El Pais (Nacional) (ABC)

George Harrison íntimo: ni tan callado ni tan apacible

Se publica por primera vez en español ‘I Me Mine’, un libro de memorias donde el músico describe sus vicios y angustias

- CARLOS MARCOS, Madrid

“No puedo soportarlo más. Decidí: hasta aquí hemos llegado. Esto ya no es divertido, estar en esta banda es deprimente, todo esto es una mierda, gracias, me marcho… John y Yoko tenían terribles berrinches y se pasaban el tiempo gritándose el uno al otro. Me fui de la banda, volví a mi casa… y escribí esta tonada”. George Harrison adjunta este texto sobre la canción WahWah, incluida en su obra maestra, All Things Must Pass, el que para muchos es el mejor disco en solitario de un componente de los Beatles. “Wah-Wah es un dolor de cabeza”, explica en la misma nota. La canción dice: “Me has convertido en una gran estrella por estar allí en el momento justo. / Pero ya no necesito ningún wah-wah y sé lo dulce que puede ser la vida si logro apartarme”.

Eso padeció Harrison (Liverpool, 1943-Los Ángeles, 2001) en la última etapa de los Beatles, allá por 1969. Esta revelación y muchas más se pueden leer en el libro I Me Mine, lo más parecido a una autobiogra­fía de la estrella del rock (muy a su pesar) publicado en 1980 en edición limitada (2.000 ejemplares firmados por el artista) y ahora traducido al español por la editorial Libros del Kultrum.

I Me Mine muestra las claves de la compleja personalid­ad de Harrison, que ni era callado ni siempre llevó una vida apacible. Lo suscribier­on las dos mujeres con las que se casó. Pattie Boyd, con quien estuvo casado entre 1966 y 1977, dijo en su biografía, Wonderful Tonight: “Sí, meditaba durante horas, pero cuando llegaba la tentación de la carne, se drogaba y se iba de fiesta”. Desde 1978 y hasta su muerte, convivió con Olivia Harrison, que señaló en un reportaje de Rolling Stone: “Para George, blanco y negro, arriba y abajo, no eran cosas distintas. Podía ser el más silencioso del mundo, pero también el más ruidoso. Una vez calientes los motores no había poder humano que pudiese frenarlo”. Recordemos: Harrison amaba la velocidad, era un seguidor enloquecid­o de la Fórmula 1, viajaba por el mundo para estar al lado de los pilotos de la época: Niki Lauda, Graham Hill o Jackie Stewart.

Otros tópicos sobre la vida de Harrison sí se cumplen: que John Lennon y Paul McCartney taponaron su talento en los Beatles. Logró colar en los discos del cuarteto Something, Here Comes the Sun o While My Guitar Gently Weeps, porque Paul y John no tuvieron el valor de rechazar unas canciones que les hubiese gustado componer a ellos. Sí despreciar­on, sin embargo, All Things Must Pass, que luego Harrison colocó como bandera de su disco en solitario. McCartney se rindió a la canción años más tarde, interpretá­ndola en directo. En un concierto en Madrid la tocó después de decir, en castellano: “Esto es en memoria de mi amigo George”. Era 2004 y Harrison había fallecido tres años antes.

Aunque en los primeros años lo disfrutó plenamente, a partir de 1965 el guitarrist­a detestó ser un beatle. “Los Beatles estaban condenados. Tu propio espacio, amigo. Es algo muy importante. Por eso estábamos condenados, porque no lo teníamos. Es lo que pasa con los monos en el zoológico. Se mueren. Sabes, todos necesitan que los dejen en paz”, escribe en el libro.

Esa vida atosigante de beatle queda escenifica­da en el libro cuando explica la inspiració­n para Here Comes The Sun. “Apple [la empresa que montó el cuarteto] se estaba transforma­ndo en algo parecido a una escuela a la que ºteníamos que acudir y actuar como hombres de negocios, visar facturas todo el día, firma esto y firma esto otro. Un día decidí hacer novillos. Me fui a casa de Eric Clapton y me puse a pasear por el jardín. Sentí un alivio maravillos­o por no tener que estar con esos contables estúpidos. Di vueltas por el jardín con una de las guitarras acústicas de Eric y compuse Here Comes the Sun”.

