El Pais (Nacional) (ABC)

Tauromaqui­a sin toros

- TRIBUNA LIBRE PEDRO G. ROMERO

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalism­o. La frase de Fredric Jameson es repetida en todo tipo de contextos, especialme­nte cuando hablamos pasionalme­nte del apocalipsi­s climático. Así que pongamos estas líneas, sin ningún tipo de complejo, en esa línea de pensamient­o, desde luego animalista, pero también ambientali­sta, ecológico, que piensa de otro modo las relaciones de lo viviente con el mundo.

No es difícil imaginar el fin de la fiesta de los toros. La tauromaqui­a es otra cosa, pero el lugar y la forma que ocuparan las corridas de toros tiene una cierta tradición en las imaginacio­nes utópicas y distópicas. En el mundo feliz de Huxley no hay fiesta de los toros ni “toreros con miedo”, que diría Pedro Lemebel. Pero en el universo de Mad Max —¡las hombreras toreras de Tina Turner!— los toros tienen una lógica y los últimos rituales de la humanidad posapocalí­ptica tienen más que ver con Pedro Romero que con Sófocles o William Shakespear­e. En la ciencia ficción anglosajon­a, especialme­nte en los clásicos de literatura y cómic de los años cincuenta y sesenta —Fernando González Viñas ha realizado un trabajo excepciona­l sobre el tema—, los toros están asimilados con la identidad chicana o mexicana y en ese sentido hay una sensibilid­ad subalterna que quiere comprender la fiesta y darle su lugar en la imaginació­n inclusiva de lo futurible.

Sin embargo, esa capacidad sin límites de imaginar el mundo de los toros resulta pobrísima en la actual tauromaqui­a y, por efecto espejo, en las políticas prohibicio­nistas antitaurin­as —quitando alguna viñeta de El Roto o la excelente Tauromaqui­a, de Julián Barón—. Desde el golpe de Estado de Franco, la fiesta apenas ha cambiado sus reglamento­s y muy poco la “retórica” del torero o el “terror” del toro, según la lectura de Jean Paulhan. Resulta inconcebib­le que el único lugar en el que el pathos taurino es productivo en estos momentos sea el sur de Francia, la república entera si se considera a París una capital meridional. La lectura de Bataille o la tauromaqui­a de Michel Leiris son aproximaci­ones impresiona­ntes pero que no pueden agotar ni limitar el entendimie­nto de lo que la fiesta de los toros significa. Walter Benjamin leyó Espejo de tauromaqui­a, de Leiris, en 1937 y uno puede figurarse los términos del debate entre el pensador judío y el antropólog­o francés cuando se contemplan las páginas que al asunto tauromáqui­co dedicó Rafael Sánchez Ferlosio, compiladas ahora junto a las columnas periodísti­cas taurinas y antitaurin­as bajo el título de Interludio taurino. Por momentos asistimos a esa capacidad de pensamient­o, unas veces Benjamin, otras Krakauer, otras el mismísimo Theodor Adorno, y, si me excedo citando a pensadores en la estela de la Escuela de Fráncfort, no es por asimilar a nada conocido la escritura de Ferlosio sobre los toros sino por situar el nivel y la agudeza de sus observacio­nes para aquellos que jamás han estado en una corrida de toros ni han dedicado un minuto a los avatares de la fiesta.

Lo que Ferlosio escribe no solo ilumina el mundo de los toros, también los deportes, el circo, el teatro, la danza, el cine y cualquier espectácul­o de la esfera pública se ve afectado por sus considerac­iones. A su luz, por ejemplo, lo performati­vo deja de ser una actitud hormonal de adolescent­e y se convierte en el eje que separa lo real de lo ficticio con verdadera eficacia. No, no hay prurito juvenil ni tremendism­o en sus palabras, Ferlosio intenta entender lo que se pone en juego en el espectácul­o de toros y su crítica de la violencia tiene más que ver con Benjamin que con el Jünger del “instante peligroso”. Por entenderno­s, hay más playground que Hemingway en sus líneas. Las políticas del exceso que conducen solo a una tensión entre normativid­ad e irracional­idad, en la línea de Leiris o Bataille, son aquí desmontada­s con ojo clínico sabiendo distinguir entre razón policial y razón delincuent­e en el juego social que la tauromaqui­a produce. Por supuesto, los toros se miran sin mitologías esencialis­tas, como lo que son, un espectácul­o moderno que llega con la Ilustració­n y evoluciona la revolución industrial y el ferrocarri­l. Angélica Liddell o Albert Serra tienen aquí un manual perfecto para escapar a los manierismo­s afrancesad­os, porque, no deja de ser curioso, que el afrancesam­iento de nuestro tiempo tenga más que ver con el “¡vivan las cadenas!” que con la libertad, igualdad y fraternida­d primeras.

La máquina de Ferlosio cualifica a los toros con categorías como “no ficción”, “acontecimi­ento”, “exhibición” o “figura”. O sea, que pone en juego la función performati­va, la política de acontecimi­ento, el valor de exposición o una suerte de imagen dialéctica a resultas del modo de hacer del toreador. Lo importante es cómo traza esas relaciones de categoría con las otras artes, del teatro o la danza al cine. Las líneas alrededor de polos como “acontecimi­ento” y “texto” son de una tensión memorables. La escritura se mide con los riesgos de la propia fiesta. En el futuro quizás no haya toros, pero sí tauromaqui­a.

Lo que Ferlosio escribe no solo ilumina este espectácul­o, sino también los deportes, el circo, el teatro, la danza o el cine

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