El Pais (Nacional) (ABC)

La ocupación de los talibanes vacía el Panshir

La resistenci­a contra el régimen extremista se ha atrinchera­do en las montañas del último enclave conquistad­o por los milicianos fundamenta­listas

- ÁNGELES ESPINOSA, Bazarak ENVIADA ESPECIAL

Apenas hay huellas de combates en el valle del Panshir. Al menos, no hasta Bazarak, la capital provincial. En el camino hay más restos de las guerras pasadas que de la última batalla contra los talibanes. Lo peor están siendo las venganzas, según cuentan los vecinos. Pero la guerra no ha terminado. Desde el pasado lunes, cuando los fundamenta­listas anunciaron la toma de esa región rebelde, la resistenci­a se ha replegado a las montañas donde continúan las escaramuza­s. Pero las fuerzas talibanas se muestran confiadas.

Nadie presta atención a nuestro coche en el puesto de control de la Puerta de Panshir, el gran arco de ladrillo que marca la única entrada al valle. Soraya, una panshiri que me acompaña, se sorprende. “Siempre había que parar, controlaba­n tu identidad y te preguntaba­n adónde ibas y de dónde venías. Panshir era la provincia más segura de Afganistán”, recuerda. Ahora, el retrato rasgado del comandante Ahmad Shah Masud y los uniformes desarrapad­os de los milicianos dejan claro que las cosas han cambiado.

Masud fue un señor de la guerra local que destacó en la resistenci­a contra los soviéticos y luego contra el primer régimen talibán (1996-2001). Su asesinato por Al Qaeda dos días antes del 11-S lo consagró como héroe para los tayikos, que son casi un tercio de los 39 millones de afganos y la totalidad de los 170.000 habitantes del Panshir. (Los pastunes, la etnia a la que pertenece la mayoría de los talibanes, suman la mitad de la población). Ahora, es su hijo Ahmad Masud, quien lidera la última oposición armada a los fundamenta­listas, pero se desconoce su paradero.

El acceso puede estar abierto, pero apenas hay tránsito. Los pueblos que atravesamo­s parecen dormidos. Las calles están vacías y las tiendas, cerradas a cal y canto. Es una imagen inusitada en un lugar que constituye lo más parecido a un destino turístico que tiene Afganistán. El Panshir era, hasta la llegada de los talibanes a Kabul, una escapada típica de fin de semana para las familias de la capital en busca de aire limpio y temperatur­as más frescas. La carretera estaba salpicada de puestos de refrescos, merenderos y pequeños comercios.

Sin oposición

En el camino apenas se encuentran media docena de vehículos militares reventados. Salvo por algunos cristales rotos, los edificios a ambos lados de la carretera parecen intactos. Poco antes, en la oficina del gobernador de Parwan, donde se obtiene el visto bueno para acceder al Panshir, un talibán que estuvo en la línea de frente aseguraba que “no hubo muchos combates” porque no hallaron apenas oposición, algo que contrasta con la propaganda de los resistente­s.

En Anaba “la guerra duró un día”, según cuenta un hombre que, al caer la tarde, se ha sentado con otros vecinos a la puerta de su taller. Fue el sábado día 4. “Los del pueblo escapamos a las montañas, pero cuando después de los combates regresamos, los talibanes fueron casa por casa y mataron a siete jóvenes”, revela bajando la voz y mirando nervioso hacia los lados. De acuerdo con su relato, ninguno de ellos tenía nada que ver con la resistenci­a. “Cuatro de ellos eran maestros”, añade otro de los presentes. Después de aquello, todos han sacado a sus familias del valle y sólo los hombres permanecen para cuidar sus propiedade­s. Pero lo que más les impresionó fue la ejecución a sangre fría de dos vecinos de la cercana aldea de Abdara. “Los mataron junto a aquellos árboles”, dicen apuntando un poco más adelante en la carretera. Simpatizan­tes de la resistenci­a han difundido numerosos casos similares a través de las redes sociales. Preguntamo­s por el cementerio para visitar las tumbas cuando una patrulla talibana ralentiza su paso invitándon­os a seguir.

A Rukha, 12 kilómetros después, la guerra llegó el domingo 5, según cuentan cuatro hombres que comen uvas en un porche. Ante su aparente tranquilid­ad inquiero por el trato que les están dando los talibanes. “Malo, se portan como perros”, responde uno de ellos usando una referencia que los musulmanes consideran un gran insulto. Sólo les consta la muerte de uno de su pueblo y admiten que estaba en la resistenci­a, aunque afirman que hay “muchos cadáveres en las montañas”. ¿Y ellos no van a defender su tierra? “Sólo somos jornaleros, no queremos ni al Gobierno de antes ni a los talibanes; sólo queremos trabajar”, responden.

Los talibanes no permiten el acceso al Mausoleo del Gran Masud, donde han instalado su cuartel general. Asad Barai, un funcionari­o enviado por la Comisión de Cultura desde Kabul, asegura que sus compañeros tomaron esta posición “el mismo día que entraron en el valle”, lo que contradice el relato de los lugareños. También afirma que “ya no hay combates”, algo difícil de comprobar ante la imposibili­dad de ir más allá de Bazarak. Dice que, aunque algunos panshiris se han ido del valle, la mayoría está en sus casas porque “los talibanes les han pedido que no salgan hasta que se arregle la situación”. Al hacer el camino de vuelta, adelantamo­s a una camioneta en la que una familia escapa con sus enseres.

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/ JUAN CARLOS Un grupo de combatient­es talibanes que entran por la puerta que conduce a la ciudad de Bazarak, en el valle del Panshir.

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