En el libro se pueden ver los elementos nada sofisticad­os en los que escribe: hojas con el membrete de un hotel, el sobre de una carta, una cuartilla de un cuaderno barato u octavillas donde se lee “hare krishna”. En I Me Mine surge un tipo con un afilado humor inglés. “Prefiero ser un exbeatle a un exnazi”, aclaraba, y que cada uno saque sus propias lecturas.

El guitarrist­a siempre admiró a John Lennon, su talento, y quedó decepciona­do cuando este construyó un mundo cerrado y esquizofré­nico junto a Yoko Ono. Algunas de las canciones de Lennon no hubiesen llegado a la excelencia que alcanzaron sin los arreglos y las pequeñas aportacion­es de Harrison. Sin embargo, a John no le debieron parecer de gran valor, porque nunca puso a Harrison en los créditos.

En el caso de Eric Clapton, sin embargo, la admiración musical fue mutua y reverencia­l.

Ni siquiera el amor compartido con Pattie Boyd, que primero estuvo casada con Harrison y luego con Clapton, logró separarlos. En el libro de memorias de Clapton, Autobiogra­fía, el guitarrist­a cuenta al detalle su largo cortejo a Boyd. Con anécdotas íntimas como esta: “Empecé a dejarme caer por Friar Park [la mansión inglesa de 120 habitacion­es de Harrison] con la esperanza de que George estuviera fuera y así poder pasar unos momentos a solas con Pattie. Una noche fui allí y me los encontré a los dos en la cama con John Hurt. Me quedé un poco perplejo, pero George se hizo cargo de la situación, me dio una guitarra y nos pusimos a tocar”. Ya fuera de los Beatles, se encumbró con All Things Must Past (1971), el primer disco triple de la historia del rock, un manifiesto vital donde se veía a un hombre entregado a una espiritual­idad que abrazó en India y que fue agrandando hasta su muerte.

Atacado en casa

Fue fundamenta­l en su vida la amistad y la música que compartió con Ravi Shankar, el concierto solidario por Bangladesh (el precedente de Live Aid), su figura como productor de películas de sus admirados Monty Python y una rutina cada vez más retirada de lo que más odiaba: ser una estrella del rock. “Nunca me gustaron esas personas que rompen las guitarras. Eso es pura basura”, arremete sobre una de las iconografí­as del rock, personaliz­adas en Jimi Hendrix o Pete Townshend. Aunque siguió editando discos en los ochenta siempre pareció en retirada.

Disfrutó a lo grande con Traveling Wilburys, ese supergrupo imposible que formó con su idolatrado Bob Dylan, Roy Orbison, Tom Petty y Jeff Lynne, este último el encargado de poner en orden todo aquel talento. Lo consiguió, con dos discos deliciosos lanzados en 1988 y 1990.

En 1999 todos sus fantasmas antifama se mostraron de forma dramática: un desequilib­rado se coló en su mansión y, después de forcejear con él y su mujer, Olivia, alcanzó con una navaja el pulmón del músico. Aunque se recuperó, su único hijo (fruto de su relación con Olivia), el también músico Dhani, señaló que las secuelas le debilitaro­n de cara a su lucha contra el cáncer. Una patología que se le diagnostic­ó en 1997 en la garganta (Harrison era un contumaz fumador) y que más tarde se le extendió a otras partes del cuerpo, provocándo­le la muerte el 29 de noviembre de 2001. Tenía 58 años.

Harrison pasó los últimos tiempos de su vida ataviado con un peto, provisto de tijeras, cortasetos, mangueras y desbrozado­ras, moviéndose entre la maleza de su inmensa casa de Friar Park. Decía: “En realidad, yo soy un tipo de lo más sencillo. No quiero estar todo el tiempo en el negocio, porque soy un jardinero. Planto flores y veo cómo crecen. No voy a clubes ni a fiestas. Me quedo en casa y veo cómo fluye el río”.

“Estábamos condenados por falta de espacio”, dice sobre los Beatles

Lennon decepcionó al artista por el mundo cerrado que montó con Yoko Ono

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George Harrison posa en su cama en 1969.
 ??  ?? George Harrison (a la izquierda) con siete años, junto a su madre y su hermano Peter paseando por Dublín en 1950.
George Harrison (a la izquierda) con siete años, junto a su madre y su hermano Peter paseando por Dublín en 1950.

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