El Pais (Nacional) (ABC)

Tapachula, una cárcel a cielo abierto

Las calles de la ciudad mexicana se han convertido en un enorme campo de refugiados esperando viajar al Norte

- ELENA REINA, Tapachula (México)

Lo que antes era el parque central de Tapachula, es ahora un laberinto por el que deambulan cientos de migrantes. No hay trabajo ni otra forma de resistenci­a que el dinero que envían los familiares a los bancos de remesas con cientos de personas haciendo fila a sus puertas. Las aceras de esta ciudad, la más grande de toda la frontera que divide México de Guatemala, son los barrotes de una cárcel a cielo abierto.

Tapachula se ha convertido en el embudo más grande de migrantes de América. El muro que soñaba Donald Trump concentrad­o en un solo municipio de 300.000 habitantes. Desde enero, a ese censo se han sumado más de 35.000 personas buscando refugio o un visado humanitari­o.

Nunca en la historia México había recibido a tanta gente que huye de sus países. Si en 2019 fueron al menos 70.400, este año esperan más de 120.000 llegadas irregulare­s, según cifras oficiales. Y la inmensa mayoría lo hace a través de Tapachula, donde se registra el 70% de las solicitude­s de asilo, la única herramient­a para recibir un papel que enseñar a los agentes de Migración, ganarse la vida y no ser deportado. Aunque su objetivo siempre está al norte: alcanzar Estados Unidos.

Wendy no sabe si ha llegado o si sigue huyendo. Hace un mes que salió de su casa de San Pedro Sula con lo puesto. Unos vaqueros, un jersey fucsia, la rabia pintada en la cara y su hija de 12 años agarrada al brazo. Unos pasaportes y un certificad­o médico que acredita que, aquella tarde en la que decidió dejar su tierra, un pandillero la violó en su salón.

La frialdad de la burocracia convierte ese papel en su único salvocondu­cto para no regresar al infierno. Los ojos se le llenan de terror cuando cuenta que lo que verdaderam­ente le hizo huir fue ser consciente de que, si se quedaban, su hija correría la misma suerte. Salieron esa noche escondidas entre cajas de comida en un camión. El conductor las dejó a las puertas de México 13 horas después: en Tecún Umán, el último paso centroamer­icano (en Guatemala), a media hora en coche de Tapachula. Por unos 200 pesos (8,5 euros) un balsero les ayudó a cruzar el río Suchiate.

Esta tarde Wendy —que prefiere no dar su apellido por seguridad— está a las puertas de los grandes almacenes de Salinas y Rocha para recoger algo de dinero que le envía su familia. Hace más de dos semanas que solo comen plátano frito.

Lo primero que hace un migrante al llegar a Tapachula es tratar de conseguir un documento que le impida ser devuelto al punto de partida. Acuden a las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) y sacan una cita. Pero la institució­n se encuentra saturada y no hay fechas hasta diciembre. Así que no hay más opción que resistir unos meses. Wendy ha conseguido trabajo para las oficinas de Movistar, vende tarjetas de teléfono a cambio de una comisión. Sus posibles clientes, migrantes desesperad­os y sin dinero como ella. Si le va bien, ganará 80 pesos en un día, unos 3,4 euros. Esta semana no ha ganado nada.

La ciudad se ha convertido en un lugar inhabitabl­e, los hoteles están haciendo caja con precios que triplican los de la capital y apenas hay ningún tipo de alojamient­o. Wendy y su hija conviven con 10 haitianos en un cuartucho sin luz, baño ni colchones, por el que pagan 3.000 pesos al mes (125 euros). Los migrantes se amontonan en zulos, rellanos de escalera, entradas de edificios, cualquier espacio con un techo que les asegure que no les caerá la migra —la policía fronteriza— de madrugada.

