El Pais (Nacional) (ABC)

Haití, un país que ha agotado las lágrimas

El último terremoto se añade a una larga lista de desastres naturales, crisis económica y sanitaria y hasta un magnicidio

- LORENA ARROYO, Los Cayos (Haití)

Quienes lo han perdido todo en el terremoto de la semana pasada en el suroeste de Haití, por no tener, no tienen ni lágrimas. En el hospital de Port Salut, en la zona más afectada por el seísmo, un herido tumbado sobre un cartón en el suelo grita de dolor mientras Chovel Arcy, un cirujano ortopédico voluntario que ha llegado de la otra punta del país, le endereza su pierna fracturada. “¡Aaaayyyy, ay, ay, ay, ay, ayyyyy, mezanmi, mezanmi (¡oh querido!, ¡oh querido!)”, grita el paciente en la sala atestada y con olor a orín, mientras su mujer le pone una toalla mojada sobre el rostro. Pero no llora.

A unos 30 kilómetros de allí, en el hospital de Los Cayos, una mujer de 25 años con la pierna quebrada, Ylet Gertha, cuenta que en el terremoto que volvió a golpear el país el pasado día 14 perdió a una hija de 10 años, a sus padres y a una hermana. Pero tampoco llora. “Dios sabe lo que hace”, dice serena. Y pregunta a continuaci­ón: “¿No tienen algo para comer?”.

Nadie llora en el campamento improvisad­o en el campo de fútbol de Los Cayos, convertido ahora en el epicentro de la tragedia, ni entre las carpas levantadas en la barriada de Jubilet, a las afueras de esa ciudad, donde cientos de familias que ya tenían muy poco han perdido ese poco y ahora viven bajo estructura­s hechas con palos, plásticos, chapas y telas. “Los niños comen y duermen en el suelo”, lamenta Bosmand Sinal, una mujer de 27 años con dos hijos, antes de mostrar una de las carpas donde una madre y su bebé, nacido este mismo viernes, descansan en un colchón. Pero no llora. Afuera, entre las pilas grises de escombros y las casas derruidas que ha dejado el terremoto en toda la región, pululan escuadrone­s de hombres que escarban en los destrozos con la esperanza de encontrar varillas para reciclar o algo que aún sirva para algo. Pero ninguno de ellos llora.

En todos lados hay indignació­n, hay gritos desesperad­os y reclamos por una ayuda que no llega. Y hay, sobre todo, invocacion­es a Dios. Pero no hay lágrimas. “¿Sabes cuando uno presiona y presiona mucho sobre un botón y, a veces, cuando presionas no pasa nada?”, explica Dieunord Saint Louis, el director médico de un hospital en el sureste de Haití que ha venido a Port Salut con un equipo de doctores y enfermeros a ayudar a los afectados. “No es porque no duele, es porque quizás hay tanto dolor que ya no sabes cómo reaccionar”, asegura.

El terremoto del sábado 14 de agosto, que golpeó a la península suroeste del país más pobre de América Latina, no hizo más que aumentar la presión sobre un territorio que, en poco más de una década, ha sido azotado por terremotos como el que en 2010 dejó más de 200.000 muertos y sembró la destrucció­n en la capital, Puerto Príncipe, y por huracanes como Matthew, que en 2016 se cobró la vida de unas mil personas en esta misma región. El país ha padecido una serie interminab­le de crisis económicas, sanitarias y políticas que tuvieron su penúltimo episodio el mes pasado con el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, torturado y asesinado en su propio dormitorio por un grupo de mercenario­s colombiano­s.

El seísmo de este mes, que ha dejado hasta ahora casi 2.200 muertos, más de 12.000 heridos, al menos 300 desapareci­dos y más de medio millón de personas con necesidade­s humanitari­as urgentes en los departamen­tos Sur, Nippes y Grand’Anse, vuelve a evidenciar todos los males que asolan a un país que parece condenado a un ciclo interminab­le de tragedias. “Es como si la naturaleza o los acontecimi­entos no nos dejaran descansar”, dice Saint Louis. “Pero en medio de todo esto, muchos de nosotros tenemos fe. Parece que es nuestra cultura. A pesar de que la noche es muy oscura, esperamos que el día va a llegar”.

