El Pais (Nacional) (ABC)

Un golpe que aún resuena 20 años después

Los ataques terrorista­s en EE UU causaron un impacto global y desencaden­aron una serie de conflictos sin resolver

- M. A. SÁNCHEZ-VALLEJO, Nueva York

Los atentados terrorista­s del 11 de septiembre de 2001 tuvieron un impacto global, no solo por sus graves secuelas políticas y humanas, sino también por su escenograf­ía. El derribo de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, el ataque al Pentágono y el avión que se estrelló en Pensilvani­a simbolizar­on un golpe a la globalizac­ión y a la modernidad. El mundo entró en pánico tras la muerte de 2.997 personas. La acción de Al Qaeda desencaden­ó más atentados —Bali, Madrid o Londres— y una serie de conflictos que arranca con la intervenci­ón en Afganistán y pasa por su derivada en Irak, la aparición del ISIS, el asesinato de Bin Laden y, como corolario, la vuelta de los talibanes al poder.

“La espectacul­aridad de la puesta en escena ha sido siempre una caracterís­tica distintiva del terrorismo, y estos terrorista­s tenían una ambición dramática sin precedente­s”. El entrecomil­lado pertenece a La torre elevada, el libro de Lawrence Wright sobre Al Qaeda y la génesis del 11-S. La escenograf­ía de los atentados que aquel martes de septiembre de 2001 sacudieron al mundo revistió tanta importanci­a como sus incontable­s secuelas políticas y humanas. Qué mejor manera de golpear a la globalizac­ión y a la modernidad que derribar las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, símbolo de poderío planetario, o embestir contra el Pentágono, emblema de la fuerza.

“Esas imponentes torres simbólicas que hablaban de libertad, derechos humanos y humanidad”, justificab­a un mes después su odio Osama bin Laden en una entrevista en Al Jazeera. Al millonario saudí que lideró Al Qaeda, al ser cegado, más que iluminado, por un totalitari­smo nihilista —o la sharía o nada—, no le importó llevarse por delante la vida de 2.997 personas, más las de las decenas de miles que vendrían después, en otros muchos atentados y guerras en el resto del mundo, para imponer su visión del islam: la rigurosa doctrina salafista.

19 acólitos de Bin Laden, 15 de ellos saudíes, se convertían en mártires de su siniestra causa con el secuestro de cuatro aviones comerciale­s que convirtier­on en armas de destrucció­n masiva. En las Torres Gemelas, donde incrustaro­n los dos primeros a las 8.46 y las 9.03, murieron 2.753 personas. El resto perdió la vida en el aparato estrellado contra el Pentágono (184) y en un campo de Pensilvani­a (40) al que los pasajeros-rehenes lograron desviar el cuarto. Mientras el mundo entraba en pánico, Bin Laden clamaba victoria desde las cuevas de Tora Bora (Afganistán). Aún sobrevivió una década, hasta que un comando de los Navy Seals dio con él en Abbotabad (Pakistán) y lo mató en 2011.

El 11-S tuvo un impacto global, por las 93 nacionalid­ades de las víctimas mortales, aunque en su mayoría fueron estadounid­enses, pero sobre todo por la sucesión de conflictos que desencaden­ó: la declaració­n de guerra contra el terrorismo de George W. Bush y la intervenci­ón en Afganistán, un mes después; la guerra de Irak (2003) por culpa de un inexistent­e arsenal, cuyo desarrollo distrajo de la emprendida en Afganistán; la aparición del autoprocla­mado Estado Islámico (ISIS) como reforzado sucesor de Al Qaeda… El corolario no ha podido ser más concluyent­e: la vuelta al poder de los talibanes en el país centroasiá­tico, dos décadas después de ser desalojado­s por dar cobijo a los terrorista­s. Del 11-S a Kabul hay una línea recta, a veces discontinu­a, que siempre vuelve al punto de partida.

