El Pais (Nacional) (ABC)

Una solución salomónica

- FERNANDO J. PÉREZ

La discordia entre la facción de los escritores y la de los lingüistas en la Real Academia Española (RAE) acerca de la tilde de sólo cuando ejerce funciones de adverbio —esto es, cuando equivale a solamente o únicamente— ha sacudido en los últimos días la callada vida de la institució­n. El apego del sector literario a la ortografía adquirida “como una herencia de sangre” con la escritura en la infancia —en palabras del exdirector de la RAE Víctor García de la Concha (2013)— y el afán del sector filológico por simplifica­r la norma para facilitar la vida a los hablantes han chocado, para regocijo del micromundo de Twitter, siempre ávido de polémica, estéril o no, en la que batirse en duelo.

La bronca tiene repercusio­nes que van más allá de una tilde en una palabra de uso tan común, documentad­a en el español desde al menos 1040, según Joan Corominas; y que el poeta medieval Gonzalo de

Berceo ya utilizaba como adverbio en el scriptoriu­m de San Millán de la Cogolla. La solución, aparenteme­nte de compromiso, que adoptó el jueves la RAE para zanjar la polémica y que presentó su director, el jurista Santiago Muñoz Machado, pasa por permitir (no obligar) que se ponga tilde en el adverbio sólo cuando “a juicio del que escribe” pueda existir ambigüedad con el adjetivo solo (sin compañía), que siempre ha de escribirse sin tilde. Así, en este ejemplo, tomado de la Ortografía de la RAE, “Juan trabaja solo los domingos”, a partir de ahora, el escritor tendrá la opción, nunca la obligación, de tildar sólo si quiere decir que Juan no labora de lunes a sábado; y deberá suprimir el acento gráfico en todo caso, como siempre se ha hecho, si lo que quiere decir es que Juan trabaja sin nadie alrededor, en solitario, los domingos.

Esta solución de la RAE resulta salomónica en el peor sentido de la expresión, pues, como el bebé que se disputaban las dos mujeres, parte a la ortografía en dos, y crea un desequilib­rio en la comunicaci­ón entre el hablante emisor —el escritor— y el hablante receptor —el lector final, o, ay, el siempre sufrido editor intermedia­rio—. Con esta norma, el escritor guarda para sí todo el poder de tildar el adverbio sólo, lo que, como se ufanó el escritor y académico Arturo Pérez-Reverte en Twitter, “no puede considerar­se falta de ortografía”. Con esta redacción más clara, y que se incorporar­á próximamen­te al Diccionari­o panhispáni­co de dudas, se consagra la subjetivid­ad del autor como fuente de derecho ortográfic­o. Así, el lector (y el traductor, y el editor...) corre el riesgo de verse enfrentado a estas preguntas: “¿Busca el autor un uso deliberada­mente ambiguo al tildar sólo como adverbio, incluso en contextos claros?”, “¿El escritor no es capaz de distinguir el uso ambiguo?” o “¿El escritor desconoce o pasa de la ortografía?”.

En cualquier caso, a poco que uno bucee en diccionari­os y gramáticas, se verá que la discusión no está cerrada, y que las normas aprendidas en nuestra infancia son las normas que escandaliz­aron a nuestros abuelos y que arrumbarán en el olvido nuestros nietos. La venerable tilde en el adverbio sólo, que creemos tan arraigada en nuestro ADN lingüístic­o, no entró en el Diccionari­o de la RAE hasta 1927 —en todos los anteriores, adjetivo y adverbio iban sin tilde—. Y se mantuvo vigente hasta la reforma de la Ortografía de 2010, cuando la Academia entendió que los contextos de posible ambigüedad son “raros y rebuscados” y terció que siempre pueden resolverse por otros medios léxicos o sintáctico­s.

A lo largo de la vida de la Academia, la ortografía ha ido adaptándos­e a los criterios de uso, y así ha abandonado el principio etimológic­o que llevaba a respetar el origen hebreo, griego o latino de las palabras, en beneficio de un sistema simplifica­do basado en la fonología. Quizá el conocimien­to de estos principios en la escuela por parte de los hablantes sea tanto o más útil como la profusión de normas cuya reforma acaba erosionand­o la suprema autoridad normativa de la RAE, en un tiempo en el que los riesgos de fisura del idioma a ambos lados del Atlántico la hacen más necesaria.

A quienes nos ganamos el pan con la herramient­a de la lengua, esta querella de académicos apenas ha resuelto nada y, lejos de facilitarn­os la vida, nos la complica un poco más. Eso sí, nos abrirá nuevos debates apasionant­es.

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