Alberto Santamaría y la otra memoria proletaria
El escritor lleva a cabo en ‘Barrio Venecia’ un retrato íntimo de los trabajadores de Santander afectados por la desindustrialización en los noventa
Aquella camiseta tenía estampado, sobre amarillo chillón, un trozo de pizza ataviado con un sombrero mexicano. Era de la primera pizzería que se había establecido en Santander y simbolizaba el gran cambio que se estaba dando en la sociedad española. Fidel Santamaría, un miembro de la clase trabajadora, sin estudios, muy activo en la militancia socialista, llegó una noche con ella puesta. Había cogido un curro en la pizzería porque la industria química en la que trabajaba cerraría a los pocos meses, en febrero de 1992, y compaginaba los dos trabajos. Aquella noche Santamaría había mandado a la mierda a los de la pizzería: no entendía aquella forma de trabajar, el trato que le daban los jefes. Su hijo Alberto le observaba desde su adolescencia y veía algo humillante en todo aquello; el padre también lo percibía. Y veía también algo mucho más grande que estaba ocurriendo. “Para mi padre aquello era incomprensible”, recuerda ahora aquel hijo.
Lo que estaba ocurriendo era el proceso de desindustrialización, que es el tema de fondo de la novela autobiográfica Barrio Venecia (Lengua de Trapo), del escritor y filósofo Alberto Santamaría (Santander, 47 años). “Mi padre venía de un trabajo más mecánico, organizado de otra manera, con unos vínculos muy fuertes con los compañeros de la fábrica”, dice el autor. La pizzería representaba otro modo de trabajo y de consumo, un nuevo mundo luminoso y cruel que venía a instalarse. La novela se enmarca en los nuevos Episodios Nacionales de la citada editorial, que tratan de recrear, mutatis mutandis, la serie de novelas con la que Benito Pérez Galdós ficcionó el turbulento siglo XIX español, pero enfocándose en las últimas décadas del país, también bastante turbulentas. Se recogen obras de Sabina Urraca, Elizabeth Duval, Peio H. Riaño o Vicente Monroy.
El barrio Venecia es una zona obrera, también conocida como polígono industrial Candina, como se llamaba aquella fábrica, donde conviven naves industriales, factorías y los bloques anodinos de viviendas de los trabajadores. “Santander tiene fama de ciudad burguesa y conservadora, y sin duda lo es, pero también tiene estas zonas que resultan invisibles, porque están en las afueras, porque nadie pasa por ahí”, explica el autor. El nombre de barrio Venecia tiene un chiste melancólico: las familias humildes, después de la Guerra Civil, edificaron allí sus viviendas, en unos cenagales que se desbordaban con frecuencia al ritmo de las furias del mar Cantábrico, y que provocaban enfermedades y derribaban las débiles estructuras de madera. Una Venecia obrera sin ningún glamur renacentista. “No hay nada tan cómico como la infelicidad”, escribe Santamaría. Ahí vivía la familia, con los hermanos durmiendo juntos en una cama que se desplegaba en la cocina cada noche, como en un relato dickensiano. Las ventanas eran viejas y entraba el frío.
El relato se presenta con la desorganización propia de la memoria, en capítulos cortos que avanzan hacia delante y atrás en el tiempo, donde se desarrolla también una novela de aprendizaje: los primeros discos de punk, los primeros contactos con la cultura, o con las drogas, cuando el autor prueba en un par de ocasiones la heroína, aunque no le sienta demasiado bien. Su vecino de abajo, el que le prestaba aquellos vinilos de La Banda Trapera del Río, que luego nunca devolvía, fue una de las víctimas que se llevó la sobredosis. La violencia de la época entra por las ventanas, como el estruendo de la bomba que puso ETA una madrugada de 1988 en un concesionario de Renault cercano. O el atraco frustrado de los Grapo en el Pryca, a finales de 1992, por donde también pasaba casualmente el autor que, como se ve, tuvo el dudoso honor de presenciar dos acciones terroristas en su juventud.
Casi como a una droga se acercó también a la poesía, de la mano de Los hijos de la ira, de Dámaso Alonso, que leía como poseído por el lenguaje, pero sin entender demasiado. Su inicio en el comunismo no fue tanto por ardor adolescente y ansias de justicia, sino por el embrujo poético contenido en las frases de El manifiesto comunista, que tampoco llegaba a entender, pero en el que veía poemas. Le gustaban, por lo general, las cosas que no entendía. “Me fascina la parte incomprensible de las cosas… si comprendiéramos todo el mundo sería aburrido. Quizás tiene que ver con mis inicios en la música: lo que me enganchaba no era tanto el contenido como la musicalidad de las palabras”, dice Santamaría. Su paso por las Juventudes Comunistas fue efímero, aunque en su trabajo académico posterior ha estado presente la figura de Marx.
Declive sindical
“Hay que poner en paréntesis el mito heroico de la clase obrera”, sostiene
La novela describe el día a día de una familia del polígono Candina
En democracia se diluyó la conciencia mientras crecía la precariedad
Aunque 1992 fue el año milagroso español, las clases trabajadoras, como de costumbre, seguían viviendo en el reverso grisáceo de la historia. Santamaría reivindica en su libro no la imagen épica y combativa de la clase obrera, sino un retrato más íntimo y desvalido. “Creo que hay que poner en paréntesis el mito heroico de la clase trabajadora”.
Después de la desindustrialización, del declive de los sindicatos, de los cambios en la naturaleza del trabajo, del deterioro de lo laboral y la merma de Estado de Bienestar, ¿qué ha sido de la clase obrera? “No creo que la clase trabajadora sea una entidad homogénea, sino un concepto que aglutina muchos puntos de vista y cuestiones distintas, en constante mutación. No se puede reducir a una especificidad económica, sino también cultural, tradicional, incluso literaria. Por ejemplo, creo que las cuestiones relacionadas con el feminismo, la orientación y la identidad sexual o lo racial no se pueden desvincular de la clase: todo está vinculado a una clase social”, dice el pensador.
Quizás el mayor cambio que ha experimentado la clase trabajadora ha sido el de la escena relatada el principio: el mono azul fabril que se convierte en la camiseta de la pizzería. Esa generación politizada en la dictadura, acostumbrada a un trabajo que otorga sentido durante toda la existencia, se topa con una democracia que diluye la conciencia de clase e institucionaliza la precariedad. “Ese es uno de los grandes triunfos de la economía neoliberal, la capacidad para convertir las ideas de las clases dominantes en nuestras creencias: la competitividad, el individualismo. Pero ninguna cultura puede ser completamente dominante, siempre quedan resquicios para construir: hay que generar espacios de cuidados, de comunidad, de cooperación”, concluye Santamaría.