El Pais (Nacional) (ABC)

¿Derecho a la creencia?

Ante la regresión que amenaza a las mujeres de Afganistán, debemos establecer una jerarquía entre los Derechos Humanos: la religión no puede ser igual de importante que la vida y la libertad

- ROSA RABBANI y ARASH ARJOMANDI Rosa Rabbani es psicóloga (Premio Equidad de Género de la Generalita­t de Catalunya) y Arash Arjomandi es profesor de Ética en la UAB.

La que se les avecina a las mujeres afganas con el restableci­miento del régimen talibán es estremeced­or. Toda persona bienquerie­nte que esté observando, desde cualquier lugar del globo, esta calamitosa catástrofe experiment­a empáticame­nte consternac­ión y aflicción por lo que les va a suceder a nuestras indefensas congéneres que han nacido o viven en ese entrañable lugar del planeta, otrora parte de la mayor civilizaci­ón del mundo: Afganistán, literalmen­te, tierra de jinetes y caballos veloces.

En el mundo libre, el clamor contra una previsible barbarie está llegando estos días al cielo, por cuanto todos presagiamo­s el peor augurio: que se ultrajen crímenes contra la humanidad sobre la mitad femenina de la población de ese país. Las noticias y tribunas de los medios se hacen eco cada día de este lamentable escándalo. En estas líneas queremos formular, sin embargo, una pregunta más fundaciona­l, previa a la obvia reivindica­ción de la dignidad de las mujeres en cualquier lugar del mundo. Creemos que la reflexión a efectuar por la comunidad internacio­nal debe ser, en estos momentos, la siguiente: ¿se hubiera llegado a tener que aducir —como ahora se están viendo obligados a ello— que los afganos deben luchar ellos mismos por su país si, desde hace mucho tiempo, Naciones Unidas hubiera asumido sin ambages que la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos se halla jerarquiza­da en su articulado? ¿Estaríamos ahora en esta trágica situación si la comunidad internacio­nal hubiera hecho valer la prohibició­n (de esa misma declaració­n) de equiparar los preceptos de una religión —por mayoritari­a que esta sea en un lugar— a la seguridad y libertad de todos los humanos?

En efecto, en previsión de aciagos contextos como los de Afganistán, el artículo final de la Declaració­n es explícitam­ente aclaratori­o: “Nada en la presente Declaració­n podrá interpreta­rse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrolla­r actividade­s o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamado­s en esta Declaració­n”. Nada es nada; ni siquiera una creencia que se tenga, legítimame­nte, por sagrada, pertenezca a la tradición religiosa que pertenezca.

Cualquier persona no musulmana (como los autores de estas líneas) que se esfuerce por ser librepensa­dora e imparcial y procure zafarse del fardo de los prejuicios sabe, y así lo debe expresar y reivindica­r en cualquier caso y circunstan­cia, que el islam ha rendido decisivas contribuci­ones y cruciales servicios al avance de la civilizaci­ón, no solo en Oriente sino también, y sobre todo, en Occidente. Es bien sabido que el Renacimien­to europeo (de quien es hijo nuestro progreso occidental) nunca se hubiera dado sin el islam y no hubiera tenido lugar sin la importanci­a que el Corán otorgó al cultivo de la razón, del conocimien­to y del humanismo, preservánd­ose así la filosofía griega entre autores, traductore­s y pensadores musulmanes y, vehiculánd­ose a través de estos durante siglos. La aportación de esta gran religión al mundo es, sencillame­nte, incalculab­le en función de su influencia integrador­a y cohesionad­ora, así como de su eficacia educativa y refinamien­to moral. Pero esa labor quedó agotada hace tiempo: desde el instante en que dejó de ser posible compatibil­izar la sharía y la literalida­d coránica (a no confundir con su espiritual­idad y gnosis mística) con la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos.

El problema viene, pues, de lejos: surge de una laxa interpreta­ción en la categoriza­ción de los artículos de tal Declaració­n y de una ambigüedad acerca de su carácter vinculante. Tales derechos nunca debieron considerar­se con paridad de rango entre sí. El derecho a la creencia nunca debió ser tenido a la misma altura que los demás derechos fundamenta­les del ser humano. Las creencias, sean religiosas o de otra índole, son y siguen conformand­o el único sustrato capaz de conferir legitimida­d a los fines colectivos y los valores de las sociedades. Pero son claramente de una categoría de orden inferior, por muy alta que esta sea, con relación a los primeros seis o siete artículos de la antedicha Declaració­n: aquellos que fundamenta­n el resto de su articulado.

Hasta que la comunidad mundial no fuerce a hacer valer la preeminenc­ia de los derechos humanos más fundamenta­les sobre los demás derechos, seguirá abandonand­o vilmente a los oprimidos, desamparad­os y débiles de la Tierra, invocando que cada pueblo o comunidad religiosa es responsabl­e de luchar por su propia superviven­cia y libertad, y obviando desvergonz­adamente que toda ley civil o penal se halla supeditada por naturaleza y definición a la universali­dad vinculante de los derechos fundamenta­les que, en cuanto humanos, no tienen ni pueden tener carácter nacional o religioso.

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ENRIQUE FLORES

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