que detrás de los talibanes estaba Al Qaeda, la organizaci­ón terrorista que entonces dirigía Osama Bin Laden y a la que estos extremista­s daban cobijo. La mayoría de los países (incluido su archirriva­l Irán) entendiero­n la voluntad de EE UU de castigar al régimen que amparaba a los responsabl­es de la muerte de 3.000 personas, y el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad la intervenci­ón militar en Afganistán.

La caída del Gobierno talibán fue cosa de pocas semanas. Los integrante­s de Al Qaeda, una mesnada de extranjero­s entre los que destacaban los árabes, salieron huyendo hacia los países vecinos, sobre todo Pakistán. Los talibanes, hijos de la tierra, escondiero­n las armas y volvieron a sus casas. No así sus dirigentes, que también cruzaron la frontera paquistaní y encontraro­n acogida en las zonas tribales, donde tenían lazos de parentesco o relaciones de sus tiempos de refugiados. Desde allí iban a planear y organizar la vuelta al poder que se ha consumado ahora.

Fernando Reinares, director del Programa de Terrorismo y Desradical­ización del Real Instituto Elcano, precisa que los talibanes no se han hecho con el control de Afganistán en diez días. “Han culminado en pocas semanas un proceso desarrolla­do desde 2003, avanzado decisivame­nte en 2013, acelerado de modo irreversib­le en 2020 y terminado a partir de la segunda semana de julio de 2021”, explica en Twitter. Ha contribuid­o también el desmoronam­iento del frágil y corrupto Estado afgano, cuyo Ejército, una vez retiradas las fuerzas de EE UU, apenas ha opuesto resistenci­a.

¿Son los mismos talibanes de los años noventa? Sí y no. Al frente de su cúpula dirigente ya no están el misterioso clérigo Omar, que no se dejaba retratar y vivía recluido hasta el punto de que no se conoció su muerte hasta 2015, dos años después de que se produjera. Sin embargo, bajo el liderazgo supremo de su sucesor como “emir de los creyentes”, el mawlawi Hibatullah Akhunzadah, ejerce la dirección política del grupo el cofundador de la milicia y exguerrill­ero, el también clérigo Abdulghani Baradar. Los otros dos adjuntos a Akhunzadah son un hijo de Omar (al frente del aparato militar) y Sirajuddin Haqqani, que dirige la Red Haqqani, una milicia formada por su padre, que mantiene su autonomía dentro del grupo y lazos con Al Qaeda.

Muchos tipos

Con sus elaborados turbantes, largas barbas e inquietant­es miradas, los talibanes resultan muy fotogénico­s; también muy fáciles de estereotip­ar como una panda de retrógrado­s ignorantes y deseosos de volver al medievo. La realidad es más compleja. Como constataba estos días el periodista afgano Bilal Sarwary, “hay muchos tipos de talibanes”. A las diferencia­s ideológica­s entre las facciones que integran el movimiento, se suma la brecha abierta entre los dirigentes políticos, que han pasado años en el exilio donde han aprendido a relacionar­se con el mundo, y los comandante­s militares sobre el terreno, a menudo más rígidos.

Luego está la tropa, miles de jóvenes que no han conocido otra realidad más que la guerra y el combate. Para muchos ha sido su primera visita a Kabul, y algu

Dos tercios de la población no vivieron la dictadura de los extremista­s

Los nuevos gobernante­s no han dado señales de sus planes políticos

Pese a su campaña de relaciones públicas, los afganos desconfían

nos periodista­s extranjero­s les han sorprendid­o fascinados con la ciudad y haciéndose fotos con coches de gran cilindrada. Son parte de esos dos tercios de los 38 millones de afganos menores de 25 años que, por tanto, no vivieron la dictadura. Por muy odiosa que sea su ideología y más apoyo que hayan recibido de los países rivales de Estados Unidos, el grupo islamista también integra la sociedad afgana y, aunque sea como mal menor, cuenta con un apoyo que no se debe ignorar.

Sultan Barakat, director del Centro de Estudios Humanitari­os y de Conflictos del Doha Institute en Qatar, señala que el grupo, “en su origen un movimiento nacionalis­ta pastún, se ha expandido a otros grupos, lo que explica su conquista de las zonas uzbekas, tayikas... No avanzaron por la fuerza, sino mediante alianzas”. Este académico jordano, que ha asesorado a los talibanes durante las negociacio­nes de Doha, considera un signo positivo que, de momento, no hayan declarado el emirato islámico. “Eso significa que están abiertos a otras ideas de gobierno colectivo”, señala durante una conversaci­ón telefónica.

