Persiguiendo a Tarantino desesperadamente
En un guiño a Fargo, no tanto la película como la serie de Noah Hawley basada en el universo de los hermanos Coen, en los títulos de apertura de Kleo, la serie de espías ambientada en el Berlín (Este y Oeste) de la caída del muro (Netflix), advierte al espectador que “esta es una historia real”, aunque se apresura a añadir que “nada de esto pasó en realidad”. El tono se pretende jocoso, o desmitificador desde el principio. Pero también violento. Extremadamente violento. De una violencia estética que persigue, por momentos, desesperadamente, el impacto —y el estilo— de un Quentin Tarantino domesticado para un pequeño gran público europeo, que sí, está volviendo la vista atrás a un periodo francamente oscuro, y delirante, pero quiere hacerlo con distancia.
Sí, podría decirse que el principal problema de Kleo es la distancia. El punto de vista. Sus creadores (Hanno Hackfort, Bob Konrad, Richard Kropf) reducen a arquetipo casi de viñeta a los personajes, y su aparente inocencia choca con la crueldad de sus historias. Pensemos en Kleo Straub, la protagonista, a la que sostiene la espectacular y camaleónica Jella Haase, una jovencísima actriz curtida en el teatro. Es una durísima y brillante agente de la Stasi —una espía de Berlín Oriental, el Berlín soviético— que ama despreocupadamente a su abuelo —que la metió en el asunto— y a uno de sus compañeros —con quien no debería estar saliendo y de quien espera un bebé—. ¿Es ingenua? No, aunque su forma de presentarla, sí.
Y, sin embargo, su personaje, suerte de Beatrix Kiddo, es decir, suerte de Mamba Negra, la Uma Thurman de Kill Bill, una mujer en busca de venganza y una lista de gente a eliminar, está planteado de forma tan etérea que nada parece importar demasiado. Porque nada lo hace para la historia por culpa de la distancia, que a veces imprime el exceso de saturación estética, o un guion que se pierde en el absurdo de forma intermitente —y crea personajes memorables, como el compañero del amante de Kleo, que grita a cualquier policía con el que se cruza porque él es un espía y puede hacerlo, y le encanta estar enfadado y ejercer un poder ridículo— para acabar sirviendo a una trama sin más giros que los previsibles.
En tanto que producción alemana es sorprendente, sin embargo. Como lo fue la francesa OVNI(s) (Filmin). De hecho, una y otra comparten estética y tono. La diferencia es que aquella se pretendía delirante, y fondo y forma encajaban a la perfección. Tenía espíritu berlanguiano y hablaba de un tipo en caída libre rodeado de amantes de lo extraterrestre, en pequeños pueblos aburridos de sí mismos. Aquí, la complejidad que propone el intento de absurdo no encaja con lo convencional de la propuesta. Y, pese a todo, a Stephen King, uno de sus principales defensores, le pareció “un soplo de aire fresco”. Porque, en cierto sentido, también lo es.
Desde Good Bye, Lenin!, la insuperable película de Wolfgang Becker que protagonizó Daniel Brühl en 2003, nada había tratado de desmitificar así el principio de la Guerra Fría, y la anomalía histórico-social que la precedió —esa ciudad dividida en dos, las dos Europas decidiendo que merecían existir como un algo aparte y distinto y respetable, pero sin poder evitar espiarse—, y solo por eso ya resulta, sí, un soplo de aire fresco. El hecho de que también la protagonista sea una mujer, y una imbatible, y que la violencia no quede al margen, abunda en el mismo sentido.
Kleo trata de construir una fórmula que reúna todo aquello que supuestamente puede hacerse, y olvida que, para que tenga sentido, debe inventar algo. Y casi lo consigue. Pero no.