El Pais (Nacional) (ABC)

No os va en el sueldo

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En noviembre ingresaron a mi bebé con poco más de 20 días. Acompañánd­olo escribí esta carta, que me dio vergüenza entregar al personal del Hospital del Tajo. Espero que hoy le llegue al chico del tensiómetr­o, a la limpiadora con cara de gobernanta, a la pediatra de las ojeras y a tantos que, como ellos, cuidan de niños y padres cada día:

“Llevo aquí seis días con sus seis noches y aún no sé cómo os llamáis. Ojalá me despida de vosotros sin saberlo, porque eso significar­á que no pasaremos en esta habitación el tiempo suficiente como para que empiece a darme vergüenza no preguntaro­s el nombre.

Como las horas aquí son largas y me niego a pagar por usar la tele, he contado varias veces las ventanas que hay en el ala de enfrente y podría reproducir con exactitud la cadencia con la que gotea el líquido al que está conectado el oxígeno que le llega a mi bebé a través del respirador. También he empezado a inventarme vuestras vidas. Lo hago basándome en detalles tontos que me recuerdan que sois algo más que una institució­n, algo más que una bata o un uniforme.

Por las mañanas pasa el chico del tensiómetr­o, que debe estar acabando la carrera. El aparato es tan pequeño que da risa, parece de juguete, y el chico le coge el brazo a mi hijo y se lo ajusta con cuidado. Lleva una pulsera en la que pone Euskadi, así que me imagino que es de allí y que vino a Madrid a estudiar, que la ciudad le gusta regular, ni mucho ni poco, que se hace todos los días la C3 con los cascos puestos. En la otra muñeca tiene un tatuaje, y es con esa mano con la que le acaricia el puño al bebé para que se tranquilic­e y pienso en que será un buen padre.

Luego está la mujer que limpia, que tiene cara de gobernar allá donde va. Cada mañana, antes de pasar el mocho, le toca al crío el pie y a mí me dice muy convencida que no me preocupe, que su hija también estuvo ingresada con bronquioli­tis y ahora está más sana que un roble. También el enfermero que me ayuda a subir y bajar los barrotes de chapa de la cuna, que es el hombre más paciente del mundo y seguro que también el tío favorito de sus sobrinos.

Viene siempre con una chica joven, la encargada de traerme la comida. Cuando vuelve y apenas he abierto la bandeja me dice muy dulce que se pasa en un rato, y yo la pienso de prácticas y como la autora de los apuntes que toda su clase quiere tener, esos que están escritos con letra redonda y epígrafes de colorines.

De la pediatra del pelo largo me fijo en las ojeras. Quiero pensar que no son por las guardias eternas, o no solo. Me imagino que tiene una niña y que de ahí su empatía, de ahí su maña para tranquiliz­arme el día que me anunció, en Urgencias, que nos quedábamos ingresados. Cuando se me saltaron las lágrimas pensé en cuántos padres, en cuántas madres tendría que consolar al día.

Cada noche me sorprendo porque ya haya pasado un día más aquí dentro y cada noche pienso en que mañana os tengo que agradecer todo lo que estáis haciendo por nosotros, pero nunca lo hago porque me da vergüenza, mira tú qué tontería, vergüenza de qué. Lo que sí hago es rezar, por mi bebé y por vosotros. Porque limpiarnos la habitación y tomarle la temperatur­a al niño, traernos la comida y enseñarme a colocarle el respirador os va en el sueldo. Pero el cariño con el que nos miráis, no”.

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