El verdadero milagro se llama Herbert Blomstedt
La dirección de orquesta no es profesión para jóvenes. Es un oficio que se aprende fundamentalmente sobre el podio,- acumulando experiencia concierto tras concierto, ahondando en la compleja psicología de un colectivo humano difícil como pocos, descubriendo ángulos nuevos en partituras estudiadas e interpretadas decenas de veces, buscando nuevos modos de resolver la ecuación entre el fin y los medios, o profundizando en los misterios de la interpretación musical. En ello lleva Herbert Blomstedt, de padres suecos pero nacido en Estados Unidos en 1927, desde hace al menos siete décadas y, según confesión propia, sigue aprendiendo. Ha sido director titular de grandes orquestas: Oslo, Radio Danesa y Radio Sueca, Gewandhaus, Staatskapelle de Dresde, San Francisco. Ahora no tiene vínculo permanente con ninguna, pero es requerido por las mejores, que se disputan el privilegio de poder beneficiarse de la sabiduría de este hombre afable al que parecen cuadrarle como a pocos los versos de Machado y que, “más que un hombre al uso que sabe su doctrina”, tiene todos los visos de ser “en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Profundamente religioso (de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, de la que su padre era pastor), vegetariano, sinceramente modesto y humilde en una profesión pródiga en egos desaforados e incontrolables, Blomstedt escapa por completo al retrato robot del director de orquesta al uso, casi por definición autoritario, cuando no déspota, pagado de sí mismo y encandilado con las ocurrencias propias. De sus labios salen, en cambio, frases de un cariz muy diferente, como las que dejó aquí el año pasado cuando, por primera vez en su carrera, se puso al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna: “Un director no es más que un oyente”; “Cuanto mayor soy, más fascinantes me parecen los seres humanos de la orquesta. No considero a los músicos como un medio para conseguir un fin, sino que me atrae observarlos y comprenderlos como seres humanos. Habría que tratarlos un poco como ángeles. Son mensajeros de algo divino”; “Dudar de uno mismo es bueno y esas dudas me acompañan siempre. En el arte, un exceso de seguridad resulta mortal”.
El rostro de Blomstedt, cuando empezó a dirigir la Cuarta Sinfonía de Bruckner el pasado viernes en el KKL de Lucerna, era la viva imagen de la felicidad, del éxtasis físico y espiritual, del deslumbramiento provocado por los sonidos que eran capaces de crear los seres humanos —o angélicos— que tenía a su alrededor siguiendo fielmente sus sugerencias, ya que no instrucciones. Si su rostro irradia bondad, sus manos parecen pedir todo por favor. Aunque no lo haya declarado explícitamente, es seguro que el director sueco piensa que los instrumentistas de la Filarmónica de Viena saben más de su conciudadano Bruckner, y de cómo interpretarlo y entenderlo, que él mismo. Quizá por ello es fácil percibir una constante interacción entre ambos, una reacción biunívoca ante lo que hacen uno y otra en la que las dos partes aportan, reciben y se benefician por igual.
Blomstedt, que conserva su físico espigado y su porte aristocrático, llega al podio a paso ligero, con asombrosa agilidad y determinación, y durante la hora larga que dura la Cuarta de Bruckner dirige de pie, de memoria y, como acostumbra desde hace algunos años, sin batuta. En su atril, como una presencia meramente simbólica, se halla depositada una partitura de bolsillo de la obra, que ni siquiera llega a abrir. Desde que los apenas audibles trémolos iniciales de la cuerda inician “el desvelamiento de un ámbito oculto”, que es como Edward Lippman definió esta manera tan característica de Bruckner de comenzar a erigir sus edificios sinfónicos, Blomstedt empieza a dar forma a ese mundo inequívocamente romántico (el adjetivo lo puso, por una vez, el propio compositor) sin aspavientos, concentrando la actividad en el brazo derecho, que marca y gradúa a la vez, y reservando el izquierdo para aquilatar o corregir en momentos muy puntuales. Crea espacios y sus músicos los habitan.
Si sus gestos habían sido espartanos en Bruckner, en la Séptima de Schubert y la Cuarta de Brahms se volvieron aún más concisos, más esenciales, primero para exponer el drama larvado de una obra en la que Schubert empieza a asomarse a los precipicios que frecuentaría cada vez más en sus últimos años. La música suena quejumbrosa, pero no desesperada, con la tensión acumulada y mantenida en la medida justa en cada nueva punzada de dolor hasta llegar al desnudo desenlace de los cuatro acordes finales, cuya intensidad y duración se gradúan minuciosamente desde el podio. Pero fue en Brahms donde la simbiosis entre Blomstedt y los instrumentistas alcanzó el punto más alto de ambos conciertos. La obra es un claro ejemplo de música otoñal, casi de despedida, que se cierra con el gesto nostálgico de mirar al pasado y buscar en él inspiración con esa passacaglia que homenajea indisimuladamente a Bach, idolatrado por igual por Brahms y por el director sueco. Está claro que Blomstedt se identifica claramente con esta música, con su aire de adiós encubierto, con su naturaleza mixta, a la par moderna y arcaizante, con su melodismo sencillo pero llamado a dejar un poso indeleble, con su mensaje cifrado de fin de una época.
En su última salida a escena, Blomstedt recibió, además del aplauso cerrado de las afortunadas mil personas que asistieron el concierto en el KKL (la normativa suiza actual no permite más), el de los propios músicos, que patalearon unánimemente el suelo para mostrar su admiración por un hombre al que miran embelesados. Él lo agradeció con su humildad de siempre y, a pesar del entusiasmo reinante, en el escenario y fuera de él, nadie parecía más feliz que él mismo, que no dejaba entrever ningún signo aparente de fatiga. Tiene 94 años. Ayer, como prescribe la fe que profesa, no trabajó. Pero hoy volverá a ponerse al frente de la Filarmónica de Viena en el Rudolfinum de Praga. Herbert Blomstedt, un corredor de fondo, no fue un niño prodigio, pero al final de su vida se ha convertido, sin duda, en un anciano prodigioso.
El director, que no fue un niño prodigio, es a sus 94 años de edad un anciano prodigioso
Fue con Brahms donde la simbiosis con los instrumentistas alcanzó el punto más alto