Los tres años más salvajes
La economía mundial afronta desde 2020 los mayores bandazos y desafíos de la historia moderna: de la inflación y las subidas de tipos a la desglobalización
Hoy hace tres años el mundo ya contenía el aliento ante el rápido avance del virus, pero nada hacía presagiar aún que la economía iba a darse la vuelta como un calcetín en cuestión de horas. Que la actividad iba a quedar artificialmente hibernada. Y que el mundo, en fin, contendría la respiración durante meses a la espera del desconfinamiento. En ninguna cabeza entraba la posibilidad de la mayor recesión jamás vivida en tiempos de paz. Y tampoco que esa paz estaba a punto de saltar por los aires con la primera guerra en suelo europeo desde la de los Balcanes. Que la energía y las materias primas batirían máximos históricos. Que las cadenas de valor se tensarían hasta niveles inimaginables. Y que la mismísima globalización quedaría en entredicho.
Una pandemia, una guerra y la irrupción de una inflación galopante constituyen episodios extraños; de esos que permanecen durante décadas en la memoria colectiva. Su confluencia en un periodo tan corto es aún más rara. “Han sido los tres años más salvajes de la historia económica moderna”, sintetiza Gian Maria Milesi-Ferretti, hoy en la Brookings Institution tras muchos años en el FMI. “Han sido unos shocks tan grandes, que hasta la variable económica más dormida de todas, la inflación, se ha disparado”.
Lejos de ser un ciclo económico normal, lo ocurrido es “completamente anómalo”, en palabras del economista Ángel Ubide: primero un coma inducido, luego una aceleración nunca vista y, a continuación, una guerra. “Son tres eventos de los que se producen una vez cada 100 años; y los tres, en un cortísimo periodo”. El resultado: una constelación de golpes y políticas “que hacen que vivamos una situación única”.
Para dar con un periodo comparable hay que remontarse, según Joan Roses, profesor de la London School of Economics, a los años posteriores a la I Guerra Mundial. “Ahora no se ha producido una destrucción de capital ni una contracción de la fuerza de trabajo como las que sí hubo entonces, pero estamos viendo algo similar: hubo inflación durante un montón de años y se destruyeron las redes internacionales de comercio”. Olivier Blanchard, del Peterson Institute, discrepa: “La crisis financiera global fue aún más salvaje y difícil de controlar”.
Lo que sigue es un breve relato de los tres años en los que la economía global pendió de un finísimo hilo que —por fortuna— nunca terminó de romperse:
De tipos negativos a subidas aceleradas. José García Montalvo, de la Universidad Pompeu Fabra, solía empezar sus clases advirtiendo de que “los tipos de interés nunca pueden ser negativos”. Eso dejó de ser así. Las grandes economías, con Europa, EE UU y Japón a la cabeza, hundieron en 2020 el precio del dinero e inundaron los mercados de liquidez para estimular inversión y demanda. “El tipo de interés natural ya venía descendiendo en los últimos 30 o 40 años. Pero esa época de tipos negativos distorsionó las bases de la economía”, asegura.
El péndulo pasó de un extremo a otro en un abrir y cerrar de ojos. El fin de los confinamientos liberó un ahorro que también había alcanzado proporciones históricas, disparó la demanda, trastocó la logística y sentó las bases de una escalada inflacionista agravada por la invasión rusa de Ucrania. Eso no solo zanjó la política de tipos ultrabajos: los bancos centrales pisaron el acelerador y el BCE, por ejemplo, afronta la subida de tipos más abrupta de su historia: en nueve meses, los habrá subido del 0% al 3,5%.
Charles Wyplosz, del Graduate Institute de Ginebra, cree que la época de tipos ultrabajos tendrá
“implicaciones masivas”. “Las deudas públicas serán más difíciles de atender y esto puede ser peligroso. Los precios de los activos tendrán que bajar de manera duradera y podemos anticipar una gran limpieza en los mercados financieros. Los bancos centrales han creado enormes cantidades de liquidez, que deben retirarse”, afirma.
… Y pese a todo, la economía resiste. Durante casi una década, los bancos centrales echaron toda la leña posible para evitar que la hoguera de la economía se apagase. Ahora buscan justo lo contrario: la elevada inflación ha obligado a sacar el extintor.
Aun así, la economía aguanta. Bruselas había advertido de un invierno duro, con cortes energéticos e incluso la posibilidad de racionamiento. Pero el gas ha bajado y nada de eso ha ocurrido. Ayudan, y mucho, unos balances del sector privado mucho más sanos que en anteriores sacudidas. “La banca lleva recapitalizándose desde 2010, las familias tienen ahorros y las empresas están menos endeudadas. La posición de partida era mejor y las políticas que se han tomado también lo han sido”, expone Ubide.
La zona euro cerró 2022 con un avance económico del 3,5% y EE UU, del 2,1%. El vigor ha llevado a los bancos centrales a advertir sobre una nueva vuelta de tuerca. El presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, amenazó con volver a pisar el acelerador. En Europa, el ala más ortodoxa
del BCE ya ha amenazado con llevar los tipos hasta el 5%.
La cuestión es si hay riesgo de que estas subidas acaben conduciendo a la recesión tantas veces anunciada. “Lo hay, pero sigo creyendo que, de haberla, sería corta y suave, dada la fortaleza de los fundamentos económicos. Y dejar que la inflación se atrinchere sería mucho peor: en ese caso, los tipos tendrían que seguir altos durante aún más tiempo, lo que acabaría perjudicando aún más a la economía”, opina Barry Eichengreen, de Berkeley.
