“Me miré en el espejo y vi la muerte”
La anorexia y la bulimia se dispararon tras la pandemia. Las pacientes reclaman más recursos asistenciales
Parapetados tras una densa bruma de estigma y confusión, los trastornos de la conducta alimentaria proliferan en la calle a paso de gigante. Dejar de comer, comer y vomitar, o los atracones compulsivos, son solo la punta del iceberg, lo que se ve —si es que se deja ver—. Pero hay más. Mucho más. Marta, Raquel, Inés, Yolanda, Laila, Ingrid, Teresa y Esperanza, todas pacientes del hospital de día de la unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) del hospital Sant Pau de Barcelona, lo definen así:
—Una mala gestión de las emociones.
—Un castigo.
—Dejas de quererte y de cuidarte.
—Es una autolesión. —Cuando dejas de controlar tu vida, hay una cosa que sí puedes controlar: el peso y la comida. —Es mucho sufrimiento. Detrás de un trastorno de la conducta alimentaria se esconde todo eso. Y más. No hay dos casos iguales. Por expreso deseo de las pacientes, en este reportaje no habrá cifras de tallas ni pesos: la enfermedad, insisten, no es eso; o no solo.
La mochila de la anorexia, la bulimia y los trastornos por atracón —los TCA más comunes—, es tan inmensa y heterogénea como pacientes hay: la prevalencia ronda el 4% de la población (la mayoría, mujeres) de entre 12 y 21 años, pero estas enfermedades tan complejas se arrastran, en muchas ocasiones, hasta la edad adulta. No se puede banalizar ninguna alerta. Menos en un momento en el que los TCA están disparados tras la pandemia y el goteo de nuevos diagnósticos en las consultas de psiquiatría no cesa: un estudio en Estados Unidos alertó de un aumento de casos de más del 15% en 2020 respecto a años anteriores; en España, otra investigación del Instituto Universitario de Investigación en Atención Primaria Jordi Gol con datos de Cataluña concluyó que los diagnósticos de TCA se duplicaron en adolescentes tras la crisis sanitaria.
La relación con la comida es solo “un síntoma” de mucho más, dice Inés, de 47 años. Ella lleva desde los 18 luchando contra esa “doble vida” a la que la aboca la anorexia: “Me costó mucho tomar conciencia del trastorno, hasta que un día me miré al espejo y vi como la muerte de lo delgada que estaba. Es una doble vida porque no es normal comer y vomitar o no comer. Cuando hay una reunión de familiares o un evento, a mí se me hace muy difícil asistir y comportarme con normalidad. O si voy a un restaurante, antes de ir, miro la carta por internet cinco veces pensando qué me voy a poder pedir”, explica.
Al hospital de día del Sant Pau llegan pacientes ya diagnosticadas —en femenino, porque son la inmensa mayoría— desde la atención primaria o los centros de salud mental de adultos o infantojuveniles. Aterrizan ahí “por la gravedad o por falta de respuesta a las primeras medidas que se toman”, explica José Soriano, psiquiatra y coordinador de la unidad de TCA: “Si la enfermedad ha arraigado en la mente de la persona, no hará caso de esas primeras indicaciones, continuará con esas conductas y se pondrá en riesgo. La atención se hace mayoritariamente en régimen de hospitalización parcial [medio día o el día entero], y si la cosa se agrava más, planteamos el ingreso completo. Pero pensamos que el hospital de día es el sitio ideal porque trabajamos tanto la parte nutricional y dietética, que se alimenten y no vomiten, como el aspecto psicológico y emocional”.
Todas sus pacientes son conscientes de la enfermedad, asegura el psiquiatra del Sant Pau, pero son incapaces de interrumpir estas conductas. “Lo que se están haciendo es casi una forma de suicidarse lentamente: si tú dejas de comer, al final tu cuerpo va empeorando”, advierte el médico. La anorexia es el único problema de salud mental cuyos síntomas pueden conducir a la muerte, apunta: “Puede haber casos de suicidio, pero también, esa delgadez extrema, después de unos años de mantenerse, puede producir el fallecimiento de la persona porque haya una hipoglucemia extrema o una complicación cardiaca”. Entre el 2% y el 3% de las pacientes con anorexia nerviosa, calcula el médico, fallecen.
