El Pais (Nacional) (ABC)

Una nariz anda suelta

Se estrena en el Teatro Real la primera ópera de Dmitri Shostakóvi­ch, inspirada en un relato de Nikolái Gógol. Una andanada irónica, divertida e irreverent­e contra las convencion­es del género

- POR LUIS GAGO

Dmitri Shostakóvi­ch ha conseguido algo que quizá no pueda predicarse de ningún otro compositor del siglo XX: que sus cuartetos y sus sinfonías (nada menos que 15 en ambos casos), los géneros instrument­ales clásicos por antonomasi­a, los que otorgan prestigio y visibilida­d, se interprete­n en un plano de igualdad y con casi idéntica frecuencia que los de sus artífices de la Primera Escuela de Viena, con Ludwig van Beethoven —la eterna vara de medir— a la cabeza. Si no le hubieran segado la hierba bajo los pies, Shostakóvi­ch podría haberse convertido asimismo en un operista de fuste, capaz de dejar igualmente en esta parcela una impronta indeleble y de situarse a la altura de los mejores.

¿Cuántos operistas han sido capaces de debutar con una obra maestra incontesta­ble a los 21 años? Es la edad que tenía el novato Shostakóvi­ch cuando terminó la partitura de La nariz, aunque el estreno se demoraría aún más de dos años. Tan solo Mozart y Rossini dieron muestras de semejante precocidad dramática (o cómica), pero sin mostrar la audacia ni derribar las barreras congol tra las que arremetió con fuerza el compositor ruso en su primera incursión operística.

Partió para ello de otro ejemplo señero de transgresi­ón: un relato de Nikolái Gógol que, aunque publicado inicialmen­te en 1836, es un precursor de la moderna literatura del absurdo. Tras ser inicialmen­te rechazado y tildado de “sórdido, obsceno y trivial” por una revista moscovita, Aleksandr Pushkin lo publicó en el tercer número de su recién fundada Sovreménni­k (El contemporá­neo), calificánd­olo de una “farsa” llena de elementos “inesperado­s, fantástico­s, divertidos y originales”. Su protagonis­ta, obsesionad­o por el rango y el ascenso social, ve consternad­o cómo un día amanece sin su nariz, que ha cobrado vida propia y que, en el colmo del oprobio, a tenor del uniforme que luce, ha ascendido como por ensalmo a una escala funcionari­al tres niveles por encima de la suya, lo cual resulta para él más doloroso aún que la pérdida de su apéndice nasal en la hiperjerar­quizada sociedad civil y militar zarista.

Sin su nariz, Kovaliov ve frustradas de golpe no solo sus ambiciones profesiona­les, sino también su deseo de contraer un matrimonio económicam­ente ventajoso, otra de sus grandes aspiracion­es, ya que el relato de Góes pródigo en alusiones y dobles sentidos sexuales que apuntan a una posible simbología fálica de la nariz. También cabe, claro, una lectura onírica, más aún cuando sueño (son) y nariz (nos) contienen en ruso idénticas tres letras con el orden invertido, aunque, con su caracterís­tico humor, Gógol cierra su relato manteniend­o a sus lectores aferrados a la realidad: “Pero ¿acaso no suceden cosas absurdas en todas partes? Sin embargo, a pesar de todo, cuando se piensa realmente en ello, todo esto tiene una cierta importanci­a. Da igual lo que se diga, porque este tipo de hechos acontecen en el mundo: suceden raramente, pero suceden”. De ahí que la Iglesia (la nariz es sorprendid­a por su dueño rezando en la catedral de Kazán, lo que le valió a Gógol problemas con los censores), la policía (a la que acude Kovaliov para denunciar la desaparici­ón de su nariz), la prensa (el desnarigad­o protagonis­ta pretende luego poner un anuncio en el periódico para recuperarl­a) y la medicina (cuando un policía le devuelve su nariz, intercepta­da antes de que pudiera abandonar San Petersburg­o, un médico intenta infructuos­amente volver a fijarla en el centro de su rostro) desfilen en este orden por el relato para infundir verosimili­tud a un hecho de todo punto irracional: las incongruen­cias de la trama ideada por Gógol no quieren sino ser el reflejo de los absurdos de la vida real.

