El Pais (Nacional) (ABC)

Otra forma de violencia política

- MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN

Si cabía alguna duda, ya está despejada: Vox es un partido de insurgente­s dentro del sistema democrátic­o. Su odio ideológico busca crear un clima de fanatismo político mediante provocacio­nes que alcancen eco por su agresivida­d. Más que inculcar un mensaje, persigue crear un ambiente deletéreo que nos encierre en cosmovisio­nes de odio. Así funcionan las amenazas contra la ministra Irene Montero. El Congreso ha sido protagonis­ta, no por aprobar los terceros Presupuest­os de la legislatur­a, sino porque los fanáticos lo han convertido en un lugar tóxico que nos pone ante el reto estoico de rechazar la invitación al contagio del odio. El debate sobre la ley del solo sí es sí se esfuma para dar paso a la urgencia democrátic­a de defender a la persona que la impulsó. La situación es paradójica, pues se crea la extraña percepción de que no hay distinción entre la legítima crítica a una ley, o a la estrategia de defensa tan penosa que de ella hizo su promotora, y los intolerabl­es ataques personales de la ultraderec­ha.

Así que esta semana, además de la violencia política de Vox contra la ministra, hemos conocido otra singular forma de violencia, que consiste en la intimidaci­ón que provocan las garras de los dogmatismo­s en competenci­a. El debate democrátic­o solo puede garantizar­se si la exigencia de alineamien­tos en la condena del discurso del odio se distingue de la crítica racional. Cuando no diferencia­mos la crítica que busca asegurar la vida democrátic­a de la que pretende socavarla se aplasta el debate público. Casi da vergüenza tener que recordarlo, pero se puede condenar enérgicame­nte un ataque ad personam y defender el ideal democrátic­o de la discusión sin convertirs­e en “correspons­able” del odio. Una cultura política saludable solo es posible si sus actores trabajan para promover la pluralidad de puntos de vista, en lugar de fomentar la política de sectas.

Hace tiempo que el juego de binarismos maniqueos ha colonizado la conversaci­ón pública, negando cualquier discrepanc­ia o matiz. Hay una apropiació­n moral y faccional de nociones como “democracia” o “feminismo” que sustituye el debate de ideas y proyectos por un mundo asfixiante, ordenado moralmente en torno a opuestos excluyente­s: conmigo o contra mí. ¿Eres realmente feminista o demócrata o estás al servicio del mal? La moralizaci­ón demoniza al adversario, y así son imposibles el debate o las razones de orden político, el juego de la transacció­n o la rendición de cuentas por mala gestión o por decisiones políticame­nte dudosas. Al encarnar el bien en el combate contra el fascismo, todo parece justificad­o, incluso desplazar el debate de ideas o la crítica legítima. Hay un problema grave cuando la discrepanc­ia racional sobre una ley se ve como una amenaza al feminismo. Pero, al igual que nadie encarna el feminismo o la democracia, sí es un valor feminista y democrátic­o el rechazar y trabajar contra cualquier forma de intimidaci­ón en la conversaci­ón pública. Sobre todo las de nuestra tribu.

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DEL HAMBRE

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