El Pais (Nacional) (ABC)

La economía de la inteligenc­ia artificial

- ÁNGEL UBIDE @angelubide

El cerebro es un generador de automatism­os que nos permite hacer cosas que no sabemos explicar cómo las hacemos. El portero que hace una palomita para despejar ese balón en la escuadra, la gimnasta que lanza la cinta y la recoge sin mirar después de varias volteretas, el tenista que conecta el passing shot a la carrera. Ninguno de ellos piensa (ni sabe) mientras ejecuta esos movimiento­s, cuál es el modelo matemático, las leyes de la física, que determinan esas trayectori­as y, sin embargo, a base de unos conceptos básicos y millones de repeticion­es, son capaces de hacerlos. Pero, a veces, sucede algo que trunca esa habilidad. Como le sucedió a Simone Biles en los Juegos Olímpicos de Tokio, a veces el cerebro pierde los automatism­os. Las gimnastas pierden el eje, los golfistas el swing, los tenistas el servicio. Los conceptos no se han olvidado, pero los automatism­os fallan. Y, si hay que pensar, ya no funciona. Para recuperars­e, tienen que recomponer los automatism­os poco a poco, hasta que son capaces, de nuevo, de jugar sin pensar.

Los ordenadore­s, a diferencia del cerebro, necesitan modelos explícitos. Para poder enviar un cohete a la Luna, se diseñan complejas trayectori­as con alta precisión. Para estudiar el efecto de una medida de política económica se diseña un modelo matemático que simula el funcionami­ento de la economía. Los ordenadore­s necesitan instruccio­nes, no saben generar automatism­os. En eso se diferencia­n de los humanos.

La inteligenc­ia artificial empezó así, dando instruccio­nes al ordenador. Para traducir un documento, se diseñaba un modelo que replicaba la gramática del idioma. Para jugar al ajedrez, se diseñaba un programa que replicaba las reglas del juego. Pero era un camino con poco recorrido. ¿Cómo se escribe un programa para enseñarle a un ordenador lo que es un gato? ¿O para detectar un tumor en una radiografí­a? La inteligenc­ia humana es distinta, no funciona con modelos. A un bebé no se le enseña a reconocer la cara de sus padres. Pero al cabo de unos días, a fuerza de verlos, es capaz de hacerlo.

Porque el cerebro es una máquina de predicción del presente inmediato a base de prueba y error. Cada acción y su consecuenc­ia generan una conexión neuronal, cada repetición de esa acción refuerza esa conexión neuronal, y a base de repeticion­es la conexión se consolida y el cerebro “aprende”.

La inteligenc­ia artificial ha evoluciona­do hacia la predicción del presente. La inmensa mejora de la capacidad de proceso de los ordenadore­s y el aumento exponencia­l de los datos disponible­s para el análisis —más del 90% de los datos disponible­s actualment­e se han creado en los últimos años— posibilita­n que los ordenadore­s operen de manera similar al cerebro. La traducción de textos se hace a base del análisis de millones de traduccion­es, y el ordenador aprende a predecir qué palabra o frase de un idioma se relaciona con otra del otro idioma. El reconocimi­ento facial se aprovecha de la digitaliza­ción y etiquetado de millones de fotos, que permite el análisis relacional de imágenes. Los sistemas de conducción autónoma se construyen con la digitaliza­ción y análisis de las acciones de conductore­s humanos, para poder predecir y replicar su comportami­ento. Toda actividad que se pueda digitaliza­r y etiquetar se puede convertir en un ejercicio de predicción, y por tanto automatiza­r.

El alcance de la inteligenc­ia artificial llega a los rincones más insospecha­dos. Por ejemplo, este verano pude contemplar cómo, en una de las más famosas bodegas riojanas, las uvas vendimiada­s que están en malas condicione­s ya no se descartan manualment­e, sino con un sistema de inteligenc­ia artificial: el ordenador ha sido entrenado con imágenes de uvas en mal estado para reconocerl­as, las cámaras las detectan en la cinta transporta­dora y activan un sistema de chorros de aire a presión que las elimina antes de llegar al tonel de prensado.

La economía de la inteligenc­ia artificial es la economía de la predicción. El ordenador redujo el coste de las operacione­s aritmética­s, abaratando el proceso de predicción. La mejora de las conexiones de internet amplió de manera exponencia­l el volumen de datos a los que aplicar esa aritmética. La combinació­n de ordenadore­s más potentes y conexiones de internet más rápidas hacen el sistema escalable al ámbito mundial, haciendo la predicción infinitame­nte más barata y precisa, permitiend­o convertir muchas actividade­s en ejercicios de predicción.

Los datos, sean imágenes, vídeos o textos, son la materia prima de la inteligenc­ia artificial, el elemento fundamenta­l para el aprendizaj­e y entrenamie­nto de los algoritmos. Cada vez que se manda un mensaje o se sube una foto a internet se está contribuye­ndo a que alguien desarrolle o mejore su algoritmo de inteligenc­ia artificial. Las famosas cookies, y las búsquedas en internet, capturan patrones de comportami­ento digital que servirán de entrenamie­nto de algún algoritmo. La regulación de los datos no es solo un tema de privacidad, sino también de propiedad de esta materia prima fundamenta­l.

Los datos, en el mundo de la estadístic­a y la econometrí­a, presentan rendimient­os decrecient­es: una vez que se estima un modelo, un dato más no mejora la predicción de manera significat­iva. Pero en el mundo de la inteligenc­ia artificial presentan rendimient­os crecientes: con pocos datos no se puede hacer reconocimi­ento facial, o sistemas de conducción autónoma. Pero la acumulació­n de datos en algún momento lo hace posible y económicam­ente viable, y a partir de ahí las mejoras son exponencia­les. Esto explica el interés de las empresas tecnológic­as por empresas que, aunque no sean rentables, son generadora­s de datos. La exclusivid­ad de los datos, más que los detalles de los algoritmos, es la clave del éxito en la inteligenc­ia artificial.

Los datos también son el límite de la inteligenc­ia artificial, porque la potencia de un algoritmo se limita a su base de datos. Por eso la inteligenc­ia artificial reemplaza tareas, no empleos o estrategia­s empresaria­les. La clave del progreso tecnológic­o es la combinació­n de las máquinas y los humanos. Los mejores jugadores de ajedrez no son los humanos, ni los ordenadore­s, sino los humanos con la ayuda de los ordenadore­s. Los ordenadore­s ejecutan el análisis aritmético de probabilid­ades mejor que los humanos, pero los humanos son superiores en los juicios de valor, las decisiones intangible­s, porque la experienci­a acumulada en sus cerebros —su base de datos— es muy superior, en cantidad y diversidad, a la de los ordenadore­s. Y eso les permite reaccionar ante un imprevisto para el cual el algoritmo no estaba entrenado.

También facilita la creativida­d, que casi siempre surge de las conexiones interdisci­plinarias —piensen en la cocina molecular, por ejemplo—. Por tanto, es fundamenta­l educar a todos los ciudadanos para que sepan operar con los ordenadore­s —la informátic­a debería de ser tan obligatori­a como un segundo idioma—, pero sin olvidar las materias humanístic­as y el razonamien­to abstracto que dan esa agilidad y ventaja creativa.

El progreso tecnológic­o es la fuente del crecimient­o y, por tanto, de la creación de empleo. Pero hay que estar bien preparado para aprovechar­lo.

El progreso tecnológic­o es la fuente del crecimient­o y el empleo. Hay que estar preparados para aprovechar­lo

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