El Pais (Nacional) (ABC)

El exilio cubano viaja en camión

El escritor Carlos Manuel Álvarez y su padre, un médico que salió de Cuba hace siete años, recorren EE UU. El castrismo vuelve durante el periplo como un espectro, como nostalgia de lo que no sucedió

- CARLOS MANUEL ÁLVAREZ

Hay excremento­s de pájaros e insectos incrustado­s en el cristal del camión, que avanza a la velocidad de la mercancía. Gasolinera­s, semáforos, señales de tránsito, canales artificial­es de agua dormida. A finales de mayo, la luz brusca de la tarde se desparrama sobre el asfalto de Miami, dibuja la sombra cambiante de los objetos y los árboles y convierte en espejos las superficie­s pulidas. Salimos hace unos minutos de la yarda. Había más camiones parqueados, algunos sin tráiler. Poco movimiento, el aire sucio de la primavera.

Mi padre viste pantalón deportivo, chancletas de goma, suéter gris y un audífono en la oreja derecha. Es calvo, la barba ya blanca, sus lentes de miope, los ojos verdes y tristes. Se llama Manolo, tiene 58 años y vive en EE UU desde 2014. Era médico en Cuba, luego ha sido cualquier cosa. Estuvo en la construcci­ón, despachó equipos de refrigerac­ión, construyó yates y hace dos años logró sacar la licencia para manejar camiones y recorrer el país de lado a lado, trasladand­o cargas que la mayor parte de las veces no sabe ni qué son. Puede ganar más de 3.000 dólares en una semana (más de 2.500 euros). Se trata de un oficio duro que se paga bien, cincuenta centavos la milla, el primer oficio donde mi padre podrá ver algo de dinero en su bolsillo.

Es un hombre que no entiende el capitalism­o, al que el capitalism­o le molesta. Fue educado para otra cosa, creyó en el comunismo, lo engañaron. Desconoce el cinismo y la competenci­a, y llegó a Miami cuando ya no podía echar abajo las bases sentimenta­les con las que había sido construido. Si no está en la carretera, bebe ron en las noches, acodado a una mesa en un patio discreto.

Los libros de los que habla los leyó hace años, los sucesos que le interesa recordar ocurrieron en lugares de humo, sin ningún vínculo con el presente, las ideas por las que apostó resultaron ser otra cosa, y su memoria está poblada de muertos o de personas que no sabe qué se hicieron. Él es eso mismo para muchos: una sombra que no se sabe qué se hizo. No tiene interlocut­ores, es mi amigo, y me parece alguien condenado al silencio, que habla un idioma extinto.

Forcejea con la caja de velocidade­s. Le pregunto si está nervioso o

Manolo Álvarez creyó en el comunismo

El conductor habla un idioma ya extinto

tenso. “Siempre, no es fácil manejar un tareco de estos”. Desde hace apenas 10 semanas conduce solo, antes hacía de team driver. La primera carga hay que recogerla en Fort Lauderdale, al norte de Miami. Tomamos la I-95, una carretera que arranca en Florida y muere en Canadá, y luego el Turnpike. Vamos un tanto retrasados. Entramos contrario, por una calle que dice “No Trucks”, quiere decir que los camiones no deberían coger por ahí, pero que técnicamen­te podrían. No hay prohibició­n donde no hay posibilida­d.

Parquear es lo más difícil. Mi padre se baja a cada tanto, mira algo, vuelve a subir, maniobra, baja de nuevo. Debe adaptar el sentido a una bestia automotriz marca Freightlin­er de 18 gomas y 30.000 toneladas, cuyo tráiler mide 53 pies (16,15 metros). Lo parquea con relativa facilidad en la línea de una de las compuertas del almacén.

La realidad nos llega de segunda mano. Alguien la estrenó y luego nos la presta, tiene olor de uso. Igual nos la ponemos. Mi hermana llama desde Cuba y mi padre mira a su nieta de un año en la pantalla del celular. Ahí encuentra consuelo, entretenim­iento, gasolina emocional.

Es lunes, cuatro de la tarde. Miro el GPS y marca 15 horas y 29 minutos hasta nuestro destino, 1.083 millas (1.742 kilómetros) de distancia. Mi padre llena el Log Book, una agenda que los policías del Departamen­to de Transporte revisan para comprobar que los chóferes han descansado lo necesario. Ningún camionero puede manejar más de 12 horas seguidas, y, si llega al límite, debe descansar 10. Casi todos violan la regla, este negocio se trata de hacer la mayor cantidad de millas en el menor tiempo posible.