¿Hacia la desglobalización?
Atasco global. La primera página de EL PAÍS el 24 de octubre de 2021 era el reflejo de un estado de ánimo colectivo. La pandemia iba quedando atrás, pero llegaba una nueva remesa de problemas en forma de ruptura sin precedentes de las cadenas globales de valor. El engranaje había gripado: los chips escaseaban y el flete de un contenedor de Róterdam se había quintuplicado en un año. Conseguir a tiempo un coche nuevo o una lavadora entraba en el terreno de lo quimérico.
La guerra cambiaría la mentalidad empresarial: de producir en el rincón más barato del mundo, a hacerlo en el más confiable. La globalización misma, el proceso que más ha cambiado la estructura económica mundial en las últimas décadas, está en discusión. “De pronto, nos hemos dado cuenta de que traer un barco de Shanghái a Long Beach es más incierto que llevar un tren de Chihuahua a San Antonio. Antes no nos planteábamos los riesgos de la primera ruta; ahora sí, y eso es un cambio importante”, apunta Alejandro Werner, exdirectivo del FMI hoy en Georgetown. Vamos, pues, hacia una globalización regionalizada, en la que el papel de China ha quedado tocado. “De ser el país deseado por todos a casi un paria. Su imagen ha sufrido un descalabro”, dice Alicia GarcíaHerrero, economista jefe de Natixis para Asia-Pacífico.
La respuesta pública. En 2010, se decidió que la crisis se curaba con una sobredosis de austeridad que lastró durante años las economías europeas. “Tras la crisis financiera no se aplicaron las políticas correctas. Fue más tarde, con el whatever it takes de Mario Draghi, cuando se corrigió la dirección. Pero en esta ocasión, las políticas fiscales y monetarias han apuntado bien”, sostiene Gregory Claeys, de Bruegel.
En mayo pasado, en plena crisis energética, la UE se preparaba para ir replegándose después de que los países hubiesen destinado 1,3 billones de euros —el 9% del PIB— en ayudas directas para parar el golpe, según la red de Instituciones Fiscales Independientes. Esa política fue acompañada de las compras masivas por 1,7 billones de euros del BCE. EE UU siguió esa misma dinámica a través de los planes de estímulos de Joe Biden y las compras masivas de deuda por parte de la Reserva Federal. “Que evitásemos el peor escenario responde, sobre todo, a los pasos efectivos y concertados de las autoridades monetarias y fiscales”, aplaude Eichengreen.
Gobiernos y bancos centrales dejaron de actuar al unísono cuando estalló la crisis energética. Con la excepción de Japón, la inflación llevó a las autoridades monetarias a iniciar su repliegue y a reducir balance. En lo fiscal, los estímulos permanecen. Los Veintisiete han destinado 681.000 millones a medidas para proteger a ciudadanos y empresas, según Bruegel. De ellos, 268.000 corresponden a Alemania, que ha roto la baraja. Ese gasto ha despertado no pocos recelos entre los banqueros centrales, que creen que entorpece su lucha contra la inflación. Bruselas empieza a pedir ajustes. Pero mucho más tímidamente que una década atrás.
¿Acelerón de la transición
energética? La crisis de las materias primas se desbocó en el mismo momento en el que el primer obús del Kremlin impactó en suelo ucranio: Rusia es el mayor exportador de energía del mundo. En paralelo, se ha dado una suerte de efecto fuelle en la transición ecológica: más quema de combustibles fósiles a corto plazo, pero también un acelerón sin precedentes en la revolución renovable.
Las emisiones de dióxido de carbono crecieron un 1% el año pasado, en gran medida por el cambio de gas natural a carbón para generar electricidad en varias zonas del mundo. A futuro, la trayectoria se invertirá: las ansias europeas de independencia energética han elevado la apuesta de los Veintisiete por la eólica y la solar. “Sin duda, la transición energética se acelerará; a punto de pistola, pero acelerará”, sentencia Francisco Blanch, jefe global de materias primas y derivados de Bank of America. Por dos razones: “Porque los precios altos han provocado un esfuerzo de ahorro, han quitado grasa; y porque se ha avanzado mucho en renovables”.
Dos enigmas sin resolver. Recuperado el tono económico, la recaudación fiscal se ha disparado hasta niveles nunca vistos en Occidente. En parte, por el afloramiento de actividades sumergidas; en parte, por la crecida inflacionaria. Pero aún faltan más elementos para entender el puzle en toda su extensión: es una de las dos cajas negras de esta crisis, sobre las que solo el tiempo arrojará luz.
La segunda es el paro. Especialmente, en EE UU, un país que dejó hacer al mercado laboral y optó por los cheques para proteger a sus ciudadanos. En aquellos días aciagos de abril de 2020, en los que la economía operaba al 50% y el mundo aguardaba desde su casa una reapertura que parecía que no llegaría nunca, casi uno de cada siete estadounidenses —el 14,7%— estaba desempleado, el máximo desde que hay datos. Hoy, solo uno de cada 30 no encuentra trabajo —el 3,6%—, el nivel más bajo desde 1969.
“Aún lo estamos estudiando”, admite Rafael Doménech, responsable de Análisis Económico del BBVA. “Si hace tres años nos dicen que íbamos a estar donde estamos, incluso con una guerra en Europa de por medio, no nos lo creemos. Pero cuidado, porque esta policrisis no está vencida del todo”, avisa.
El BCE ha pasado de tipos ultrabajos a la mayor alza de su historia
Las firmas prefieren producir en el lugar más confiable y no en el más barato
La UE ha destinado casi dos billones a ayudas fiscales desde 2020