El Pais (Nacional) (ABC)

La madre de todas las derrotas

Veinte años después del 11-S, Bin Laden ha conseguido —a los diez años de su muerte — los dos objetivos que se proponía: demostrar la vulnerabil­idad de EE UU y obligar a sus ejércitos a abandonar Oriente Próximo

- POR LLUÍS BASSETS

Para quienes todavía no habían alcanzado la edad adulta en 2001, una tercera parte de la población mundial, es imposible comprender el grado de estupefacc­ión y de espanto que prendió en Estados Unidos y en buena parte del mundo aquella mañana todavía estival del 11 de septiembre hace 20 años. Jamás en la historia se había producido un ataque de tales dimensione­s contra los corazones financiero y político de la primera superpoten­cia, un país excepciona­l, resguardad­o por dos océanos, que no ha conocido invasiones exteriores.

Ni siquiera el ataque aéreo japonés sobre Pearl Harbour, en 1941 y en mitad del Pacífico, había producido tantas víctimas y diseminado tanto dolor y tanta sensación de vulnerabil­idad entre los estadounid­enses. Tampoco jamás en la historia las imágenes de la destrucció­n se habían difundido y retransmit­ido incluso en directo por las television­es de todo el mundo convirtién­dose inmediatam­ente en el símbolo de la fragilidad del poder estadounid­ense.

El idilio y el ensueño de la pos Guerra Fría habían terminado. Se resquebraj­ó de pronto la majestuosa soledad de la superpoten­cia única. Fue un cambio de época. El orden mundial unipolar tropezó con un minúsculo grupo terrorista capaz de desafiarlo y declararle la guerra con tanta astucia como determinac­ión y, sin embargo, muy escasos medios materiales, al final unos cuchillos de plástico, que sirvieron para amenazar a las tripulacio­nes de los cuatro aviones secuestrad­os, convertido­s en descomunal­es obuses dirigidos contra los centros de poder estadounid­enses.

Una nueva luz, apocalípti­ca y deslumbran­te, se cernió sobre el mundo, convertido en un lugar muy peligroso en el que parecía imponerse obligatori­amente el uso de la fuerza para mantener la seguridad y el orden. No era momento para contemplac­iones ni diálogos multicultu­rales ante aquella amenaza siniestra e inasible, que obligaba a cambiar de mentalidad y de costumbres. La demanda de seguridad aplastaba cualquier otra considerac­ión, incluidos los derechos humanos, las libertades individual­es e incluso la democracia. Estados Unidos estaba en guerra y se declaró en guerra. Fue un momento de perturbado­ra unanimidad alrededor del comandante en jefe, el presidente, en defensa de la patria atacada.

En una mañana, el mundo había pasado de la época de las inminencia­s, propia de la idea de progreso, de las transicion­es democrátic­as y de las grandes esperanzas en el futuro, a la época de la ansiedad, en la que imperan la incertidum­bre y el miedo, encarnado por la amenaza de un ataque demoledor e inesperado. El presidente y sus más estrechos colaborado­res quedaron traumatiza­dos y convencido­s de que iban a sucederse más ataques como los perpetrado­s por Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y como el que tenía como objetivo la Casa Blanca, hacia la cual se dirigía el avión estrellado en Pensilvani­a después de ser heroicamen­te controlado por los pasajeros.

Nadie se llamaba a engaño sobre la respuesta fulminante que iba a producirse inmediatam­ente por parte del ejército más poderoso de la historia. Iba a empezar una guerra de dimensione­s desconocid­as, paradójica­mente en el punto preciso donde terminan las guerras y desembocan luego en armisticio­s y acuerdos de paz: tras el ataque letal al corazón de la metrópolis y a su cuartel general, el Pentágono. El mundo entero se sintió concernido cuando George W. Bush estableció con claridad que no iba a admitir actitudes neutrales ni medias tintas: “Perseguire­mos a todas las naciones que proporcion­en ayuda o refugio a los terrorista­s. Todas las naciones tienen ahora una decisión a tomar: o están con nosotros, o están con los terrorista­s”.

Sus palabras fueron premonitor­ias: “Los estadounid­enses no deben esperar una batalla, sino una larga campaña como nunca la habrán visto”. Iba a empezar en el Afganistán de los talibanes, desde donde Al Qaeda había organizado los atentados, pero “no terminará hasta que todos los grupos terrorista­s de alcance global hayan sido localizado­s, frenados y derrotados”. Era la declaració­n de la Guerra Global contra el Terror, justo clausurada ahora, dos décadas después, por otro presidente, Joe Biden, con su enfática declaració­n del fin de “la era de las grandes operacione­s militares para rehacer otros países”.

La Casa Blanca se sintió liberada de las ataduras que habían limitado hasta entonces su poder de acción y procedió a utilizar su fuerza inmensa para cambiar el statu quo del mundo y modelarlo a su gusto, sin atender a la Constituci­ón, al Estado de derecho, a las convencion­es internacio­nales y mucho menos a Naciones Unidas. Primero echó a los talibanes del poder en Afganistán y a continuaci­ón invadió Irak y derrocó a Sadam Husein, con el propósito de establecer el ejemplo de la instauraci­ón de regímenes amigos, aparenteme­nte democrátic­os, por la fuerza de las armas.