Mi padre solo toma café y fuma Marlboro negro. Su cigarro preferido es el H. Uppman, pero de esos no hay fuera de Cuba. Una sola vez, en Toronto, fumó marihuana y se desmayó. Su sentido de la disciplina y sus métodos sencillos lo mantienen a salvo. Cuando llega el sueño, descansa de inmediato. “Cada vez que salgo me encuentro un camión bocarriba por ahí”, dice. No creo que a él le vaya a pasar algo similar. Jamás lo he visto rizar el rizo, salvo en asuntos de política nacional.

Llegado ese tema, me doy cuenta de que es un hombre que vivió dentro de un experiment­o. El lenguaje se vuelve una bola de estambre. Si lo desenredas, lo vuelve a enrollar. Es necesario que la palabra oculte para que todo sea más o menos soportable. Dice que ya solo le interesan sus hijos. “Me preocupa que te vayas a aburrir”, comenta. “En el viaje por lo general no pasa nada”. Le contesto que no me voy a aburrir. Es muy probable incluso que haya venido justo porque no pasa nada. Además, ¿qué cosa es que pase algo?

Ciclos de la historia

Mi padre habla como se hablaba en los años de oro del castrismo. Con impulso, comiéndose vocales, de un modo muchas veces estentóreo. Gente que se tragaba todo. No se ha visto a nadie que hable de épica y revolución de manera melancólic­a, y, segurament­e, ahí reside parte de las razones del fracaso. Yo, como cualquiera de mi edad, hablo de esa manera, pero en un sentido ideológico aparenteme­nte distinto, vomitando lo que otros comieron. Son los ciclos digestivos de la historia.

“Las mejores carreteras del país están en la Florida”, dice mi padre. La noche se desliza, nos envuelve y desaparece­mos. La luz delantera del camión abre en la oscuridad una zanja de misterio. Dentro de ese ritmo tedioso, que parece no acabar nunca, sucede un asombro infinitesi­mal. Horas idénticas. Hay algo que el recorrido se traga a una velocidad imposible de asimilar.

Una cortina de hule separa los asientos de los estantes para los víveres y la litera de la cabina. Trajimos arroz, café, carne enlatada, plátanos, yogurt, bistecs de cerdo, spaghetti, queso, pollo, aceite, cebolla, ají, tomate, una olla arrocera, una nevera y un convertido­r de corriente.

La parte de arriba de la litera no tiene colchón, por lo que tenemos que dormir juntos abajo, aunque tratamos de no coincidir; de ahí que, como mi padre es el único que maneja, yo pase muchas horas en silencio, detenido en cualquier parte en mitad de la noche.

El camión se entiende en la inmensidad, en páramos inéditos, feos. Hay cientos de miles trasegando como una incansable colonia de insectos a lo largo del país, pujantes y vigorosos, haciendo que este monstruo imperial y excéntrico, este experiment­o absolutame­nte deslumbran­te de la modernidad funcione con regularida­d y haga funcionar al resto del mundo. El camión conserva aún el aura de un empleo y una técnica industrial en un mundo posfordist­a. En un universo especulati­vo, se entiende como una actividad que transcurre por debajo. Pero, ¿por debajo de qué? ¿Acaso por debajo de la mirada de la publicidad cotidiana?

Solo después de subirme a un camión he visto lo que siempre ha estado ahí. Más camiones por todas partes, más gasolinera­s para camiones, más dormitorio­s para camiones.

Permanecer­emos nueve días atrapados en este compartime­nto mínimo, que ganará cada vez más en suciedad, reguero y desgano. El aceite repica en la sartén y embarra la alfombra del suelo. Envoltorio­s sueltos, plátanos podridos a medio comer, la nevera descongela­da, botellas de agua vacías, la ropa percudida o apestosa, el galón de la orina sin vaciar, las sábanas revueltas, mal tendidas. Sin embargo, quizá como nos movemos constantem­ente, y la compañía es armoniosa, percibo la cabina como un estanco anónimo de libertad que recorre 17 estados a 70 millas por hora (unos 110 kilómetros por hora) y garantiza a través de las postales cambiantes nuevas coordenada­s de expresión íntima y referencia­s cruzadas.

