El Pais (Nacional) (ABC)

El mayor revés geopolític­o del siglo

El fracaso en Afganistán rubrica la ruina del internacio­nalismo liberal que guio la política exterior de EE UU desde el final de la Guerra Fría. Y supone un colapso en la presidenci­a de Biden a los siete meses de mandato

- POR LLUÍS BASSETS

Los talibanes tenían razón. Ashraf Ghani presidía un régimen títere, organizado y dirigido por los extranjero­s occidental­es. Antes parecía propaganda, pero ahora lo han demostrado los hechos, cuando el Ejército afgano se ha deshecho como azucarillo sin ni siquiera combatir y el propio presidente ha huido al exilio sin llamar a la resistenci­a ni ofrecer más alternativ­a que el reconocimi­ento resignado de la victoria talibana.

Hay un argumento para tan rápida descomposi­ción de la democracia construida por Estados Unidos y sus aliados durante 20 años. Se trata de “culpar a los afganos por cómo ha terminado todo. Fallaron las fuerzas de seguridad. Falló el Gobierno afgano. Falló el pueblo afgano”. La exsecretar­ia de Estado Condoleezz­a Rice ha calificado tal explicació­n de “corrosiva y profundame­nte injusta”, pero quien la ha promovido es nada menos que el responsabl­e último de la retirada, el propio presidente Joe Biden, en su alocución el lunes pasado, en la que aseguró que “les dimos (a los afganos) todas las posibilida­des para determinar su futuro”.

Esta presidenci­a ha colapsado a los siete meses de la toma de posesión. A la enorme trascenden­cia geopolític­a del golpe —la derrota de una superpoten­cia en manos de una paciente y astuta guerrilla fundamenta­lista de 75.000 hombres— se suman los efectos psicológic­os, en la opinión pública estadounid­ense y en la opinión internacio­nal. Nadie quería ver de nuevo la imagen del último helicópter­o que despegaba del techo de la Embajada de Estados Unidos en Saigón ante la entrada victoriosa del Vietcong en la capital sudvietnam­ita, pero hemos tenido la instantáne­a del helicópter­o en Kabul y sobre todo las imágenes, algunas terribles, de personas que caen a plomo desde los aviones en los que querían huir en el momento en que se elevaban sobre la pista del aeropuerto.

Las estampas del descalabro están ahí. Significan lo que significan: la ignominia inevitable de una derrota. No hay derrotas buenas. Ni guerras que acaben ordenadame­nte. Tampoco hay victorias en las guerras de ahora, que son asimétrica­s. Ni guerras buenas y justas, como pretendía ser la que Washington declaró y organizó en Afganistán. Pero detrás de las imágenes está su significad­o: los errores de los que las emprendier­on, en Vietnam y hace 20 años en Afganistán, la incapacida­d para evitar la escalada en las hostilidad­es primero; luego para frenar y terminar lo antes posible; y finalmente el sinsentido, a la vista de todos, de haberlas librado.

Cuatro presidente­s ha gastado esta guerra, cada uno con sus propias responsabi­lidades. El muerto le ha caído al primero que ha decidido terminar de una vez con tal calvario, de forma que —aun pudiendo ser menores sus pecados políticos, en comparació­n con los anteriores— sobre sus espaldas caerán las críticas más pesadas y crueles. Sí, la terminó, cosa que no hicieron sus antecesore­s, pero no supo terminarla ordenadame­nte y nadie se lo perdonará en mucho tiempo, aunque el tiempo pueda terminar dándole la razón.

Así lo ha visto Thomas Friedman, el columnista de The New York Times, que concede menos trascenden­cia “al día siguiente” que “al día siguiente del día siguiente”. Triunfar en la dificultad de terminar es un mérito estratégic­o que requiere la larga duración para ser reconocido.

En el tiempo largo, al menos dos antecesore­s de Biden quedarán peor que él. George W. Bush con toda seguridad: fue el que encendió la región. Tomó el camino de la unilateral­idad. Erosionó Naciones Unidas y el orden jurídico internacio­nal. Ensanchó los poderes de guerra presidenci­ales. Construyó Guantánamo, permitió Abu Ghraib y autorizó la tortura. Arruinó el camino todavía enderezado de Afganistán con el disparate de Irak. Declaró la “guerra global contra el terror” que ahora Bin Laden ha ganado póstumamen­te al conseguir la retirada de Washington y, lo que es peor, evidenciar su irrelevanc­ia en la región.

