EE UU honra a los 3.000 muertos del 11-S
El recuerdo de las víctimas preside los actos del vigésimo aniversario de los ataques, marcado por la retirada de Afganistán y la vuelta al poder de los talibanes
Cediendo todo el protagonismo al recuerdo de las víctimas y a la emoción de sus familiares, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, rindió ayer homenaje a los casi 3.000 muertos de los atentados que el 11 de septiembre de 2001 perpetró en EE UU la organización terrorista Al Qaeda. Lo hizo con sendas visitas a los lugares que los yihadistas convirtieron en diana: la zona cero de Nueva York, donde se alzaban las Torres Gemelas contra las que impactaron los dos primeros aviones; el Memorial Nacional de Shanksville (Pensilvania), el paraje al que el pasaje del vuelo 93 logró desviar el cuarto aparato, y, finalmente, el Pentágono, en Arlington (Virginia), donde se reunió con la vicepresidenta, Kamala Harris.
A la primera ceremonia del día, en el Memorial de la zona cero, asistieron también los expresidentes Bill Clinton y Barack Obama, entre un nutrido grupo de autoridades, todos ellos en un voluntario segundo plano. En un aniversario tan señalado —aún más subrayado por la convulsa retirada de EE UU de Afganistán, hace unos días—, no hubo lugar para el lucimiento político, ni siquiera para demostraciones de patriotismo exaltado: solo honor, dignidad, duelo y memoria.
Tras el desfile de una representación de los equipos de rescate y la interpretación del himno nacional por un coro de jóvenes, el tañido de una campana dio las 8.46, la hora a la que se estrelló el primer avión contra la Torre Norte
del World Trade Center, el primer momento de silencio y recogimiento de la jornada. A continuación, tomó la palabra Mike Low, padre de Sara, azafata de ese vuelo, el número 11. “En el primer aniversario, al que acudimos su madre y yo, este era un lugar de oscuridad; hoy es un apacible lugar de la memoria”, dijo. A continuación, tandas de familiares de las víctimas empezaron a leer los nombres de todas ellas, por orden alfabético y, a menudo, entre sollozos. “Veinte años que hemos vivido como una eternidad”, señaló una de las participantes en el recitado.
A las 9.03, otro tañido recordó el impacto del segundo avión asesino, contra la Torre Sur. Un encorbatado Bruce Springsteen, de luto riguroso, interpretó a la guitarra I’ll See You In My Dreams. Tímidos aplausos, de apurada cortesía, celebraron su sobria actuación. Ni vítores ni silbidos; solo emoción contenida.
Biden y sus acompañantes abandonaron el lugar poco después de las 9.37, cuando el tercer tañido de campana recordó el impacto del tercer avión contra el Pentágono, y mientras en el Memorial proseguía la lectura del nombre de las víctimas, que se prolongó durante varias horas.
La comitiva presidencial se dirigió al Memorial de Pensilvania, al que también asistieron el expresidente George W. Bush —en ejercicio en 2001— y su esposa, Laura Bush. Bush pronunció un breve discurso sobre “el día que cambió nuestras vidas para siempre” y las consecuencias que tuvo para el país. Habló en tono muy medido, sobre los sentimientos colectivos y la grandeza de EE UU, criticando el paroxismo de algunos mientras equiparaba “la naturaleza infame” del terrorismo exterior y el doméstico.
Parecía un mensaje dirigido al único exmandatario que no participó en ninguno de los actos de homenaje, Donald Trump. El republicano colgó ayer un vídeo en internet prometiendo una “América grande de nuevo” y rubricó su breve mensaje con un ataque a Joe Biden, al que acusó de “incompetencia”, y a su Administración, de inepta, por la “triste” forma de la retirada de Afganistán. Fue precisamente Trump el que forzó la salida de las tropas de EE UU por su acuerdo con los talibanes en 2020. A diferencia de Biden en Nueva York, Harris sí intervino en Shanksville, con una breve alocución.
En una mañana fresca, con un sol tan radiante como el que lucía hace 20 años antes de que los ataques oscurecieran el cielo de Nueva York, Biden llegó al Memorial del 11-S con la primera dama, Jill Biden, pasadas las 8.30, después de que una procesión de familiares y supervivientes —la mayoría,
No hubo lugar al lucimiento político; solo honor, duelo, dignidad y memoria
Trump declinó participar y, en su lugar, arremetió contra Biden
miembros de los equipos de rescate, en uniforme— accediera al recinto, entre un mar de fotografías de las victimas enarboladas como pendones. En paralelo a la ceremonia de Nueva York, se desarrollaron las del Pentágono y Pensilvania.
Respetuoso con el recogimiento de los seres queridos y con el recuerdo aún muy fresco de Afganistán, Biden declinó pronunciar discursos en sus comparecencias, según ya había anunciado la víspera la Casa Blanca. Mediante un vídeo colgado en Twitter, dirigió un breve mensaje a la nación apelando a la unidad y a superar el miedo: “Para mí, la lección principal del 11 de septiembre es que, cuando somos más vulnerables, en el tira y afloja que supone todo aquello que nos hace humanos, en la batalla por el alma de Estados Unidos, la unidad es nuestra mayor fortaleza”.
Poco antes había ordenado que la bandera ondease a media asta en los edificios oficiales y pedido a sus compatriotas que participasen en las ceremonias conmemorativas de sus respectivas comunidades. El mandatario quiso soslayar también la polémica protagonizada por un grupo de 1.800 familiares y amigos de víctimas, que habían repudiado su presencia y exigido una mayor transparencia en los resultados de una investigación sobre la conexión saudí del 11-S.
A la habitual solemnidad de este tipo de conmemoraciones se añadía esta vez otra dimensión de peso: la retirada de las tropas de EE UU de Afganistán tras 20 años de guerra. El último episodio del rosario de consecuencias que desencadenó el 11-S se tiñó de duelo por la muerte de 13 militares en Kabul a consecuencia de un atentado suicida, pocos días antes del fin de la misión. El caos que rodeó la evacuación fue un flanco abierto para Biden, por las críticas de la oposición y, también, de numerosos correligionarios demócratas. Pero en el casi invisible perfil que el demócrata adoptó ayer en la conmemoración de la tragedia de 2001 parecía pesar más el respeto y la honra debidos a los muertos que cualquier cálculo político.
Un impresionante dispositivo policial rodeaba las inmediaciones de la zona cero de Manhattan. Miles de agentes, unidades especiales de detección de explosivos y perros rastreadores eran bien visibles varias manzanas a la redonda desde la víspera. Alrededor de los dos estanques que flanquean el museo, curiosos y delegaciones oficiales, desde representantes del cuerpo diplomático a asociaciones de pilotos, depositaban coronas en recuerdo de los muertos. Durante la ceremonia, punteando la lectura de los nombres, solo era perceptible el rumor del agua de los estanques y, como en sordina, un delicado acompañamiento musical: acordes de violonchelo, breves dúos de piano y violín o la discreta actuación del Boss. Un ejercicio de sobriedad y emoción contenida para recordar una herida que aún supura.