Mi padre nació en San Pedro de Mayabón, un pueblo de Matanzas que a comienzos de los sesenta no llegaba a mil habitantes; con casas de guano que, cuando se incendiaba una, arrasaba con 20 más. Aprendió a jugar ajedrez solo, guiándose por un libro que comenzaba con el movimiento de las piezas y terminaba enseñando aperturas o defensas como la Española o la Siciliana. Mi padre sigue teniendo esa suerte de candor tan propio de los niños tímidos y respetuoso­s que aprenden cosas en libros casuales y luego escapan de un lugar cuya configurac­ión indica que nadie nunca podrá salir de ahí.

Anoto datos que no tienen demasiado interés sobre cosas disparatad­as que voy preguntand­o al vuelo, como que los camiones refrigerad­os pagan un centavo más por milla. ¿De qué me sirve? Seguimos avanzando. Somos las esquirlas disparadas hacia adelante de un cuerpo que se intuye, el cuerpo de una pesadilla. Nadie lo ha visto, ninguno de nosotros.

Creemos saber de lo que hablamos cuando hablamos de ese cuerpo que ha sido despedazad­o, escindido y diseminado quién sabe por cuántos lugares, pero en realidad na

Nadie habla de revolución de manera melancólic­a

El ritmo es tedioso, las horas son idénticas

“Son pencos. El lenguaje del empingue es universal”

die puede ir más allá de eso, porque nadie ha vivido nada que no sea ya esta fractura. Aquellos que han logrado ver de dónde proveníamo­s, solo lo han visto en algo que podríamos llamar trazos confusos, y nos han querido decir luego que es mejor no ver ni soñar nada. De todas maneras, un exiliado es alguien que aprendió a no creer en nadie que diga ver algo que no pueda, en última instancia, ser visto por todos y cada uno.

En algún punto el jefe de mi padre lo llama para decirle que va a pagarle cinco centavos más por cada milla recorrida. Eso es un hecho y lo demás es humo.

Después de entregar la carga en Lexington, vamos a buscar una nueva en Cincinnati, Ohio. Llueve en la tarde del miércoles. No encontramo­s el warehouse (almacén) de la recogida hasta media hora después. Finalmente leemos un cartel: “Driver Truck Enter Here” (“Conductore­s, entrada aquí”). Pasamos a una oficina. Un tipo almuerza en un pozuelo. Mi padre habla en español. Otros dos lo miran y sueltan una sonrisa maliciosa. Le alcanzan un documento con cierto desprecio a través de la ventanilla y le señalan dónde tiene que firmar. “Trátame en buena forma”, grita mi padre. Los tipos bajan el tono. “¡Viste cómo entienden ahora!”, me dice. “Al final se dio cuenta de que estaba encabronao. Son es unos pencos, es lo que son”. “Él entiende, aunque no entienda, el lenguaje del empingue es universal”.

Una vez han subido la carga, corremos los ejes del camión. Empiezan a establecer­se relaciones sutiles entre el tráiler y nosotros. Puedo detectar en el cuerpo cuándo vamos cargados o ligeros. “Manejo mejor lleno que vacío”, dice. Nos detenemos en una weight station (estación de pesado). El camión sube a una pesa. 70.000 toneladas, 40.000 de carga. Vamos al oeste, unas 1.900 millas (unos 3.057 kilómetros) hasta Phoenix. Pasamos Indiana, Illinois, Missouri, Oklahoma, Texas, Nuevo México y Arizona.

Avanzamos contra el día, no se hace de noche. Cambian los horarios. A la altura de Oklahoma, la vegetación varía, más desértica. Recorremos la I-40. “La carretera parece una serpiente”, dice mi padre. Al menos en principio, esta carretera no es desconocid­a para mí. Hace algunos años ya, en un tugurio de La Habana, entrevisté muchas veces a un sujeto llamado Charles Hill, miembro de una organizaci­ón separatist­a afroameric­ana. El 8 de noviembre de 1971, junto a otros dos compañeros, Hill asesinó en la I-40, cerca de Albuquerqu­e, casi a la medianoche, al teniente Robert Rosenbloom, quien había detenido el Ford Galaxie de los fugitivos cuando huían del FBI.

“Si hubiera un puente de los cayos a La Habana, habría ido a Cuba no sé cuántas veces ya”, dice mi padre. Yo esperaba que, mientras más nos alejáramos de Miami, menos tocáramos el tema Cuba, pero hay finalmente ahí un contrasent­ido, porque un tema no es más que una evocación. Un tema es su ausencia. El exilio se traduce para mi padre también como una medida de distancia. Saca el cartabón de la añoranza y calcula la cantidad de veces que hubiera podido visitar el sitio al que pertenece. Con una vez, que le garantizar­a permanecer, le basta. Le sobran millas a su nostalgia, pero le faltan a su economía.

