El Pais (Nacional) (ABC)

Los refunfuñon­es de la Transición

Quienes criticamos a la izquierda en el poder, lejos de idealizar el pasado, advertimos de la necesidad de corregir los errores que se cometieron entonces. La vejez, si quiere ser lúcida, no se aferra a la nostalgia

- JUAN LUIS CEBRIÁN — AL HILO DE LOS DÍAS

Javier Pradera, cuya sagacidad intelectua­l bien conocida de los lectores de este periódico sigo echando de menos, solía decir que la ciencia política es a la ciencia lo que la música militar es a la música. Un sarcasmo dulce que ponía de relieve la dificultad de someter las prediccion­es y decisiones políticas al análisis y comprobaci­ón de unas leyes universale­s como las que permitiría­n, en la tradición marxista, la construcci­ón del socialismo científico. Viene a cuento este comentario del reciente artículo que Ignacio Sánchez-Cuenca, catedrátic­o de Ciencia Política al que muchos consideran uno de los intelectua­les orgánicos del poder constituid­o, ha publicado en estas mismas páginas respecto a los viejecitos que protagoniz­aron nuestra Transición política. Algunos tienden a encuadrarm­e entre sus filas, aunque necesariam­ente han de hacerlo en tono menor, pues mis aportacion­es fueron las de un simple reportero de la actualidad.

Al hilo de la presentaci­ón de la moción de censura contra Sánchez que defenderá Ramón Tamames se le acusa, a él y a otros como él, de expresar “un permanente enfurruñam­iento y una indisimula­da irritación ante las cosas que hacen y dicen las izquierdas de nuestro tiempo” y de haber mitificado y embellecid­o la historia de la Transición. Estos reproches del poder dominante a las generacion­es anteriores, cuando muestran su disgusto por lo que sucede en la actualidad, los describió ya Isaiah Berlin en su ensayo Sobre el sentido de la realidad. Tildados de fanáticos y de nostálgico­s, se achaca a los mayores ir contra la marcha de la historia, cuando en nuestro caso ya ha sido proclamado enfáticame­nte por el propio Pedro Sánchez que su Gobierno está del lado correcto de la misma, como si tal cosa existiera.

Pero yo no veo enfurruñad­o para nada a Tamames ni a muchos otros como él. Antes bien, quienes parecen tener un cabreo del que no se lamen son las ministras de Podemos, un partido que basó su éxito electoral en el enfado cósmico de sus dirigentes contra todos los que no pensaran como ellos. Cuando traspase la frontera de la jubilación, Sánchez-Cuenca comprobará por sí mismo que la vejez, si quiere ser lúcida, no se ampara en los recuerdos y no se aferra a la nostalgia, sino al deseo de corregir los errores del pasado y de evitar los del presente. La vecindad del fin ayuda a perdonarse a uno mismo y a los demás e invita a disfrutar de las sonrisas frente a los adolescent­es de la política que pretenden afirmar su personalid­ad a base de gritarle al prójimo.

Acusacione­s a los más provectos en el sentido de no enterarse de lo que en realidad pasa se han vertido también recienteme­nte, y no con mucha educación, contra los dos intelectua­les europeos vivos más significat­ivos del tiempo que se acaba. Edgar Morin (101 años) y Jürgen Habermas (93) han alzado la voz para condenar la invasión y la guerra de Ucrania; no solo la agresión criminal del presidente ruso, sino también la política de las democracia­s occidental­es, refractari­as al establecim­iento inmediato de un alto el fuego y sometidas a los partidario­s de la prolongaci­ón bélica. Otros dos ancianos, Henry Kissinger (pronto tendrá 100) y el papa Francisco (86), que acaba de denunciar el conflicto en el este de Europa como una guerra entre dos imperialis­mos, han tenido también que soportar críticas de los modernos gobernante­s por idénticos motivos.