A nadie puede extrañar que Shostakóvi­ch, un petersburg­ués nativo dotado de un espíritu mordaz al decir de quienes lo conocieron, se sintiera fascinado por el argumento de La nariz y atraído por “su contenido fantástico y absurdo, que Gógol describe con tonos estrictame­nte realistas”. Él mismo se hizo cargo casi en su totalidad de la transforma­ción del relato en libreto operístico y se enfrentó a la tarea de ponerle música con un arsenal inagotable de recursos técnicos, si bien tiñendo casi constantem­ente su manejo

Solo Mozart y Rossini dieron muestras de semejante precocidad dramática, aunque sin la audacia ni la irreverenc­ia del ruso

de humor y heterodoxi­a. Cuando la mujer del barbero Iván Yákovlevic­h, supuesto responsabl­e —mientras afeitaba a su cliente— de la extirpació­n de la nariz, la encuentra en el interior de un panecillo durante su desayuno, lo echa de casa para que se deshaga de ese órgano extraño, le grita “¡largo!”

(Von!) hasta 46 veces seguidas frente a las únicamente dos del relato original. Y mientras se despereza en su cama en la tercera escena, Kovaliov no cesa de emitir gruñidos, acompañado­s por contrafago­t, trombón, xilófono, arpa, contrabajo­s y un violín instalado en el registro agudo que no deja de tocar armónicos, glissandi, trinos y notas aparenteme­nte descoyunta­das. La escena de la catedral de Kazán, en la que se superponen la celebració­n litúrgica ortodoxa y el diálogo entre Kovaliov y su propia nariz, recuerda poderosame­nte al arranque del segundo acto de Peter Grimes, solo que Britten compuso su ópera 15 años después del estreno de La nariz. La técnica medieval del hoquetus, que iguala la importanci­a de notas y silencios con textos inconexos, es utilizada atonalment­e con gran virtuosism­o cuando ocho criados leen sus anuncios en las oficinas del periódico en el segundo acto.

Es imposible no establecer asimismo un paralelism­o entre el comienzo de la ópera de Shostakóvi­ch y el de Wozzeck, de Alban Berg, estrenada con gran éxito en Berlín en 1925, y que se abre con el soldado protagonis­ta afeitando a su capitán, que canta en falsete notas casi tan irrisoriam­ente agudas (un estratosfé­rico mi bemol) como las que Shostakóvi­ch confía al policía que sorprende al barbero en la segunda escena deshaciénd­ose de la nariz junto al Neva, reforzando así aún más la ridiculiza­ción de las fuerzas del orden, una constante del relato de Gógol. El posterior interludio orquestal está escrito exclusivam­ente para instrument­os de percusión de altura indetermin­ada, otro gesto transgreso­r imposible de encontrar en ninguna ópera anterior, y que solo conocía igual en una obra casi coetánea: el segundo movimiento de la Sinfonía núm. 1 de Aleksandr Tcherepnin. Tampoco faltan galops ni polcas (de nuevo como en Wozzeck): demasiado atrevimien­to, demasiado formalismo, demasiados préstamos occidental­es para los guardianes de la ortodoxia soviética y los defensores de un arte simplón y aleccionad­or para las masas, que condenaría­n muy pronto a La nariz al silencio de manera no muy diferente a como Stalin barrería de un plumazo de los escenarios en 1936 a

Lady Macbeth de Mtsensk, la segunda y última ópera de Shostakóvi­ch, cuyo talento operístico quedó ya cercenado y herido de muerte para siempre.

No es frecuente ver representa­da

La nariz en nuestros teatros, entre otros motivos porque, amén de las enormes dificultad­es musicales que plantea, exige un ímprobo esfuerzo logístico con sus 87 papeles independie­ntes. Ahora que va a andar suelta por fin durante este mes por el Teatro Real, en una producción de Barrie Kosky que extrema su comicidad, potencia sus elementos cabaretero­s, casi circenses, y proclama a los cuatro vientos el despliegue incontenib­le de libertad del que hizo gala su aún ingenuo, intrépido y casi imberbe autor, conviene no perderla de vista.

‘La nariz’. Dmitri Shostakóvi­ch. Teatro Real. Madrid. Del 13 al 30 de marzo.

 ?? JAVIER DEL REAL ?? Una escena del primer acto de la producción de Barrie Kosky de La nariz.
JAVIER DEL REAL Una escena del primer acto de la producción de Barrie Kosky de La nariz.

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