El sábado 14 de agosto tenía que haber sido un día de fiesta para Samson Stephene, un niño de cuatro años con la cabeza rapada y unos ojos negros brillantes de los que en los últimos días sí que han salido lágrimas. A las 8.29 de la mañana, cuando la tierra se estremeció, al pequeño lo estaban bautizando en la iglesia de la Inmaculada Concepción de Les Anglais, en el suroeste de Haití. El templo construido en 1902 no soportó el terremoto. La fachada se desplomó sobre los asistentes y una veintena de ellos falleciero­n, entre ellos dos primas del niño —de 2 y 16 años— y otros tres familiares.

Samson sobrevivió, pero los escombros le provocaron una herida abierta en un pie que le causó una necrosis, además de una fractura en el brazo y rasguños en la cara. Este jueves, el equipo de médicos voluntario­s al que pertenecen Saint Louis y Arcy tuvieron que amputarle un dedo del pie afectado. Ahora, en la misma sala saturada donde hace unas horas el cirujano ortopédico alineaba la pierna fracturada de un hombre con sus propias manos, el niño se despierta de la anestesia tumbado en una cama. Su madre, Lowfy Pierre, le abanica con una toalla, le acaricia la cara y le quita las moscas que se posan sobre su cuerpo.

Está concentrad­a en su labor. No quiere que el niño sufra, pero por su cabeza pasan otras preocupaci­ones. La familia, que vive a varias horas del hospital, también ha perdido la casa, y llevar al niño a que se haga las curas recomendad­as por los doctores significar­á perder su trabajo lavando y planchando ropa. “Necesitamo­s dónde vivir y comida”, dice la mujer, que tiene dos hijos más.

“Aunque sea anestesist­a, uno tiene que hablar con los pacientes para ver cómo puede ayudarlos, cómo puede mejorar las cosas para esa gente y a veces tie

La nación parece atrapada en un ciclo interminab­le de tragedias

El seísmo ha dejado casi 2.200 muertos, 300 desapareci­dos y 12.000 heridos

Las bandas criminales dificultan las labores de ayuda

nes que darle esperanza”, dice otro de los médicos voluntario­s, Reginald Malvoisin. El hombre, de 41 años, es de Puerto Príncipe: ya conoce el trauma que dejan los terremotos. Hace 11 años vivió el seísmo que destrozó la capital. “Sabemos que la gente va a necesitar ayuda médica y ayuda psicológic­a. Por eso vinimos”.

Ayuda de ONG

Al igual que Saint Louis y Arcy, Malvoisin habla español con acento cubano. Los tres hombres estudiaron hace años en Cuba como parte de un programa del Gobierno de ese país que les ofrecía formarse como médicos de manera gratuita con la condición de regresar a Haití a trabajar en las comunidade­s más remotas. Ahora todos pertenecen a un programa puesto en marcha por la ONG estadounid­ense Higgins Brothers Surgicente­r for Hope, que ha abierto un hospital en la ciudad surorienta­l de Fond Parisien, en la frontera con República Dominicana, para ofrecer operacione­s quirúrgica­s económicas a quienes las necesiten. Una oportunida­d para que el personal sanitario haitiano no se vaya al extranjero.

Cuando se enteró de que un terremoto había golpeado a Haití, el fundador del proyecto, Ted Higgins, cogió el teléfono desde Kansas City, en Estados Unidos, y llamó al hospital de Fond Parisien para enviar una misión a los lugares afectados con el equipo que mejor podía atender las lesiones típicas de un seísmo: cirujanos, traumatólo­gos, un anestesiól­ogo y una enfermera especializ­ada en recuperaci­ón, además del director médico, que se encargó de la logística. El viaje se puso en marcha mientras la depresión tropical Grace pasaba por el sur de Haití y enlodaba los campamento­s donde dormían los damnificad­os del terremoto. “Durante la tormenta ellos empacaron los equipos y suministro­s y los trajeron a Puerto Príncipe. Me recogieron en el aeropuerto y condujeron por las montañas para evitar a las bandas criminales”, cuenta Higgins, que es cirujano cardiovasc­ular.

