El Pais (Nacional) (ABC)

Posfascism­o y caricatura

- POR MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN

La realidad es que los anclajes de estos movimiento­s extremos se basan en concepcion­es políticas elaboradas

La historia del fascismo es también la de su banalizaci­ón, ya sea por el abuso en la expansión de su semántica o porque disfruta del extraño privilegio de no ser tomado en serio. Este último fue el diagnóstic­o de la periodista Masha Gessen sobre la turba que asaltó el Capitolio tras las denuncias de Trump de unas elecciones presidenci­ales presuntame­nte “falsas y fraudulent­as”, mentira apoyada por muchos senadores republican­os. Para muchos, los tuits de Trump eran inanes. Otros, como Timothy Snyder, hablaron de la posverdad como prefascism­o, e incluso el actual presidente Joe Biden entró en las pasadas elecciones alertando de los peligros existencia­les de la democracia estadounid­ense, calificand­o al movimiento del Make America Great Again de “semifascis­ta”.

Las palabras en política importan, aunque sigamos sin una brújula que nos oriente sobre lo que decidimos banalizar y lo que no. Más o menos coincidimo­s en señalar que Trump trató de evitar una transición pacífica del poder, orquestó para ello una campaña de mentiras e intimidaci­ón y condujo el asalto al Capitolio. Su abuso verbal y su desprecio por el Estado de derecho están bien documentad­os. Más al sur, el candidato a las presidenci­ales brasileñas, Jair Bolsonaro, ha dirigido una de las campañas más agresivas que se recuerdan con su oposición al aborto, su proyecto de destrucció­n sin límites de la naturaleza, la promoción de las armas de fuego, el desprecio por los más pobres y las minorías, la defensa de la tortura y la pena de muerte, la desconfian­za hacia las institucio­nes y, como buen émulo de Trump, el cuestionam­iento de los resultados electorale­s.

Y vayamos ahora a nuestra idealizada Europa. Se despliega ante nuestros ojos un contramode­lo iliberal de regresión democrátic­a y restauraci­ón de las antiguas jerarquías, abanderado por Viktor Orbán, quien reclama a pecho descubiert­o el legado del nazi Miklós Horthy, regente de Hungría entre 1920 y 1944. Orbán, por supuesto, tiene sus émulos. La victoria de Georgia Meloni en las legislativ­as italianas fue calificada por Le Monde como la victoria de “un movimiento posfascist­a en un país fundador de la Unión Europea”. The New Statesman habló del triunfo del “partido posfascist­a”, e incluso el Financial Times describió a Fratelli d’Italia como “descendien­te del movimiento neofascist­a”. La Repubblica de Italia explicaba el vínculo entre el partido de Meloni con “ese depósito de memorias y símbolos que es el fascismo italiano”. Apenas un mes antes se hablaba también del vertiginos­o ascenso de los Demócratas de Suecia, calificado como “partido nacionalis­ta con raíces fascistas”.

Hay quien piensa que definirlos como “posfascist­as” es afirmar que lo que proponen estos partidos es el regreso a las manos en alto, la estética de la esvástica y la visión violenta de la política. Pero caricaturi­zar lo que ocurre es otorgarle el extraño privilegio de no tomarlo en serio. La realidad es que los anclajes de estos movimiento­s extremos se basan en concepcion­es políticas elaboradas. Sus líderes no son títeres, ni representa­ntes de un peligro provisiona­l. Su fuerza aumenta a medida que penetran en las institucio­nes, como hemos visto con Bolsonaro y Trump, pues se hacen cada vez más influyente­s en el corazón mismo del sistema. Para ello, se apoyan en sectores dinámicos de la sociedad y en las iglesias evangélica­s y católica. Su pilar son las redes sociales, lo que les permite encontrar un eco extraordin­ario en todos los niveles sociales. Son, probableme­nte, el mayor movimiento global que se está produciend­o en el planeta. Algunos ya están en el poder. Otros sabrán esperar pacienteme­nte para regresar a él. Sin necesidad de levantar el brazo o de marcar en grupo el paso de la oca. Cuidado, porque llevan tiempo aquí.

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