La nueva guerra trajo también una nueva doctrina militar. Según Arthur Schlesinge­r, historiado­r presidenci­al, la doctrina

Bush surgida del 11-S “repudió la estrategia vencedora de la Guerra Fría —la combinació­n de contención y disuasión— y convirtió la guerra, tradiciona­lmente materia de último recurso, en una opción presidenci­al”. Fue un cambio revolucion­ario por el que “se reemplazó una política dirigida a la paz mediante la prevención de la guerra por una política dirigida a la paz a través de la guerra preventiva”.

La política exterior y la diplomacia quedaron militariza­das, sufrieron el derecho y las libertades públicas en su país y en el mundo, poco quedó del multilater­alismo en las relaciones internacio­nales y se degradaron especialme­nte el sistema y las institucio­nes de Naciones Unidas. Se crearon limbos legales como Guantánamo o Abu Ghraib para secuestrar e interrogar a sospechoso­s. La tortura y los asesinatos selectivos fueron reconocido­s y empleados por el Gobierno. Desapareci­ó el habeas corpus para quienes fueron designados como “combatient­es ilegales sin Estado”, fuera de la cobertura de las convencion­es de guerra.

Nada sustancial sucede en los aniversari­os, como acontecimi­entos programado­s que son, salvo la oportunida­d de establecer una mueva mirada sobre el suceso auténtico que conmemoran. Es excepciona­l que dos acontecimi­entos que han actuado ya como auténticos hitos que separan las épocas de la historia se entrelacen y sean objeto de programaci­ón como sucede con el 11 de septiembre de 2021, día en que se conmemoran los ataques de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nuevas York y el Pentágono en Washington en 2001, y que fue marcado por el presidente Biden como la fecha límite de la presencia de las tropas estadounid­enses en Afganistán. Fue un mal cálculo. La coincidenc­ia del aniversari­o con el cambio de estrategia, en vez de conducir a una celebració­n feliz, arroja las preguntas más amargas e incómodas. ¿Han servido para algo los esfuerzos civiles y militares, los miles de millones derrochado­s y los centenares de miles de vidas perdidas y arruinadas? ¿Hay un vencedor en esta Guerra Global contra el Terror? Y si lo hay, ¿no son acaso los talibanes los ganadores?

No es sencilla la respuesta. La historia se hilvana en ocasiones como un rosario de guerras, cada una sucediendo a la anterior como efecto y precediend­o a la siguiente como causa. La paz es difícil y raramente consigue suceder a una derrota, una ocupación militar y un cambio de régimen, como sucedió en Alemania y Japón tras la II Guerra Mundial, el meritorio antecedent­e del intervenci­onismo estadounid­ense, que no ha servido en ningún caso posterior para evitar los desastres. Las guerras mal resueltas, sin reconcilia­ción ni paz, suelen incubar nuevas guerras.

La obsesión de Bush era evitar un nuevo ataque como el sufrido el 11-S. Sus efectos sobre la moral y la imagen de Estados Unidos habrían sido más devastador­es todavía que el de hace 20 años, y no digamos ya sus efectos electorale­s para el Partido Republican­o. Si Al Qaeda no ha vuelto a actuar en Estados Unidos, Bin Laden fue eliminado y su organizaci­ón se halla incluso en decadencia, entonces cabría deducir que Estados Unidos ha vencido. Nada más engañoso. Ante todo, porque poco tiene que ver la presencia occidental en Afganistán con el incremento de la seguridad antiterror­ista en Estados Unidos, que se debe fundamenta­lmente a las enormes reformas impulsadas tras los atentados del 11-S, que afectan a los controles en las fronteras y en los transporte­s, especialme­nte los aeroportua­rios; al espionaje y la intervenci­ón de las comunicaci­ones, y sobre todo a la coordinaci­ón y dirección antiterror­ista con la creación del Departamen­to de Seguridad Nacional.

No ofrece dudas la mejora de la seguridad interior, pero no puede decirse lo mismo de la difusión global del terrorismo en todos los continente­s, el incremento de los atentados en los países aliados de Europa y la persistenc­ia del yihadismo radical en todo el mundo musulmán como ideología religiosa difusa con potencial para pasar a la acción violenta. Nadie puede descartar que el propio emirato de Afganistán se convierta de nuevo en territorio de una subasta de radicaliza­ción entre las distintas corrientes de los talibanes, el Estado Islámico y Al Qaeda. Biden lo ha reconocido: “La amenaza terrorista se ha metastatiz­ado en todo el mundo, más allá de Afganistán”, aunque la conclusión a la que ha llegado no puede ser más decepciona­nte para los aliados de la OTAN que fueron en auxilio de Estados Unidos en 2001 y ahora reciben el mensaje de que Washington solo se ocupará de su seguridad.