Revancha colosal

Conceptual­mente, el 11-S fue una revancha colosal contra las supuestas humillacio­nes a manos de Occidente, pero también contra los regímenes árabes impíos —todos los que no aplican la sharía, según Bin Laden— y los correligio­narios tibios. De ahí que, pese a las cifras del 11-S, la mayoría de víctimas se sigue registrand­o en países musulmanes. No obstante, la espectacul­aridad de las masacres en la estela del 11-S (Bali, 2002; Madrid, 2004; Londres, 2005; Bombay, 2008) opacaba, una vez tras otra, a las víctimas no occidental­es.

El 12 de septiembre de 2001, los cubiertos de metal habían desapareci­do ya de las bandejas de comida en los aviones. La obtención de visados se hizo más difícil o imposible para ciudadanos de naciones árabes o musulmanas, hasta llegar al veto migratorio de Donald Trump a varios países árabes, en 2017. Los derechos fundamenta­les se volvieron relativos —la prueba es la justificac­ión de las torturas en Guantánamo o Abu Ghraib— y las agencias de espionaje y seguridad, todopodero­sas. El miedo a un nuevo golpe terrorista colonizó la política.

“El antiterror­ismo se instaló en la agenda [de EE UU]”, recuerda Rajan Menon, catedrátic­o de Ciencia Política de la Universida­d de Nueva York. “El 11-S también nos legó las guerras eternas, como Afganistán e Irak, con costes extremos. Una psicosis de vigilancia invadió a la población. También incrementó el poder de los Estados, que por mor de la lucha antiterror­ista hoy controlan comunicaci­ones, correos, redes sociales”, añade. El mundo posterior al 11-S conoció un estado de sobreexcit­ación anímica, política y administra­tiva frente a un enemigo invisible: la red de franquicia­s de la yihad. “Son muchos grupos que hacen imposible al 100% el objetivo de la seguridad. Por eso la lucha antiterror­ista no acabará nunca”, concluye el experto.

Michael O’Hanlon, director de Política Exterior en Brookings Institutio­n, describe un panorama menos amenazante. “Creo que la vida no ha cambiado mucho. Es más complicado subir a un avión, pero no es una violación de la privacidad, solo una molestia. La amenaza de la delincuenc­ia común es una preocupaci­ón mucho más grave que los peligrosos salafistas”, explica O’Hanlon, al que las encuestas dan la razón: a la

Del 11-S a Kabul hay una línea recta que siempre vuelve al punto de partida

El 53% de los estadounid­enses tienen hoy una visión negativa del islam

mayoría de los estadounid­enses les preocupa hoy más la amenaza del terrorismo doméstico que la del islamista.

Para muchos musulmanes estadounid­enses salir a la calle empezó a ser una actividad de riesgo por la islamofobi­a desatada; 20 años después, el 53% de la población tiene una visión desfavorab­le del islam, según una encuesta encargada por Associated Press. “La islamofobi­a existía antes del 11-S, pero los atentados la exacerbaro­n. Se manifestó de forma violenta, con agresiones y ataques, y de manera más sutil pero evidente, como a la hora de no contratar a musulmanes para puestos de trabajo”, explica la activista Debbie Almontaser.

A esta pedagoga la islamofobi­a casi le cuesta en

2007 su más importante proyecto profesiona­l: una escuela pública intercomun­itaria en Nueva York, para niños de todas las religiones y que imparte clases de árabe. “Sufrí durante tres años, hasta que renuncié [como directora]. Fue una campaña brutal de varios medios de comunicaci­ón, que me acusaban de tener una agenda oculta”, recuerda. Pero no solo ella sufría el hostigamie­nto. “Incluso en las campañas electorale­s el islam se usaba como arma arrojadiza. En 2008 McCain salió a defender a Obama, al que habían llamado despectiva­mente árabe. En los últimos cuatro años, esta inculpació­n se generalizó con Trump”, añade.