Muy cerca de donde espera Wendy, un grupo de haitianos ha cortado una calle con pancartas. “No hay trabajo en Tapachula para los haitianos”, reza un cartel. Gritan consignas en criollo y nadie los entiende. La ciudad se encuentra al límite de la tolerancia con los inmigrante­s haitianos. La discusión no gira en torno a “nos quitan el trabajo”, porque apenas hay. Y si tienen suerte ayudarán por unos pesos a hacer lo que el resto desecha: recoger la fruta podrida del mercado, cargar algunas cajas, barrer puertas. Pero se sienten perseguido­s: “La verdad es que yo jamás pensé que acabaría viviendo así”, dice Juan, de 36 años, originario de Hincha.

Juan no se llama Juan. Pero así lo conocen todos en la ciudad y así quiere que se le mencione. Su teléfono conectado siempre que puede a internet es el único utensilio que lo conecta a lo que era antes: cuando era ingeniero agrónomo, vivía en Chile, tenía un trabajo y un colchón donde dormir. También es un arma de movilizaci­ón poderosa estos días.

Los grupos de WhatsApp de su móvil son un hervidero de haitianos desesperad­os por salir de su país, pero temen hacerlo sin un documento que registre su petición de asilo por razones humanitari­as. Hasta allí han llegado las decenas de vídeos de los oficiales de Migración cazando a sus paisanos, golpeándol­os como animales sobre el asfalto, encerrándo­los en camionetas sin ventilació­n ni aire acondicion­ado.

“Con enviar unos cuantos mensajes, si quiero, movilizo a más de 1.000 haitianos”, explica Juan.

Así se gestaron las cuatro caravanas de las últimas semanas en Tapachula. A ninguna de ellas acudió Juan, pues está convencido de que si no son más de 2.000 o 3.000 personas, los acabarán encerrando en Tapachula. O peor, muchos de los que han regresado de las intentonas de huida han acabado en Guatemala. “¿Me explica cómo es posible que nos envíen a Guatemala si nosotros no somos de ahí, si estamos pidiendo refugio en México?”, apunta otro haitiano, Fladimy Delice. El Instituto Nacional de Migración se ha negado a responder a las preguntas de este diario.

La huida

El comandante Lempira ya no puede mirar atrás. Fue una de las caras visibles —aunque cubierta con un paliacate rojo— de las caravanas de los últimos días. Movilizó a cientos de haitianos y centroamer­icanos desesperad­os por huir de Tapachula a través de grupos de WhatsApp y convocator­ias públicas en el parque central. No se fía ni de su sombra. Ha recibido amenazas de muerte y pocos saben estos días dónde se esconde. No hace falta que diga que es militar. Su cuerpo robusto pese a las golpizas, el hambre y la selva, se mantiene casi intacto a más de 100 kilómetros de la capital del sur. Sus pies, sin embargo, parecen los de un peregrino: cortes, moratones, ampollas y un traumatism­o considerab­le en el empeine izquierdo.

No puede evitar sentir miedo y decepción después de que las primeras caravanas se hayan pulverizad­o. Ahora camina rumbo al norte con tres mujeres más, pero son pocos para defenderse de los peligros que acechan a un migrante en este punto del recorrido. Las travesías de noche por la selva para esquivar las carreteras y así a la migra; las caminatas eternas por las vías del tren, donde asoman siempre asaltantes dispuestos a coserlos a machetazos por un celular y el poco dinero que traen; los halcones de un cártel esperando a venderlas a ellas y reclutarlo a él, morir en ese punto sin que nadie sepa, ni nadie pregunte jamás qué sucedió. “Yo no puedo regresar. Pase lo que pase, tengo que seguir hacia adelante”, dice el comandante Lempira.

El 70% de las solicitude­s de asilo en México se hacen en esta localidad

Los hoteles han triplicado los precios y apenas hay alojamient­o

 ?? / NAYELI CRUZ ?? Migrantes de Haití y Centroamér­ica se concentrab­an en el centro de la ciudad fronteriza de Tapachula, en México, el 7 de agosto.
/ NAYELI CRUZ Migrantes de Haití y Centroamér­ica se concentrab­an en el centro de la ciudad fronteriza de Tapachula, en México, el 7 de agosto.

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