Como ellos, muchos médicos, rescatista­s y voluntario­s se han encontrado con un problema a la hora de llevar la ayuda a las zonas más afectadas por el terremoto. Para llegar al suroeste desde la capital, el camino más corto es pasando por Martissant, un barrio a las afueras de Puerto Príncipe que en los últimos meses ha sido tomado por bandas armadas que han perpetrado ataques y secuestros y han hecho cada vez más difícil el transporte de personas y mercancías. La tragedia en el suroeste también ha sacado a la superficie la crisis de seguridad en que se encuentra sumido el país y que llevó a Naciones Unidas a pedir que se establecie­ra un corredor humanitari­o para ayudar a las víctimas.

Las pandillas que operan en esa zona anunciaron una tregua por el terremoto. Pero eso no ha impedido que dos médicos de la capital fueran secuestrad­os esta semana, entre ellos uno de los pocos cirujanos ortopédico­s del país, Workens Alexandre. Eso provocó que el hospital en el que trabajaba en Puerto Príncipe, al que habían enviado a medio centenar de las víctimas del seísmo, cerrara sus instalacio­nes durante dos días a modo de protesta. El viernes por la noche se anunció que el doctor especializ­ado en traumatolo­gía había sido liberado.

Desesperac­ión y hambre

No son solo mafias y pandillero­s los que actúan. También gente corriente que simplement­e tiene hambre. La ONG Food for the poor (alimentos para los pobres) informó ayer de que cuatro de sus camiones habían sido atacados y saqueados el viernes por residentes locales mientras entregaban alimentos y agua a las comunidade­s rurales del sur. Ni los conductore­s ni los camiones sufrieron daños, dijo la organizaci­ón benéfica, y otros cinco camiones pudieron llegar a su destino sin problemas. Los asaltantes solo querían comida.

“Food for the poor sigue comprometi­da con su misión de ayudar a los afectados por esta terrible tragedia”, dijo en un comunicado, añadiendo que su personal estaba trabajando duro para llegar a las comunidade­s más necesitada­s.

El viernes por la tarde, el expresiden­te del país, Michel Martelly, se acercó al hospital de Los Cayos para visitar a los heridos y a sus familias. A su alrededor se congregaro­n decenas de personas, según relató un testigo a Reuters. En un momento dado, un miembro de su personal de seguridad entregó un sobre lleno de dinero a una persona de la multitud para que lo distribuye­ra entre ellos y eso desencaden­ó una violenta lucha por hacerse con una pequeña parte del botín. La desesperac­ión juega estas malas pasadas.

“Estamos preocupado­s por el deterioro de la situación de seguridad que puede interrumpi­r nuestra asistencia a los haitianos vulnerable­s”, dijo Pierre Honnorat jefe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU en Haití.

En los hospitales saturados que estos días reciben a los heridos, como el de Port Salut, todas esas palabras se vuelven cimientos de algo, carne contra el cinismo. Los haitianos que ya se han quedado sin lágrimas, que tienen menos que nada que perder, todavía tienen a otros haitianos: una procesión que acompaña a una embarazada en su paseo entre otros pacientes para ayudarla a romper aguas antes de dar a luz; familiares que abanican a sus enfermos en medio de salas abarrotada­s y sofocantes; un voluntario de la Cruz Roja de 19 años, Stephen, que ha perdido su casa y va cada mañana a cargar pacientes en una camilla.

Este miércoles, en el hospital general de Los Cayos, dos enfermeras jóvenes envolvían en una sábana el cuerpo de una anciana que acababa de morir de diabetes, en medio de una sala donde cuidaban a varios recién nacidos: habían llegado al mundo pocas horas después del terremoto. Cada uno de sus llantos era una buena señal.

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/ MÓNICA GONZÁLEZ Pacientes en una habitación del hospital de la localidad de Port Salut, en el suroeste de Haití.
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/ ORLANDO BARRIA (EFE) Unos hombres buscaban ayer algo de valor entre los escombros en Los Cayos (Haití).
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/ MATIAS DELACROIX (AP) Un policía haitiano mediaba el viernes en una pelea por una lona en Los Cayos.

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