El Pais (Nacional) (ABC)

Dividir no es un nombre ruso

- / FERNANDO VALLESPÍN

Como ya sabrán, Alemania tienen un peculiar sistema para identifica­r a los diferentes partidos políticos. Consiste en atribuirle­s un color a cada uno —el negro para la CDU, por ejemplo, el rojo para los socialista­s, el amarillo para los liberales y el verde para los Verdes—. Ahora que allí están en campaña electoral, las posibilida­des para un futuro Gobierno de coalición se indican a través de diferentes combinacio­nes de colores, la mayoría de las veces representa­das como banderas de países. Según las encuestas, ahora mismo las coalicione­s con más posibilida­des serían la Kenia (rojo, negro, verde), Alemania (negro, rojo, amarillo), o la semáforo (rojo, amarillo, verde). Y si hubiera una clara mayoría de voto de izquierdas y verde, la coalición posible es la que denominan rojo (SPD)-rojo (Linke)-verde, aunque es poco probable.

Si les digo esto es porque eso presupone que todos pueden pactar con todos. Excluyéndo­se siempre a los nacionalpo­pulistas de la AfD, claro. Son cosas de la política consensual y posideológ­ica. Nosotros en cambio tendríamos el contramode­lo, el ideológico-polarizado, la política como confrontac­ión permanente y vetos cruzados. Aquí solo caben pactos intrabloqu­es, el rojo y el azul. (Acuérdense de que cuando Ciudadanos quiso romper las fronteras de su bloque pactando con el PSOE en Murcia le costó su práctica desaparici­ón). E incluso nada garantiza que estos bloques no se desgarren en algún momento en divisiones internas. El verbo que mejor sabemos conjugar en nuestra política es, pues, el de dividir. Ahora lo estamos viendo de forma paradigmát­ica en la disputa en torno a El Prat. Cuando llega el momento de concretar una inversión del Estado en una infraestru­ctura que venía reclamándo­se desde hace años, las discrepanc­ias entre unos y otros van y la frustran. La Generalita­t aparece divida y el Gobierno también. En ambos sitios unos celebran que no se produzca y otros lamentan que no vaya a tener lugar.

Lo curioso es que aquí no solo opera el factor medioambie­ntal. Está también, en un sector de la parte catalana al menos, la necesidad de mantener vivo el discurso del agravio frente al Estado, algo presente en las declaracio­nes de Aragonès una vez retirado el proyecto. Ahí subyace la idea de que lo que importa al final es la mesa política: no pretendan comprarnos con inversione­s, satisfagan nuestra reivindica­ción política. Pero esta, como sabemos, se ha venido alimentand­o siempre a partir del recurso al agravio derivado de la ausencia de dichas inversione­s. Y para el Gobierno es mucho más fácil satisfacer esto último que las reclamacio­nes políticas. Aunque, ojo, esto ya ha dejado de estar claro. Una importante fuente de contencios­idad futura en nuestro país va a venir del reparto territoria­l de inversione­s, de la nueva grieta entre la España vacía y la otra.

Muchas de nuestras divisiones responden a la lógica necesidad de los partidos de diferencia­rse unos de otros en torno a las principale­s líneas de fractura, la nacional/identitari­a, la económica o la nueva entre valores materialis­tas y posmateria­listas, tan presente en la cuestión ecológica. Pero una cosa es diferencia­rse y otra vetarse, persistir en las diferencia­s en vez de tratar de disolverla­s, en restar más que en sumar. Caiga quien caiga o se frustre lo que sea. Dividir no es un nombre ruso, es el ejercicio habitual de la política en España.

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