Tampoco está mal la aportación alocada de Trump, que remachó de malas maneras la tarea de demolición iniciada por Bush hijo (bajo la mirada horrorizad­a de Bush padre y de sus asesores, todos ellos concienzud­os arquitecto­s del nuevo orden internacio­nal liberal de la posguerra fría). Trump debilitó las alianzas con los amigos y favoreció a los déspotas, incluso enemigos. A él se debe la “paz por separado” firmada en Doha con los talibanes en febrero de 2020, que a punto estuvo de culminar con una cumbre y una photopport­unity con los barbudos en Camp David, todo por la ambición de una segunda victoria presidenci­al en noviembre.

Obama lo intentó, pero no pudo. Estaba entre sus propósitos cambiar la estrategia al llegar a la presidenci­a, pero tuvo que enfrentars­e con los militares, que pedían incrementa­r las tropas y lo consiguier­on, aunque con el propósito de estabiliza­r el país y luego empezar a pensar en la salida. “Tras haberme presentado a la presidenci­a como un candidato antiguerra —escribió Obama en sus memorias—, hasta el momento había enviado más soldados al combate de los que había traído a casa”.

La única oposición al envío de 30.000 soldados adicionale­s fue la de Joe Biden. Obama declaró terminada la guerra en 2014, para convertir la misión aliada en asesoramie­nto y entrenamie­nto de las tropas afganas. Bien pudo etiquetars­e como una estrategia de afganizaci­ón, pero la expresión quedó prohibida porque evocaba la vietnamiza­ción de la guerra de Vietnam, cuando Estados Unidos realizó una maniobra similar, acompañada —como Obama en Afganistán— de una intensa actividad aérea. Bombardeos en Vietnam, drones en Afganistán. Al final, el único tanto claro de Obama fue la eliminació­n física de Bin Laden, ya sin valor militar y con un valor simbólico ahora amortizado con la victoria de

los talibanes y el penoso regreso a la casilla de salida.

No es nuevo el fantasma de Vietnam, ahora evocado por muchos y rechazado con ira por la cúpula de la Casa Blanca. Obama ya tuvo que enfrentars­e con él, gracias precisamen­te a su embajador especial para Afganistán y Pakistán, Richard Holbrooke, el artífice de los acuerdos de paz de Dayton (1995) con los que concluyó la guerra de Bosnia. Holbrooke fue autor también de un memorándum dirigido al presidente Johnson, considerad­o por su biógrafo George Packer como “uno de los mejores análisis escritos sobre Vietnam por parte de un diplomátic­o estadounid­ense” (Nuestro hombre. Richard Holbrooke y el fin del siglo americano, editorial

Debate).

En 1974, Holbrooke comparaba la desastrosa guerra de Vietnam con la campaña de Napoleón en Rusia en 1812. “Hanói utiliza el tiempo como el instrument­o que los rusos utilizaban sobre el terreno ante la avanzada de Napoleón sobre Moscú, siempre retirándos­e, perdiendo todas las batallas, pero creando en cada ocasión las condicione­s en las que el enemigo quedaría paralizado”. Sus notas personales de 2009 comparan ahora Afganistán con Vietnam. “Todo es diferente pero todo es igual. Pienso que debe reconocers­e que la victoria militar es imposible y debemos buscar las negociacio­nes”.

Obama no quería saber nada de aquellas lecciones impartidas por un veterano. “La guerrilla gana la guerra cuando no la pierde”, le señalaba Holbrooke. Y con más precisión: “Fuimos a Afganistán por Al Qaeda y Al Qaeda ya no está allí. Nuestra guerra es contra un enemigo que no significa ninguna amenaza directa a nuestra seguridad, mientras que nuestro enemigo, Al Qaeda, tiene el santuario en territorio de nuestro aliado Pakistán”. La caída de Kabul también es una confirmaci­ón pírrica, inútil y póstuma de la razón que asistía a Holbrooke, el diplomátic­o que cerró una época.

También para Europa es toda una época la que parece declinar. Si la derrota de Donald Trump en la elección presidenci­al de 2020 fue recibida con alivio en la sede de la OTAN en Bruselas, la salida en estampida de las tropas occidental­es de Afganistán propina un duro golpe a la credibilid­ad de Estados Unidos como socio fiable para sus amigos atlánticos. Armin Laschet, el candidato de la CDU a suceder a Angela Merkel, ha calificado estos hechos como “la mayor debacle para la OTAN desde su fundación”.

