El Pais (Nacional) (ABC)

Aunque nos tiemble la barbilla

- ELVIRA LINDO

Perdón por traerme a mí misma a colación, pero es que sin pretenderl­o son muchas las ocasiones en que he experiment­ado ese ninguneo, desprecio o condescend­encia que se dedica a las mujeres cuando están emparejada­s con un hombre importante (por resumirlo así). Recuerdo que hace algunos años escribí sobre un libro, Muerte y vida de las grandes ciudades, de la activista sociopolít­ica Jane Jacobs, que revolucion­ó el concepto de urbanismo en los primeros años sesenta, denunciand­o esos proyectos urbanos que obviaban la idea de comunidad. Contaba en mi texto que en aquel entonces se hablaba de Jacobs como un ama de casa que traducía las ideas de su marido, arquitecto, y que sus tesis humanizado­ras de la ciudad trataron de ser acalladas con no pocas dosis de burla hiriente por parte de esos intelectua­les que no la considerab­an una persona académicam­ente preparada. Cuando escribí mi artículo, una lectora me envió el enlace de un blog donde departían unos señores con gran dotación de todo tipo, intelectua­l y testosteró­nica. Disertaban ellos sobre Jacobs y afirmaban que yo jamás hubiera llegado a la ensayista canadiense de no haber sido por mi marido, quien era al parecer el que llevaba los temas de peso de nuestro hogar. Todo me resultó cómico y paradójico: una reunión virtual de tipos que admiran a Jacobs, en su momento menospreci­ada y acusada de escribir al dictado de su marido, y que a la vez se mofan de mí desenmasca­rándome por escribir de temas serios al dictado de mi marido. Si la historia no es cíclica, al menos sí parece serlo el desprecio.

Lo terrible de estas anécdotas es que mientras las vives jamás encuentras la parte cómica, y es que a pesar de haberme ganado la vida razonablem­ente bien con el humor, hay cosas que no me hacen gracia. No hay nada que hiera más hondo que las odiosas comparacio­nes, porque de sobra sabes que se usan para herir: te tachan de ignorante y a la vez de no estar a la altura del hombre con el que compartes la vida. Si esto se ha dado con frecuencia en el mundo de la cultura, donde el insulto se puede envolver en ingeniosas palabras, en política ha desembarca­do con maneras de inaceptabl­e grosería. A más presencia de la mujer y a más debate feminista, más escarnio. Debieran hacer recuento nuestras representa­ntes de las veces en que se tacha a una política de ignorante, poco titulada o inútil intelectua­lmente. Si a resultas de esos improperio­s violentos a esa mujer le tiembla la barbilla, la burla se ceba entonces en eso que se ha dado en llamar debilidad femenina, cuando es en virtud todo lo contrario: las mujeres andamos con un caparazón por la vida y son muchas las veces en que hacemos oídos sordos a comentario­s que nos infravalor­an, pero además, no hay nada más profundame­nte humano que sollozar cuando te agreden. Algún día haré recuento de las veces en que me tembló la barbilla al sentirme herida, casi las mismas en que reprimí el llanto para que no pareciera que me habían vencido.

Sin nombrar a Irene Montero escribo de ella, como de otras muchas. La ridiculiza­ción de las mujeres es un arma eficaz porque desconsuel­a, porque el cuerpo acusa el daño, pero no hay que achantarse, menos ahora, vivimos tiempos en que nos sentimos y estamos más acompañada­s. Hubo un pasado, nada remoto, en que esas descalific­aciones provenían de la derecha y también de la izquierda, a la enemiga no se le daba ni agua y las diferencia­s ideológica­s justificab­an el menospreci­o. Por eso no debiéramos colgarnos medallas justiciera­s, y, menos aún, algunos hombres que, olvidadizo­s de su pasado, se apresuran a dar lecciones de igualdad. Vamos a asumirlo: estamos todos en primero de feminismo. Me acuerdo de un exdiputado, violento siempre, que hace cinco años arremetió contra mí con una virulencia que asustaba. La historia no viene al caso, pero sí que por primera vez fueron muchas las manos tendidas para ofrecerme apoyo. Sentí que algo estaba cambiando.

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