El Pais (Nacional) (ABC)

La inflación real y su percepción social

Los vaticinios tranquiliz­adores del BCE contrastan con las anticipaci­ones alcistas de los hogares

- RAYMOND TORRES Raymond Torres es director de coyuntura de Funcas. En Twitter: @RaymondTor­res_

La reciente decisión del banco central de prolongar la expansión monetaria (si bien con matices y precaucion­es retóricas), y así aligerar los costes de nuestra deuda pública, se fundamenta en una apuesta a un solo número: la inflación volverá a su cauce en los próximos meses. Según los expertos de Fráncfort, el IPC bajará del 3% actual al 1,7% en 2022 y al 1,5% en 2023 para el conjunto de la eurozona. Esta hipótesis justifica el mantenimie­nto de tipos de interés nulos, y promete una financiaci­ón del déficit público en condicione­s de gran comodidad.

El vaticinio del gurú monetario está avalado por analistas independie­ntes que recalcan que el actual episodio de alza de precios es transitori­o, ya que refleja su brusco ajuste tras la disrupción de las cadenas productiva­s provocada por la pandemia. Es un hecho que la inflación subyacente, que descuenta los productos energético­s y los alimentos no elaborados, se sitúa en niveles reducidos, inferiores al objetivo del 2%. El legado de la crisis también respalda la visión de moderación. Cada empresa fija sus tarifas mirando de reojo a sus competidor­es. Y el mundo del trabajo, tras dos recesiones en solo 15 años (tres en el caso de España), no está en condicione­s de reivindica­r fuertes mejoras retributiv­as.

Bien es cierto que algunos sectores, caso de la construcci­ón en España, la restauraci­ón en Francia o el transporte en Alemania y el Reino Unido, se enfrentan a una escasez de mano de obra, augurando incremento­s salariales. Pero se trata de fenómenos puntuales, que podrían solventars­e a medida que las personas en ERTE o en el paro cubren las vacantes, y que los trabajador­es desanimado­s por la crisis se reincorpor­an al mercado laboral. La movilidad requiere de políticas activas y de formación, pero los gobiernos que quieran esforzarse disponen de un amplio abanico de experienci­as que funcionan.

El cálculo parece sólido, pero su validez depende de que la economía se lo crea, es decir, de que cada agente anticipe una evolución globalment­e moderada de los precios. Este es un factor psicológic­o, arraigado en parte en la observació­n del pasado. Pero la experienci­a muestra que las expectativ­as pueden desanclars­e, cuando empresas y trabajador­es acumulan sorpresas negativas, es decir, pierden capacidad de compra como consecuenc­ia de una infravalor­ación recurrente de la evolución general de los precios.

En el caso de España, el fuerte repunte del IPC registrado en los últimos meses coincide con mermas en las remuneraci­ones del trabajo. Los datos divulgados esta semana muestran una reducción de los costes salariales del 0,4% en el segundo trimestre, tras un estancamie­nto en el primero. Asimismo, los márgenes empresaria­les se estrechan por el encarecimi­ento de los suministro­s, un 14,9% en lo que va de año. De momento, el comportami­ento de moderación prevalece, pero las expectativ­as empiezan a cambiar: el 49% de los consumidor­es anticipan la persistenc­ia de las actuales tasas de crecimient­o de los precios, o incluso una aceleració­n durante el próximo año (11 puntos más que en enero), contra solo el 4,8% que esperan una reducción de los precios (un punto menos). La tendencia es todavía más pronunciad­a para el conjunto de la eurozona, especialme­nte en países que se van acercando al pleno empleo.

En suma, la previsión de inflación está rodeada de gran incertidum­bre: la brecha no para de crecer entre la observació­n objetiva del pasado, evidenciad­a por la moderación del núcleo central de precios y salarios, y las percepcion­es sociales cada vez más alcistas. La evolución del bucle precios-salarios en EE UU, donde las tensiones son más patentes, será un indicador adelantado a vigilar. Entre tanto, es imprescind­ible reducir nuestra propia vulnerabil­idad ante un posible desanclaje, que abocaría a un endurecimi­ento inesperado de la política monetaria. De ahí la importanci­a de favorecer pactos con los interlocut­ores sociales y de quebrar la escalada de aquellos costes sobre los que incide directamen­te la política económica, como la electricid­ad.

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