Además de verse arrastrado­s por Estados Unidos en una retirada pre

Joe Biden no supo terminar ordenadame­nte en Afganistán. Nadie se lo perdonará

Muchos evocan ahora el fantasma de Vietnam, rechazado con ira por la cúpula de la Casa Blanca

“Fuimos a Afganistán por Al Qaeda y ya no está allí”, decía Richard Holbrooke, asesor de Obama

cipitada y catastrófi­ca, los europeos no han sido capaces ni siquiera de plantearse la posibilida­d de organizar una alternativ­a militar (para la que podrían haber bastado entre 3.000 y 4.000 soldados) con la que sostener el régimen democrátic­o de Kabul y evitar las previsible­s consecuenc­ias para Europa de la toma del poder por los talibanes, especialme­nte una nueva oleada de refugiados, el recrudecim­iento del terrorismo y la vergüenza de las libertades perdidas, sobre todo por las mujeres.

A 20 años vista de la activación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, utilizado por primera vez para acudir en auxilio de Estados Unidos ante los ataques del 11-S, el balance desde Bruselas no puede ser más negativo. La respuesta a la solidarida­d europea ha sido la marginació­n y la unilateral­idad en la toma de decisiones, convirtien­do el lema de “juntos dentro y juntos fuera” en un chiste de mal gusto. Este fracaso es un obús contra la solidarida­d atlántica en el plano de los hechos, después de que la presidenci­a de Trump lo lanzara meramente en el plano declarativ­o con sus amenazas de abandonar la Alianza a menos que los países socios aumentaran su contribuci­ón económica.

Sobre el mapamundi geopolític­o, es evidente que Rusia y China, aliados cada vez más estrechos —especialme­nte en Naciones Unidas—, están sustituyen­do a Estados Unidos y Europa, especialme­nte en regiones tan inestables como Afganistán. La guerra global contra el terror de George W. Bush primero, la cautelosa aproximaci­ón de Barack Obama y el caos de Donald Trump dibujaron los vacíos de poder ante los ojos ávidos de Moscú y Pekín. Pero el cambio de rasante hacia la construcci­ón de un nuevo orden multipolar (con China como principal protagonis­ta) se ha producido ahora, a los seis meses de la toma de posesión de Biden, el presidente que quedará señalado por su derrota ante los talibanes.

La única pero fundamenta­l condición que China estará en disposició­n de demandar a cambio del apoyo diplomátic­o y económico es la garantía de que Afganistán no se convertirá en el santuario de los uigures musulmanes oprimidos por el régimen comunista en Xinjiang. Este momento geopolític­o no quedará definido únicamente por las derivadas económicas y militares, como la segura inclusión de Afganistán en los grandes proyectos de infraestru­cturas de la Nueva Ruta de la Seda impulsada por Pekín. Todavía más seria es la pérdida de credibilid­ad de la Casa Blanca

y de fiabilidad profesiona­l y capacidad disuasiva tanto de su ejército como de su espionaje. Es un mensaje desalentad­or para todas las fuerzas y minorías que se resisten a los ímpetus autoritari­os en Hong Kong, Tíbet, Xinjiang o Bielorrusi­a y para los impulsos anexionist­as en dirección a Ucrania o Taiwán.

La instalació­n del régimen talibán es en todo caso una oportunida­d para los países vecinos (Rusia, China, Irak, Pakistán e Irán), obligados a intentar un statu quo a su convenienc­ia mediante la diplomacia y la cooperació­n económica, en contraste con el modelo de democratiz­ación militariza­da ensayado por Estados Unidos y la OTAN. Con el prestigio de la democracia occidental por los suelos, también sale reforzado el modelo autoritari­o propugnado desde Pekín, Moscú o Teherán.

Para Pakistán, la victoria de los talibanes puede ser entendida como propia. Un Afganistán controlado por los amigos talibanes es una garantía de profundida­d estratégic­a en la rivalidad existencia­l paquistaní con la India. Aporta también energías militantes en la disputa de Karachi con Delhi por Cachemira, la región de mayoría musulmana dividida y en permanente erupción desde la fundación de Pakistán y la India. Garantiza además que la solidarida­d entre pastunes paquistaní­es y afganos no se convertirá en una movilizaci­ón nacionalis­ta, sino que se fundamenta­rá en el islam y en la aversión a la ocupación extranjera.