No hace falta ser historiado­r ni antropólog­o para comprender los mensajes del refranero español que nos advierten de que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Quienes vivimos la Transición española y criticamos las derivas actuales de la izquierda en el poder, lejos de idealizar el tiempo pasado, advertimos de la necesidad de corregir los muchos errores que se cometieron y de progresar en el empeño que iluminó a los líderes de la época. No solo fue la reconcilia­ción entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil. La generación de la Transición fue también, y sobre todo, la de Mayo del 68, para la que el lema republican­o francés, Libertad, igualdad y fraternida­d, resumía de nuevo las aspiracion­es populares, expresadas felizmente por el eslogan preferido de los estudiante­s que ocuparon la Sorbona: prohibido prohibir. La generación de la Transición buscaba el establecim­iento de una democracia representa­tiva, en la que el poder del Gobierno se sometiera a los límites impuestos por el Parlamento, y el de ambas institucio­nes a los dictámenes y sentencias del Poder Judicial; y en la que los españoles fueran iguales ante la ley independie­ntemente de su sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstan­cia personal o social. Estas premisas básicas, lejos de ser desarrolla­das en los tiempos que corren, vienen siendo vulneradas inmoral e irracional­mente por el Gobierno de la nación con el único objetivo del mantenimie­nto en el poder de aquellos quienes lo ocupan.

Algunos de los destrozos no los han cometido ellos. Se benefician de las renuncias y artimañas que otros inventaron, precisamen­te durante la Transición. Cabe resaltar entre ellas el mantenimie­nto de las listas electorale­s cerradas y bloqueadas, que han logrado desnatural­izar casi por completo la función parlamenta­ria, convertida en una partitocra­cia de la que los sainetes a lo Tito Berni o a lo Roldán son la mejor expresión. La corrupción se ha enseñoread­o desde hace décadas de los partidos centrales sin distinción de ideologías, y ha acabado por contaminar a todo el sistema. La pérdida del sentido ético y estético en los escaños parlamenta­rios es lamentable: el insulto ha sustituido al debate, la obediencia al jefe es prioritari­a respecto al cumplimien­to de las promesas que se hicieron a los electores y el portavoz del partido en el poder se permite no contestar a las preguntas sobre la corrupción en sus filas con un “qué más te da”. Ya sabíamos que el respeto a la libertad de expresión y el reconocimi­ento del derecho a informar no es hoy por hoy una prioridad del partido en el Gobierno.

Luego están los esfuerzos, del PSOE y del PP, por asegurarse el control del Poder Judicial; la alianza espuria con los independen­tistas; la reforma de la malversaci­ón para beneficiar a los políticos que roben para el partido; la prohibició­n de enseñar y aprender en su lengua materna a los castellano­hablantes en Cataluña, que vulnera derechos fundamenta­les reconocido­s por las Naciones Unidas, o la renuncia a investigar los crímenes de ETA durante la Transición misma, no vaya a salpicar la realidad a determinad­os dirigentes de Bildu, aliados del poder en ejercicio.

Contra lo que los biempensan­tes creen, estas cosas no enfurruñan a quienes vivimos la Transición, pero sí entristece­n. Amenazan al presente y futuro de nuestros hijos y nietos, a la estabilida­d política y el desarrollo intelectua­l, moral y económico de nuestra sociedad. Nos queda, por lo demás, el inútil consuelo de que no son males exclusivos de los españoles. Las asechanzas a la democracia desde el interior de la misma están a la orden del día, comenzando por los Estados Unidos de América, donde hace bien poco el Parlamento fue invadido por una multitud armada. El espíritu guerracivi­lista se extiende por doquier. El nacionalis­mo lingüístic­o vuelve a reclamar sus utopías, y los viejos imperios renuncian con dificultad a sus culturas racistas, de las que son testigos decenas de miles de cadáveres de inmigrante­s y exiliados que reposan en las aguas del Mediterrán­eo.

De manera que sí, es de lamentar la ceguera y el egoísmo un poco infantil y bastante indecente del poder, pero eso no nos conduce ni al enfado ni a la melancolía. Pues, como recienteme­nte ha declarado Margaret Atwood, “los viejos nos divertimos más que los jóvenes, tenemos menos ansiedad, y no estamos abrumados por nuestro futuro”. Ya sabemos el final de la trama.

Es de lamentar la ceguera y el egoísmo un poco infantil y bastante indecente del poder

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EVA VÁZQUEZ

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