En corrillo, sentadas en mesas, ellas, las pacientes, ponen cara a la enfermedad: a la anorexia, la bulimia, los atracones, o todo a la vez. Estas dolencias son multifactoriales, diferentes circunstancias confluyentes. Ser mujer, adolescente, tener baja autoestima o recibir críticas en relación con el peso son factores de riesgo, indica Sara Bujalance, directora de la Asociación contra la Anorexia y la Bulimia (ACAB). Un desencadenante claro es “empezar una dieta para bajar peso sin control profesional”, sobre todo, si eres adolescente. También pasar por un sufrimiento importante, como una pérdida, o haber experimentado críticas en entornos sociales o familiares. Todo suma.
La pandemia, de hecho, fue “la tormenta perfecta”, apunta Bujalance, porque conjugó los factores de riesgo (como la incertidumbre o situaciones de pérdida) con la falta de factores protectores (ocio al aire libre, contactos sociales de calidad, parón de proyectos personales...). Dolores Picouto, psiquiatra de la unidad de TCA del hospital Gregorio Marañón de Madrid, ve en niños y adolescentes los casos más graves, los que requieren ingreso: “Es muy llamativo. Tras la pandemia se ha duplicado la demanda. Hay más casos y nuestra impresión es que son más graves y más jóvenes, con más incidencia al principio de la adolescencia. Llegan en una situación con peso más bajo y con otros problemas de salud mental, como ansiedad, depresión e ideación suicida”.
Círculo vicioso
El detonante de un TCA es variable. Puede ser una muerte o un coqueteo con prácticas como “el realfooding oel crossfit”, conviene Marta. Para ella, todas esas conductas disruptivas con la comida le acababan dando “tranquilidad”. “Era muy organizada e igual que me planeo los estudios, planeaba las recaídas y eso a mí me daba tranquilidad”, explica.
No es fácil romper con esas conductas de riesgo. La propia enfermedad es un círculo vicioso, admite Soriano. “Una vez que caes en el pozo, ya no puedes salir porque el proceso se autoperpetúa. Cuando alguien ya dejó de comer y ha adelgazado mucho, a nivel fisiológico, el estómago también se reduce de tamaño y si quieres volver a comer normal, te va a doler. Cuesta volver a realimentarse”, explica.
Las redes sociales tampoco ayudan. Alientan un estereotipo inalcanzable, apunta Laila, de 22 años. “Hay un canon de belleza que juega en contra. Y, al final, ves una cosa que, aunque tú te esfuerces al máximo para estar como ellos, igual no puedes llegar nunca a ese ideal”. Para Marta, de la misma edad, estas plataformas desempeñan un papel “mantenedor del TCA”, porque se frivoliza con estos temas. El proceso terapéutico es largo, de varios años. Y no siempre se sale: alrededor del 60%, apunta Soriano, se curan; un 20% mejora, aunque siguen teniendo problemas con la comida o conductas de riesgo de forma puntual; y otro 20%, se cronifica.
Las pacientes reclaman, por encima de todo, recursos y atención. No basta, avisan, con controlar talla y peso cada tanto en el centro de salud mental. Yolanda, de 55 años, tardó dos años en conseguir una plaza: “Yo estaba a punto de morir. No me servía ir al centro de salud mental media hora cada tres meses: cada vez te tocaba una enfermera diferente o el psiquiatra estaba de baja y venía otro y le tenías que volver a explicar todo. Yo estaba en peligro de muerte, necesitaba ayuda urgente”, relata.
No es fácil salir del “pozo”, admiten médicos y pacientes. Picouto lanza varias señales de alerta a las que prestar atención: para empezar, “no es normal comer y sentirte culpable, ni tener alimentos prohibidos”; y cuidado si un adolescente empieza a comparar mucho su cuerpo con otros, si cambia de apariencia física o de peso, si modifica sus patrones alimentarios o si va al baño después de la comida. Todo eso pueden ser signos de alarma.
A pesar del cliché, ni todas son jóvenes ni sufren delgadez extrema
“La relación con la comida es solo uno de los síntomas”, dice una afectada