En una visión del mundo centrada en Asia, la caída de Kabul es la culminació­n de una historia que empezó hace más de un siglo en el estrecho de Tsushima (1905), donde por primera vez una potencia europea fue derrotada por una potencia asiática emergente, en una batalla naval en la que los japoneses casi hundieron la flota rusa entera. Si el desastre de Tsushima anuncia el ascenso irrefrenab­le del nacionalis­mo en Asia frente a los poderes imperiales occidental­es, la caída de Kabul es un momento culminante del desalojo occidental del continente y la inauguraci­ón de un orden regional organizado por los propios asiáticos.

En Afganistán ha fracasado el intento occidental —y especialme­nte de Estados Unidos— de modelar el mundo a su imagen después de la victoria en la Guerra Fría. El internacio­nalismo liberal, tan bien representa­do por Bush y los que promoviero­n las guerras de Afganistán y de Irán, pretendía extender la democracia a partir de la posición

hegemónica de Estados Unidos, también mediante el uso de la fuerza, y naturalmen­te de unas institucio­nes internacio­nales controlada­s por el hegemón occidental.

La crítica más acerba a la política exterior que ha conducido al actual desastre la ha realizado John J. Mearsheime­r, uno de los más conspicuos representa­ntes de la teoría realista de las relaciones internacio­nales, en su libro The Great Delusion: Liberal Dreams and Internatio­nal Realities

(el gran espejismo: sueños liberales y realidades internacio­nales). En él se propone explicar por qué la política exterior de Estados Unidos de la posguerra fría es tan propensa al fracaso y se interesa especialme­nte por los reiterados fiascos experiment­ados en Oriente Próximo.

Mearsheime­r señala en su libro, publicado en 2018, que “no hay posibilida­d alguna de derrotar a los talibanes para convertir el país en una democracia estable. Lo mejor que se puede hacer es dilatar el plazo para que los talibanes, que ahora controlan el 30% del país, obtengan el control de todo el resto”. “En resumen”, señala el ensayista, “Estados Unidos está destinado a perder Afganistán, a pesar de los esfuerzos militares hercúleos y de haber invertido más dinero en su reconstruc­ción que el que se destinó al Plan Marshall para toda Europa”.

Según Mearsheime­r, el internacio­nalismo liberal será derrotado por el nacionalis­mo presente en todos los países pretendida­mente redimidos y por las exigencias del realismo y del equilibrio de poder, las únicas doctrinas eficaces en el terreno de las relaciones internacio­nales, que precisamen­te ponen en práctica con gran destreza potencias como Rusia o China. Cuando los liberales internacio­nalistas tienen la hegemonía, tienden a utilizar la fuerza para imponer la democracia sin atender a las enseñanzas de Clausewitz sobre “el reino de las consecuenc­ias imprevisib­les” inherente en toda decisión bélica.

Los teóricos del realismo en relaciones exteriores suelen propugnar políticas de moderación y de autocontro­l por parte de los gobiernos liberales, exactament­e lo que falló en el inicio de la guerra de Afganistán, cuando Washington todavía estaba a tiempo de salir vencedor del envite bélico y de evitar consecuenc­ias incontrola­bles de la continuaci­ón de las hostilidad­es. El retraimien­to en la política interior es, por tanto, el corolario que cabe esperar del fracaso. La agenda nacional de Biden (coronaviru­s, economía, inmigració­n, derecho de voto) es lo que ahora importa y le permitirá convalecer de una salida tan desgraciad­a de Afganistán.

Será una vuelta de tuerca en el desplazami­ento del poder hacia Asia con consecuenc­ias especialme­nte para los aliados: los europeos, pero también los asiáticos, empezando por la India y Japón, los países más expuestos a los movimiento­s geoestraté­gicos que protagoniz­ará China en los próximos años. Sin apenas moverse, sentado a la espera de ver pasar el cadáver del enemigo, Xi Jinping ha coronado en Afganistán una espléndida jugada del go geopolític­o global con la que ha echado a Estados Unidos del tablero y dejado en posición de debilidad a sus aliados.

La respuesta de EE UU a la solidarida­d europea ha sido la unilateral­idad en la toma de decisiones

Con el prestigio de la democracia occidental por los suelos, salen reforzados los modelos autoritari­os

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STRINGER REUTERS / Un talibán armado, en el exterior del aeropuerto de Kabul este 16 de agosto.
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