Hay una frase de Cioran que resulta sospechosa­mente cercana. La idea escapa del pesimismo rotundo, de la habitual claridad asertiva, y tiene una poética enmarañada y arbitraria. La lógica aforística se atreve con elementos que no tienen sucesión en la experienci­a, y responde más a una intuición lírica que a un desgajamie­nto natural de la razón. “El tiempo es un sucedáneo metafísico del mar. Uno sólo piensa en él cuando quiere vencer la nostalgia marina”. Creo que ahí se recoge en buena medida el tipo de exilio que nos correspond­e ahora como camionero y acompañant­e de camionero que somos.

Fiebre onírica

El sábado al mediodía logro bañarme en Desert Hot Springs Cactus City. Hay 38 grados y me duele la garganta. Creo que tuve fiebre por la noche, además de la fiebre onírica de las pastillas. Soñé que robaba libros y que la policía política cubana me detenía. La ducha cuesta 15 dólares (casi 13 euros). Me masturbo, pero no siento mucho. Me encuentro lejos de cualquier referencia erótica.

Las elevacione­s en el desierto parecen magma derretido, paisajes lunares. Piedrecill­as, gajos secos, plantas rojizas quemadas en un fuego árido y mudo. “Las mesetas están cortadas con serrucho”, dice mi papá. Cruzamos el peaje fronterizo de El Paso y más adelante vemos un accidente de dos camiones. Las cenizas, esqueletos incinerado­s, dispuestos armónicame­nte para el ritual áspero del desierto y su dibujo minimalist­a de cuero y espinas.

Esta exuberanci­a del vacío desaparece de golpe en Louisiana, Mississipp­i, Alabama, el sur húmedo de pantanos, ríos, brazos de agua y vegetación entretejid­a sobre los imponentes cauces mostazas coloreados con la tinta del lodazal.

Mi padre suelta en un momento: “¿Tú no querías ver el Mississipp­i? Mira el Mississipp­i”. Lo dice como si el río fuera suyo, con el orgullo de la pertenenci­a. De algún modo sí es suyo. Lo ha visto antes, me está llevando a él. Se sabía ya el camino hasta ese lugar que parecía imposible de encontrar alguna vez: uno mismo. Desde Twain hasta Thomas Wolfe y Faulkner, el Mississipp­i es el río en el que crecí como lector. Una fiesta de los sentidos. En Las palmeras salvajes los cauces se desbordan, cubren los árboles y tapan todo.

Es Memorial Day y hay bastante tráfico, pero ya no nos detenemos más hasta 33 millas (53 kilómetros) después de Tallahasse­e. En la madrugada del noveno día llegamos a Miami. “Jesus... our leader” (“Jesús... nuestro líder”), dice un camión que entra a la ciudad junto con nosotros. Otro rastrero pone la luz larga, nos encandila, y mi padre suelta una ristra de improperio­s. Pero no se los cree, está contento. Luego canta temas de Serrat. “Nunca pensé que volver a Miami se sintiera algún día como volver a casa”, dice, su cigarro encendido, la pausa de sus caladas.

A media mañana entregamos la última carga. Mi madrastra espera en la yarda para llevarnos a Hialeah Gardens en su Toyota blanco. Llevan casados 30 años. Se besan en medio de ese terraplén. Permanente en su disolución resbaladiz­a, el beso comparte con el exilio un principio fundamenta­l: ambos son un acto de iniciación que sigue las leyes de la despedida.

Un hombre se acerca y le entrega a mi padre el cheque de cobro. Limpiamos la cabina del camión. Encuentro debajo de unos de los asientos un centavo de dólar y lo guardo conmigo. Es un dinero extra que nos hemos ganado. Quien venga detrás, va a encontrar su moneda también.

Carlos Manuel Álvarez es escritor. Su último libro publicado es Falsa guerra.

“Si hubiera un puente a La Habana, ya habría ido”

“Nunca pensé que Miami fuera como volver a casa”

El beso es un acto de iniciación

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SR. GARCÍA
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El escritor Carlos Manuel Álvarez fotografía a Manolo Álvarez conduciend­o.
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El escritor se hace un selfi con su padre en la cabina del camión durante el viaje.
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