Un mundo alucinante
Varios libros abordan el debate filosófico en torno al uso de las sustancias psicodélicas como herramienta para una nueva comprensión de la vida del espíritu
Un momento decisivo de la historia de la psicodelia fue el descubrimiento accidental de los efectos del LSD 25, extraído del cornezuelo, un hongo parasitario del centeno, por el químico Albert Hofmann. En 1956, la farmacéutica suiza Sandoz envía a la Facultad de Medicina de Praga una caja llena de ampollas con una carta explicando su contenido. La carta indica que, en microdosis, la sustancia puede inducir una “psicosis experimental” similar a la “psicosis real”. La farmacéutica pide a los médicos que trabajen con la sustancia y les ofrezcan feedback. La carta también sugiere que el LSD puede ayudar a la formación de psicólogos y psiquiatras, que podrán pasar un breve lapso de tiempo sumergidos en el mundo de sus pacientes y, así, comprenderlos mejor.
Stanislav Grof, un joven médico checo interesado en el psicoanálisis y decepcionado con Freud, se ofrece como voluntario para probar el nuevo psicotrópico. Se le administran 150 microgramos. El propio Grof ha contado la experiencia, dominada al principio por la visión de fractales y patrones caleidoscópicos. En una segunda fase, penetra en su propia historia personal y puede establecer conexiones inéditas. Se tumba y le colocan unos electrodos. Siente una explosión de luz (debido al foco estroboscópico) que asocia con la explosión atómica de Hiroshima. “En ese momento mi conciencia es catapultada fuera de mi cuerpo, pierdo la conexión con la sala del experimento, el asistente y la clínica, con Praga y después con el planeta”. Tiene la sensación de que la conciencia carece de fronteras. “Me convertí en todo lo que es, en la totalidad de la existencia”. Experimenta, con los ojos cerrados, un despliegue de visiones cósmicas. A continuación, el asistente reduce la luz. “Mi conciencia volvió a contraerse: volví a conectar con el planeta, con la sala y finalmente con mi cuerpo. Se me hizo claro que lo que me habían enseñado en la universidad, que la conciencia es un producto de procesos neurofisiológicos del cerebro, no era verdad”.
Desde aquella experiencia, Grof se ha dedicado al estudio de estos estados no ordinarios de conciencia. En este punto hay que hacer una matización. Cuando Grof dice conciencia, debería decir mente. No hay estados “ampliados de conciencia” porque sencillamente la conciencia no es algo que pueda ampliarse (no es espacial), pero sí puede hablarse de estados ampliados de la mente. La conciencia tampoco es “mía” o de nadie. Carece de ego. La mente sí, cada cual navega en la suya. La mente puede participar en un mayor o menor grado de conciencia y, cuando esa participación se amplía, entonces se tiene esa sensación de “ser todas las cosas” y de que el mundo de la conciencia carece de límites. Pero esto ocurre siempre desde una mente particular. Un tipo de experiencias que llevará a la fundación de la llamada “psicología transpersonal”. Pero lo transpersonal no es posible sin lo personal. Y lo personal es el ego. Todos tenemos nuestra cuota de ego. De hecho, el ego es fundamental para la vida. Lo que llamamos vida no es posible sin el ego. Si uno quiere liberarse del ego (algo en principio imposible), debe tener un ego fuerte. Un ego débil es dependiente y quien que quiera trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo sólo incrementará sus propios delirios. Sin embargo, aunque la vida requiere del ego, un exceso de ego resulta exasperante. Es el llamado cansancio ontológico. Borges lo expresó así: “La peor pesadilla para mí sería ser Borges por toda la eternidad”. El olvido de sí es una necesidad. Por eso leemos novelas, vemos películas o nos enamoramos. Para olvidarnos de nosotros mismos. Liberarse momentáneamente del ego, además, nos libera de la muerte. Sin ego no hay muerte (tampoco hay vida). La vida requiere cierta sensación de realidad ontológica. Eso es el ego, un sentimiento de identidad. Un sentimiento inestable, que queda en suspenso en sueños, en la experiencia artística y la meditativa. O cuando estamos dispuestos a dar la vida por algo. Todas esas acciones, paradójicamente, requieren un ego.
¿Y dónde radica la persona? La persona no es la mente, ni el ego, ni el cuerpo, ni el inconsciente. La persona es el diálogo de todo ello con la conciencia, de la que participa. Esa es la compleja urdimbre en la que hemos de transitar. Reducir la persona al cuerpo, a su ego o a su mente, resulta inaceptable. Y en esa línea trabajan los enemigos de la libertad. Quien muere con la muerte es una configuración particular de estas relaciones. Un ejército móvil de asociaciones, un hábito, extendido en el tiempo, y en proceso de transformación.
Seguimos sin saber de qué está hecho el universo. Shakespeare sugirió que del mismo material del que están hechos los sueños, los sufíes que de imaginación. Para la visión moderna, esencialmente fisicalista, de materia y energía. Los filósofos hindúes creen que el mundo está hecho de percepción y deseo. Esta última versión es la que mejor encaja con lo que el LSD nos dice de la mente. El ácido reduce la frontera del ego, creando una mayor conexión con el universo. Esa es la razón por la que es un buen remedio contra las cefaleas y la depresión (que es una forma de aislamiento, de ensimismamiento psíquico). Además, pone en contacto con la propia historia personal, con el itinerario cósmico que nos ha traído al presente. La investigación con psicodélicos podrá ayudar a la psiquiatría y la psicología convencionales a salir del laberinto en el que se hallan desde hace ya casi un siglo. Permitirá una nueva comprensión de los trastornos emocionales, de la vida del espíritu, de la violencia y la codicia humanas, de la sexualidad, la creación artística y la experiencia de la muerte. Un futuro prometedor.
Los hindúes creen que el universo está hecho de percepción y deseo, una versión que encaja con lo que nos dice el LSD