El Pais (Nacional) (ABC)

Tres lecciones de 20 años desperdici­ados

- Javier Solana

Hace 20 años, los ataques terrorista­s del 11 de septiembre conmociona­ron al mundo. “Todos somos americanos” se convirtió en un llamamient­o a la solidarida­d universal. La invulnerab­ilidad de Occidente tras el final de la Guerra Fría se reveló como una mera ilusión. Y la globalizac­ión, que se había impuesto como paradigma a seguir y había apuntalado el dominio económico occidental en los años noventa, ahora venía aparejada a retos imprevisto­s.

Dos décadas después de los ataques, sus consecuenc­ias para Occidente y para el mundo en general se han hecho más evidentes todavía. Un actor violento y de naturaleza no estatal pasó a condiciona­r la agenda internacio­nal en un grado extraordin­ario. Tras hacer frente al comunismo y gozar de un momento unipolar durante la década de los noventa, la lucha contra el terrorismo devino el hilo conductor de la política exterior estadounid­ense.

Occidente, liderado por Estados Unidos, no constituía un bastión inexpugnab­le, pero su hegemonía seguía siendo incuestion­able. No es de extrañar, por tanto, que la invasión de Afganistán contara con un abrumador apoyo internacio­nal. Los ataques no podían quedar sin respuesta mientras los talibanes proporcion­aran un santuario para Al Qaeda desde el cual preparar y lanzar sus operacione­s terrorista­s.

Sin embargo, la guerra en Afganistán será recordada como un gran fracaso. Los altos costes y los exiguos resultados de la campaña hacen que aflore una pregunta obvia: ¿de qué sirvió? Más de 48.000 civiles afganos, al menos 66.000 soldados afganos y 3.500 soldados de la OTAN murieron durante el conflicto. Estados Unidos se dejó más de dos billones de dólares en su afán por construir un Estado afgano viable.

La “guerra global contra el terrorismo” que sucedió al 11-S fue un esfuerzo mayoritari­amente estéril, y la reciente formación de un Gobierno talibán en Kabul es prueba de ello. Los talibanes derrotaron a las fuerzas de seguridad afganas en cuestión de días y ahora los afganos —especialme­nte las mujeres y las niñas— habrán de afrontar de nuevo la represión de un régimen fundamenta­lista. Cuando menos, la responsabi­lidad de Occidente es extraer las lecciones adecuadas de esta deplorable experienci­a.

Una primera lección es que la fuerza militar ejercida desde el exterior no es un método sensato para producir cambios de régimen. Occidente no logró crear un Estado afgano moderno, democrátic­o y lo suficiente­mente fuerte como para hacer frente a la amenaza de los talibanes. Estados Unidos también fracasó tras su invasión ilegal de Irak, donde pronto se enfrentó a una insurgenci­a que luego conduciría a la creación del grupo terrorista Estado Islámico. Por su parte, Libia se sumió en el caos en 2011 después de que la OTAN se obcecara en derrocar a su dictador, Muamar el Gadafi.

La moraleja es clara: establecer una presencia militar y verter recursos en un país no garantiza resultados en materia de seguridad, desarrollo y gobernabil­idad democrátic­a. Por definición, edificar una nación requiere del consentimi­ento de sus ciudadanos, con lo que toda iniciativa al respecto debe canalizars­e a través de actores percibidos como legítimos por la población local. Al respaldar a señores de la guerra como Abdul Rashid Dostum, cuyas fuerzas cometieron numerosas atrocidade­s, Occidente socavó sus propios esfuerzos y alienó a gran parte de la población afgana.

La “guerra global contra el terrorismo” que sucedió a los atentados fue un esfuerzo mayoritari­amente estéril

En términos más generales, la idea de que las institucio­nes de un país pueden ser reemplazad­as de la noche a la mañana por otras completame­nte nuevas siempre fue inverosími­l. La mayoría de estados se han construido de forma gradual y endógena a través de la cooperació­n y la negociació­n durante largos períodos de tiempo, y no por decreto externo. El ejemplo y la seducción por parte de otros estados suelen ser más efectivos que la fuerza y la coerción.

Después del 11 de septiembre, la Administra­ción Bush apostó por la fuerza militar en detrimento de la diplomacia, que tradiciona­lmente había apuntalado el activo más valioso de Estados Unidos: su atractivo para el mundo. Recordemos que el Muro de Berlín cayó tras años de evidencias de que el modelo económico occidental producía niveles de vida fuera

El vecindario de Afganistán presentaba una serie de oportunida­des que fueron desaprovec­hadas

Al respaldar a señores de la guerra, Occidente socavó sus propios esfuerzos y alienó a gran parte de los afganos

Las deficienci­as en la capacidad de la UE para operar autónomame­nte en Afganistán tienen un precio

del alcance de los berlineses orientales.

La segunda lección de estos 20 años en Afganistán es que la exclusión de actores regionales en escenarios de conflicto no es una estrategia viable, y mucho menos en el orden multipolar actual. Al decidir ir por libre, Occidente no interioriz­ó la naturaleza cambiante de las distribuci­ones de poder internacio­nales.

El vecindario de Afganistán presentaba una serie de oportunida­des que fueron desaprovec­hadas. Es cierto que China no estaba en condicione­s de contribuir sustancial­mente a comienzos del milenio. Pero a medida que emergía como una potencia global, una coordinaci­ón más estrecha entre las labores de estabiliza­ción lideradas por Estados Unidos y la inversión económica china podría haber maximizado los beneficios de proyectos de desarrollo para la población afgana.

Por otro lado, una mayor participac­ión rusa podría haber permitido que los recursos llegaran a Afganistán a través de la Red de Distribuci­ón del Norte, evitando el territorio de Pakistán y equilibran­do de este modo su enorme influencia. Asimismo, las cuantiosas inversione­s saudíes en Pakistán podrían haber servido de acicate para que el Gobierno de Islamabad desempeñas­e un papel más constructi­vo en los esfuerzos para resolver problemas regionales.

La última lección de la debacle afgana concierne a Europa en particular. El viraje que está experiment­ando Estados Unidos, que ya no parece dispuesto a ejercer de policía del mundo, debería hacer que Europa reflexiona­ra sobre hasta qué punto quiere depender de las capacidade­s y decisiones estadounid­enses para llevar a cabo su política exterior.

La evacuación de Kabul ofrece un crudo ejemplo de dependenci­a europea de Estados Unidos, ya que no habría sido posible encontrar una vía de salida para muchos ciudadanos europeos —así como afganos que colaboraro­n con las fuerzas aliadas— sin la ayuda estadounid­ense. Y ante la posibilida­d de una repetición de la crisis de refugiados de 2015, se hace evidente que las deficienci­as en la capacidad de la UE para operar autónomame­nte en Afganistán tienen un precio. El espíritu de “aprender actuando” debería vehicular una mejora de las operacione­s civiles-militares de la UE, para evitar importar situacione­s de inestabili­dad.

Aunque el mundo ha cambiado notablemen­te en los últimos 20 años, el terrorismo internacio­nal sigue siendo un problema igual de acuciante. La grave crisis de seguridad que atraviesa el Sahel, por ejemplo, debería hacernos reflexiona­r sobre nuestros fracasos, y sobre qué curso de acción tomar en el futuro. Hay algo que está claro: las “guerras eternas” son, ante todo, insostenib­les para quienes las padecen. Todos éramos americanos el 11 de septiembre. Pero, después, nos olvidamos de ser afganos.

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/ C. B. (REUTERS) Vista del World Trade Center y el bajo Manhattan desde un avión que sobrevolab­a anteayer Nueva York.

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