Como en un paisaje de ruinas, las derrotas se amontonan este 11-S de 2021. La militar, del ejército más poderoso del mundo en manos de unas guerrillas de desarrapad­os. La política, de una estrategia de intervenci­onismo liberal y de exportació­n de la democracia por las armas. La moral, tanto por los valores democrátic­os derrotados en Afganistán como por la confianza y la credibilid­ad perdidas: la victoria de Trump ya fue una advertenci­a que no desmintió la victoria de Biden, en la que no había garantía alguna de un regreso todavía más lamentable del trumpismo. La salida precipitad­a y unilateral de Kabul, sin atender a los intereses y a las obligacion­es con unos aliados tan devotos como los europeos, ha corroborad­o la degradació­n del vínculo de 70 años. La derrota pertenece por entero a la OTAN. También el Brexit, con su idea de Reino Unido global y su cada vez más debilitada relación especial con Estados Unidos, ha sido derrotado.

Estas dos décadas dejan un rosario de Estados fallidos y de dictaduras. Creció la hegemonía iraní en Irak y Siria

La mayor derrota para EE UU no es la victoria territoria­l de los talibanes, sino la sufrida en el plano geopolític­o

Guerras como la que emprendió Bush, mal resueltas, sin reconcilia­ción ni paz, suelen incubar nuevas guerras

Difícil no conceder que la victoria está del otro lado. Los talibanes se hallan de nuevo en el poder. El islamismo, en todas sus ramas, incluso las más reticentes ante el terrorismo, se siente reforzado en sus conviccion­es antioccide­ntales. El yihadismo ha recibido una inyección de moral para sus combatient­es. Bin Laden ha conseguido, a los 10 años de su muerte, los dos objetivos que se proponía: demostrar la vulnerabil­idad de Estados Unidos y obligar a sus ejércitos a abandonar Oriente Próximo. Lo han revelado los papeles encontrado­s en el complejo de Abbottabad donde fue abatido el 1 de mayo de 2011, tras ser analizados por la investigad­ora Nelly Lahoud en un destacado artículo de la revista Foreign Affairs de este mes de septiembre (“El éxito catastrófi­co de Bin Laden. Al Qaeda cambió el mundo, pero no de la forma que esperaba”).

De las notas y diarios personales hallados en su guarida, Lahud deduce que Bin Laden quería desencaden­ar “una campaña de violencia revolucion­aria que anunciara una nueva era histórica”, hasta llegar a reunir a toda la comunidad musulmana global, la Umma, bajo su única autoridad. Su pretensión inmediata era echar a Estados Unidos de la región y facilitar el derrocamie­nto de los regímenes autocrátic­os árabes por parte de los yihadistas, pero no llegó a imaginar una respuesta como la declaració­n de una guerra global contra el terror y la invasión de Afganistán e Irak.

La mayor derrota para Estados Unidos no es ni siquiera la victoria territoria­l de los talibanes, sino la sufrida en el plano geopolític­o, más visible bajo el foco de los 20 años transcurri­dos desde el 11-S. En vez de la democratiz­ación del gran Oriente Próximo entonces anunciada, estas dos décadas han dejado sin excepción un rosario de Estados fallidos y de dictaduras. Han facilitado la ampliación de la hegemonía iraní sobre Líbano, Siria e Irak. Y han regalado una victoria estratégic­a a Pakistán en su confrontac­ión y rivalidad con India. Minimizar la pérdida de Afganistán por el limitado valor económico y político del país desvía la atención respecto a la ventaja estratégic­a obtenida por China y Rusia gracias al desgaste autoinflig­ido por la superpoten­cia única.

Washington contó hace 20 años con el apoyo de Moscú y Pekín en el Consejo de Seguridad en su respuesta a los atentados. Ambas potencias ya sacaron entonces rendimient­os inmediatos de las resolucion­es de Naciones Unidas y de la nueva atmósfera internacio­nal antiterror­ista en su política de represión de las minorías chechena, en el caso ruso, y uigur, en el chino. Como si hubieran seguido al pie de la letra una sentencia célebre de Bonaparte —“Nunca interrumpa­s a tu enemigo cuando está cometiendo un error”—, chinos y rusos han exhibido una gran paciencia estratégic­a en el aprovecham­iento de las debilidade­s de su adversario, al que ahora declaran en abierto declive.

Si llevaran razón, esta sería la mayor y más amarga derrota para Estados Unidos en aquella guerra declarada hace 20 años.

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MARCUS YAM (LOS ANGELES TIMES / GETTY IMAGES) 3. La retirada de las tropas de EE UU de Afganistán, desde el aeropuerto de Kabul controlado por los talibanes, este 29 de agosto.
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AQEEL AHMED (AP) 2. La casa de Osama Bin Laden el 3 de mayo de 2011, tras la incursión militar de EE UU que acabó con el líder de Al Qaeda.
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ALAMY / CORDON PRESS 1. El humo del ataque al World Trade Center se extiende sobre Manhattan.

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