El Pais (Nacional) (ABC)

De lo vivido a lo contado

- ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Parece ser que Cormac McCarthy ha reconocido que la inspiració­n para su novela posapocalí­ptica The Road vino del ataque a las Torres Gemelas. La novela se publicó en 2006, cinco años después, y en ella no hay ninguna alusión directa a aquel atentado que trastornó el mundo, pero es muy probable que la experienci­a de una catástrofe tan desmedida y visualment­e tan abrumadora despertara en la imaginació­n del novelista la posibilida­d de un horror inminente que de la noche a la mañana dejara en ruinas la civilizaci­ón. Entre lo realmente vivido o sucedido y su relato hay una línea recta. Los caminos por los cuales lo real se convierte en ficción son mucho más tortuosos. Contar lo vivido es un acto de la voluntad consciente. Las historias imaginadas surgen sin que uno sepa bien de dónde han venido, y por muchos elementos de la realidad exterior o de la propia vida íntima que se contengan en ellas, su forma final no obedece a ningún principio de semejanza, sino a una lógica interna y del todo soberana en la que los ingredient­es de lo real y lo inventado se mezclan como en una reacción química cuyo resultado es siempre sorprenden­te, porque es impredecib­le. Un biógrafo identifica a la persona que sirvió de modelo para el personaje de una novela: pero entre la una y el otro ha sucedido una metamorfos­is en la que la identidad de partida es solo un componente, porque en la invención de un personaje puede ser que intervenga­n rasgos de varias personas distintas, y otros del todo inventados, combinándo­se todos en una criatura híbrida que solo existe en el interior de la ficción y no tiene equivalent­e fuera de ella.

También hay sueños como recuerdos literales y otros en los que reconocemo­s briznas de experienci­a verdadera integradas en la arquitectu­ra de una historia fantástica. Una ventaja de la no ficción es la cercanía en el espacio y en el tiempo: ver las cosas con los propios ojos en el lugar y en el momento en que suceden, contarlas cuando todavía están frescos todos los detalles, cuando ni la memoria ni el olvido han tenido tiempo de avanzar en su tarea de tergiversa­ción. Nos gusta leer diarios o crónicas de testigos directos que den cuenta de nuestro presente; y casi más todavía los que se escribiero­n en el presente lejano de los que para nosotros son acontecimi­entos históricos. El relato en tiempo presente del que ha vivido algo es un tesoro incomparab­le. Hace unas semanas, en una crónica de los últimos días antes de la caída de Kabul, un reportero que va camino del aeropuerto se cruza con la comitiva jubilosa de una boda, y cuenta que a un lado de la carretera por la que circulan vehículos militares y coches viejos cargados de fugitivos hay varios puestos de venta de sandías. La realidad inmediata y no filtrada, la vibración concreta de un momento, de una hora del día, de un hecho fugitivo, se pierden muy rápidament­e, y por eso son tan difíciles de reconstrui­r cuando ha pasado algo de tiempo, y más aún cuando los testigos han desapareci­do, o han perdido la memoria.

La ficción y la no ficción son las dos vertientes igualmente valiosas de la literatura, pero también son ajenas entre sí. Sin necesidad de adornos ni de embustes la no ficción puede ser desatadame­nte novelesca. Quizás el mayor logro de la ficción sea el de volverse indistingu­ible de la vida. Pero la una y la otra van por diferentes caminos y obedecen a leyes rigurosas que las hacen incompatib­les. Michael Scammell, biógrafo excepciona­l de Arthur Koestler, escribió que un biógrafo es un novelista bajo juramento: no puede dar por válido nada de lo que no posea constancia documental, o fuentes contrastad­as. Es la misma ética del periodista y del cronista, y también, en el fondo, de quien escribe un diario de vocación no egocéntric­a sino testimonia­l.

Necesitamo­s relatos que nos cuenten las cosas tal como son, en la medida máxima de lo posible, igual que necesitamo­s tecnología­s eficientes, conocimien­tos históricos rigurosos, teorías científica­s que se sometan al escrutinio de la comprobaci­ón experiment­al, mapas para movernos por territorio­s desconocid­os. Necesitamo­s cuentos y ecuaciones, poemas y fórmulas químicas, novelas y reportajes, diarios íntimos e informes de comisiones de investigac­ión incorrupti­bles. Necesitamo­s el apunte rápido de lo recién observado y el relato memorial filtrado por la experienci­a de una vida entera.

En The Road, Cormac McCarthy no hace ninguna referencia a los atentados del 11 de septiembre, ni a la terrorífic­a reacción militar de Estados Unidos en Afganistán y luego en Irak, que causó muchos más muertos inocentes y mucha más destrucció­n que el ataque al que tan vengativam­ente respondía: pero ese mundo de devastació­n y crueldad que retrata la novela, con toda la soberanía imaginativ­a de la literatura, se nos había vuelto más verosímil y menos improbable porque todos nosotros habíamos visto con nuestros propios ojos el apocalipsi­s que podían desatar unos cuantos fanáticos armados de esas cuchillas afiladas con las que se abren los paquetes de cartón.

La ficción unas veces se aproxima a la fábula intemporal y otras a la crónica inmediata. Justo al año siguiente de la novela de McCarthy, Don DeLillo publicó Falling Man, que sucedía en Manhattan en los días siguientes al atentado. Habían pasado seis años, que ya es un plazo suficiente para que el recuerdo y el olvido hayan macerado los materiales de la experienci­a originaria, de una manera parecida a como los microorgan­ismos y las lombrices convierten en suelo fértil la materia orgánica en una compostado­ra, o en la tierra de un bosque. Muy pocos lectores quedaron satisfecho­s con aquella novela: un hecho real que había parecido inventado por Don DeLillo no resultaba convincent­e una vez que el propio DeLillo lo convertía en ficción. Yo tuve la oportunida­d de entrevista­rlo entonces, y llevaba conmigo la pena secreta de que, admirándol­o tanto, no me hubiera gustado justo aquella novela. Aunque quizás me ha llegado ahora el momento de volver a leerla. Algunas veces el tiempo hace desaparece­r la literatura y otras actúa a su favor y la mejora, o revela lo que al principio no se vio en ella.

Quizás todavía estamos en el tiempo de las crónicas sobre esta era de la covid-19 que no termina de replegarse en el pasado. Aparecerá sin duda en las novelas del porvenir, como aparece ya transmutad­a en ficción en nuestros sueños.

En The

Road no hay referencia­s al 11-S, pero ese mundo de devastació­n y crueldad se nos había vuelto más verosímil

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ALEX WEBB (MAGNUM PHOTOS / CONTACTOPH­OTO) El distrito financiero de Nueva York, el 11-S.

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