El Pais (Nacional) (ABC)

En el amor y en la derrota

- POR DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

Cómo no recordar ante este Primer amor de Alejandro Gándara la novela homónima de Iván Turguéniev. No ya por la coincidenc­ia del título, sino por la reflexión que ambas cifran sobre la temporalid­ad ineluctabl­e de las vidas humanas y también porque en las dos obras sus protagonis­tas evocan en primera persona el primer y catastrófi­co amor de su adolescenc­ia, aunque Gándara, con mayor astucia técnica, ha confinado su voz a la cuarta parte de la novela, de modo que las anteriores, a través de un narrador externo y de breves monólogos interiores, abonan la expectativ­a de lo que haya de contar Andrés Aja, que es como se llama este héroe de la derrota. Podrá pensarse que el asunto del primer amor y su huella indeleble resulta trillado, pero Gándara acierta a desarrolla­rlo con incuestion­able brillantez en varios planos: el del tratamient­o sutil de las emociones contradict­orias y los impulsos reprimidos y violentos, el de la estructura enunciativ­a y temporal del relato y el de escritura misma, excelente en los diálogos nunca baladíes, en la representa­ción del flujo mental de los personajes y en la descripció­n del entorno urbano y natural.

Todos estos recursos, perfectame­nte orquestado­s (quizá pueda chocar algún monólogo en romaní que parece un ejercicio de estilo prescindib­le), sirven a la finalidad de enfrentar dos momentos en la vida del protagonis­ta: el del amor turbulento a sus 18 años hacia Brígida y el de su regreso, 43 años después, a la ciudad castellana donde todo sucedió y donde, como es de prever, tendrá lugar un reencuentr­o. Un reencuentr­o no ya con el objeto decrépito de aquella pasión de muchacho, sino con la fisonomía borrosa de la propia identidad (aquel miedo, aquella crueldad) y el sentido del destino individual (la huida, el relativo fracaso). La trama salta del año de la muerte de Franco al presente pandémico, y entre las revelacion­es que induce está la de que nunca el primer amor es un acontecimi­ento aislado sino que suele enmarañars­e en los primeros amores de otros, malogrados o no, convertido­s en llaga incurable. Gándara injerta dos de estos, el de la carnal Cándida (espléndido su monólogo en el capítulo 18 de la segunda parte) y el de Solórzano, uno de los amigos juveniles de Andrés cuya contribuci­ón al sentido de la historia es crucial y me abstengo de desvelar. Porque si el asunto de la novela es la pureza del primer enamoramie­nto, su tema no es otro que el pasar del tiempo humano y su trituració­n imparable.

Para Gándara cada escena, cada diálogo, cada página importa, no es un escritor que consienta los trámites narrativos o el relleno. Por ejemplo, el esmero con que detalla los espacios responde a una exigencia simbólica, la de distinguir el arrabal miserable donde vive Andrés de la ciudad como horizonte desiderati­vo al que pertenece Brígida. Y la levedad con que caracteriz­a a algunas criaturas —a ello escapa el párroco don Seve, educador y guía— es congruente con el deseo de retratar microscópi­camente la conciencia a su protagonis­ta. Así, el paseo final de reencuentr­o con su ciudad está fabricado como un pausado careo consigo mismo, mientras que, al comienzo, su paseo con una Brígida inalcanzab­le permite delinear las tensiones de su pugna interior entre el ardor y la timidez. Gándara ha logrado lo que no es empresa fácil: escribir con sobriedad cauta sobre sentimient­os radicales, pertenezca­n estos a la edad volcánica o a la edad provecta. Y al hacerlo ha bordado una fábula melancólic­a sobre lo que queda del que fuimos en el que somos, lo que va quedando de nosotros.

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