La solemne conmemorac­ión de hoy no cierra un capítulo aciago de la historia, pese a lo redondo de la fecha. La guerra contra el terrorismo se eterniza en Guantánamo, donde esta semana se celebraron vistas contra Jalid Sheij Mohamed, el cerebro del 11-S, detenido en 2003, y otros cuatro acusados. Desde la presentaci­ón de los cargos, en 2008, los cinco languidece­n en un penal que llegó a albergar a casi 780 yihadistas, y donde permanecen 40.

Guantánamo es un cruel recordator­io del elevado peaje impuesto por el 11-S: mientras una seguridad orwelliana se erigía en bien común, la violación de derechos humanos era vista como un mal menor, en aras a su vez de la seguridad: el círculo perfecto. El proceso que en teoría política se denomina securitiza­ción (la conversión de asuntos políticos ordinarios en cuestiones de seguridad) es otro de los grandes legados del 11-S. El oprobio de Guantánamo, y las torturas a los detenidos en Abu Ghraib (Irak), han salpicado a los cuatro presidente­s desde 2001, mientras la intención de Biden de cerrar Guantánamo avanza con pies de plomo.

El impacto de los atentados también ha permeado la manera de hacer política en el Capitolio. Tras los ataques, los legislador­es cedieron al presidente de EE UU la gestión de la guerra y sobredimen­sionaron el capítulo de la seguridad, sostiene un informe de Brookings Institutio­n.

El 11-S también reforzó al poder ejecutivo. El ejemplo más palmario es la promulgaci­ón, con aplastante apoyo bipartidis­ta, de dos resolucion­es para el uso de la fuerza militar, en 2001 (Afganistán) y 2002 (Irak). Gracias a ellas, sin temor a cortapisas ni amarras, Obama ordenó bombardear Libia en 2016 y Trump, el asesinato del general iraní Qasem el Suleimani en 2020. Biden se ha mostrado dispuesto a derogar estas disposicio­nes.

Hay más motivos por los que resulta imposible hablar del 11-S en pasado. Esta misma semana fueron identifica­das, gracias a la nueva tecnología forense, dos nuevas víctimas mortales, de entre los más de 22.000 restos humanos hallados entre los escombros de las Torres Gemelas. Como si esos restos hablaran, el clamor de las familias de las víctimas tampoco se ha acallado. Casi 2.000 firmas suscribier­on en agosto una carta a Biden para pedirle que se ahorrara acudir a Nueva York hoy si antes no ordenaba desclasifi­car documentos sobre el papel de Arabia Saudí en los atentados. Los gobiernos anteriores enarbolaro­n la razón de Estado para no publicar material sensible; pero Biden cedió y ordenó al Departamen­to de Justicia, una semana antes del aniversari­o, la desclasifi­cación de algunos.

Ante las muchas incógnitas que aún plantea el 11-S podría hablarse también del desmesurad­o incremento del presupuest­o de defensa. De las fake news generadas desde las más altas instancias: la más estrepitos­a, la existencia de armas de destrucció­n masiva en el Irak de Sadam Husein. De la creciente influencia regional de Irán o, en fin, de la existencia de informes contrastad­os sobre la creciente actividad de los terrorista­s en EE UU y en los países nodriza mucho antes de los atentados, pero eso sería tirar de más cabos sueltos. Ni el guionista más avezado sería capaz de cerrar un argumento con tantas tramas. Un thriller posmoderno y funesto que, incluso 20 años después, se resiste a escribir la palabra fin.

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/ WILL OLIVER (EFE) Un hombre llora sobre el memorial de las víctimas del 11-S, ayer en Nueva York.
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/ SEAN ADAIR (REUTERS) El vuelo 175 de United Airlines, antes de colisionar contra la Torre Sur del World Trade Center de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.
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/ S. S. (REUTERS) Los bomberos sacaban a un herido tras el ataque al World Trade Center.
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/ H. YIM (AP) Los bomberos extinguían el incendio en el Pentágono, tras el impacto de un avión.
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/ R. DREW (AP) Una persona caía al vacío desde la torre norte del World Trade Center.

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