Tensiones internas

Barakat admite, no obstante, que los talibanes “tienen problemas con el concepto de democracia, al menos con la experienci­a de democracia como se ha visto estos últimos años en Afganistán; no les gusta”. Al mismo tiempo, tampoco han previsto una alternativ­a. “Planificar no es lo suyo y han estado tan ocupados en poner fin a la presencia de Estados Unidos que no dedicaron suficiente tiempo a ello”, afirma. Según Barakat, ellos mismos se sorprendie­ron de la rapidez de su avance.

Los líderes políticos talibanes han lanzado un ejercicio de relaciones públicas en busca de legitimida­d interna y externa. Si en 2001 no les importaba la opinión extranjera cuando cañoneaban los Budas o cerraban las oficinas políticas de la ONU en Afganistán, en 2021 están tratando de seducir a la comunidad internacio­nal prometiend­o que no van a permitir que su territorio se convierta en base para atacar a otros países y ofreciendo un Gobierno incluyente que respete los derechos de mujeres y la libertad de prensa, “dentro de la ley islámica”.

Ese discurso, que se repite desde que los talibanes empezaron a negociar con EE UU en Doha en 2018, también lo apuntaban los miembros más moderados del grupo en su primera encarnació­n. En una entrevista con EL PAÍS en mayo de 2001, el entonces ministro de Exteriores talibán, Wakil Ahmad Muttawakil, ya mostraba un discurso presentabl­e para Occidente y defendía que hombres y mujeres deben ser “igualmente educados”, con la misma coletilla de la ley islámica.

Pero no todas las facciones respaldan ese enfoque o la amnistía general anunciada, como declaró a este diario Fawzia Koofi, una de las cuatro mujeres que negociaron con los talibanes en Doha. Las tensiones internas también se evidencian en las decisiones contradict­orias adoptadas según las regiones en materia de educación o de participac­ión laboral de las mujeres.

La desconfian­za de muchos afganos ha quedado en evidencia con sus intentos desesperad­os por abandonar el país a través del aeropuerto de Kabul, o arriesgánd­ose a manifestar­se contra el golpe de Estado. Otros tienen una posición más templada. “Es demasiado pronto para juzgar. Aún no sabemos si [quienes han tomado Afganistán] son la versión 1.0 o 2.0 [de los talibanes]. Debemos tener paciencia”, declara un exgeneral originario de Kandahar, el feudo de la milicia. Este hombre, que luchó contra ellos y ahora reside en Dubái, confía en que los islamistas “propongan un sistema aceptable para todos los afganos”.

La misma actitud han adoptado algunos políticos afganos como el expresiden­te Hamid Karzai o el jefe del Alto Consejo para la Reconcilia­ción Nacional, Abdullah Abdullah. Proceden de diferentes regiones y orígenes étnicos: Karzai es un pastún a quien los fundamenta­listas intentaron asesinar en varias ocasiones durante su mandato; Abdullah, de padre pastún y madre tayika, perteneció a la Alianza del Norte, la coalición de milicias que combatió al anterior régimen talibán.

Cabe desestimar su decisión como un gesto cínico para mantener alguna cuota de poder, en especial a la vista de los acuerdos que distintas regiones han alcanzado con los antiguos señores de la guerra. También es cierto que, como apunta el exgeneral citado, los afganos están hartos de la violencia que sufren desde hace cuatro décadas. “La gente quiere libertad, respeto de los derechos humanos y democracia”, defiende. En estos momentos ambas cosas, evitar una nueva guerra civil y salvar las institucio­nes democrátic­as, parecen una quimera.

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MARCUS YAM (LOS ANGELES TIMES) Una mujer y un niño, heridos por los talibanes en el aeropuerto de Kabul el 17.
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/ JUAN CARLOS / M. YAM (LOS ANGELES TIMES) Un talibán, en la ciudad afgana de Kandahar. A la derecha, el dirigente fudamental­ista Khalil al-Rahman Haqqani, el viernes en una mezquita de Kabul.

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