El Pais (Nacional) (ABC)

‘Tubular Bells’, principio y final para Mike Oldfield

La retirada del músico británico ensombrece el 50º aniversari­o de su obra magna, que sigue influyendo a compositor­es de medio mundo

- FERNANDO NEIRA,

La historia es conocida, pero tan asombrosa que aún hoy cuesta creerla. Michael Gordon Oldfield acababa de cumplir 20 años y era un músico británico virtualmen­te desconocid­o aquel viernes 25 de mayo de 1973 en que la recién nacida Virgin Records puso en la calle su primer álbum, Tubular Bells. Ningún disquero juicioso se había atrevido a publicar aquella obra inclasific­able, un instrument­al de 49 minutos dividido en dos partes —una por cada cara del vinilo— que un pipiolo tímido, huidizo y atormentad­o llevaba componiend­o desde los 17 e interpreta­ba en primera persona de principio a fin. Era una locura, sí, pero también una genialidad irrepetibl­e, una intersecci­ón entre rock, música clásica y minimalism­o que cambió para siempre el lenguaje musical del siglo XX y agravó el ensimismam­iento de su propio firmante, abrumado por la repercusió­n —comercial y, aún más importante, estética— de un título que le ha asegurado una página vitalicia de honor en la historia.

Ahora, medio siglo después, la inevitable reedición del 50º aniversari­o sirve para poner al día el interés de varias generacion­es hacia aquella partitura inabarcabl­e, pero también obliga a contemplar con nostalgia el legado de Oldfield (Reading, Inglaterra, 70 años). Después de al menos cinco años de especulaci­ones sobre un posible Tubular Bells 4, llega el jarro de agua fría: la entrega conmemorat­iva (Tubular Bells – 50th Anniversar­y Edition, publicada el 26 de mayo por Universal Music) solo incluye una maqueta de ocho minutos y medio, fechada en 2017, con la introducci­ón de lo que pretendía ser una secuela y ahora parece un proyecto abortado para siempre. El compositor, retirado del mundanal ruido en Nassau (Bahamas) desde hace tres lustros, admite que esa ya vieja grabación apenas desarrolla­da “puede ser lo último que haya registrado”, como la asunción definitiva de que las fuerzas, creativas y también físicas, le están abandonand­o.

La sensación en los entornos

oldfieldia­nos es muy agridulce. Todos se resisten a cerrar el telón de una trayectori­a que incluye al menos otros dos álbumes fabulosos, Ommadawn (1975) y Amarok (1990), también instrument­ales y conformado­s por una única pieza, y otro puñado de discos en su momento popularísi­mos en España, desde Platinum (1979) a

Five Miles Out (1982) y, sobre todo, Crises, el que hace ahora cuatro décadas ratificó gracias al exitazo de Moonlight Shadow que Oldfield tenía buena mano hasta para el pop. Pero Tubular Bells sigue siendo principio y final de todo, en la discografí­a y en la evolución del legado.

“Yo lo descubrí de adolescent­e, a finales de los setenta”, relata hoy el compositor balear Joan Valent (Palma, 59 años), “y aquellas melodías repetitiva­s y la elegancia a la hora de enlazar una sección tras otra me apasionaro­n. El final de la cara A, cuando va anunciando los diferentes instrument­os solistas, está a la altura de Ravel o Shostakóvi­ch”. A su juicio, la obra seminal de Oldfield contribuyó a que el gran público le perdiera el miedo al minimalism­o de Brian Eno, Steve Reich, Philip Glass, Michael Nyman y hasta Terry Riley. “El éxito actual de los nuevos, desde Max Richter a Jóhann Jóhannsson, Víkingur Ólafsson o Peter Gregson, se lo tienen que agradecer en buena medida a él”.

El pianista compostela­no Nico Casal, de 38 años y especializ­ado en la composició­n de bandas sonoras, figura entre los herederos directos de aquellas inauditas campanas tubulares. “Escuchaba la cinta sin parar en el coche, viajando con mis padres y mi hermano”, rememora, “y ya entonces, como estudiante primerizo de piano, me asombraba su carácter único, honesto y atrevido. Ahora me doy cuenta de que Tubular Bells también encierra un profundo sentido espiritual, de viaje personal y meditación. Es el relato de alguien que cuenta su historia por primera vez, y eso lo hace aún más perdurable en el tiempo”.

Nadie le ha buscado una trama argumental a aquellos tres

La entrega conmemorat­iva solo incluye una maqueta de ocho minutos

“El álbum encierra un profundo sentido espiritual”, sostiene un pianista

cuartos de hora de música libérrima, tan heterodoxa como para que su introducci­ón le sirviera de banda sonora sobrevenid­a a El exorcista (William Friedkin, 1973) o que la enloquecid­a coda de dos minutos finales aprovechas­e como motivo una viejísima danza tradiciona­l marinera, The Sailor’s Hornpipe. Pero es cierto que aquel genio precoz era también —o ante todo— un adolescent­e abrumado por sus recurrente­s ataques de pánico y por el trágico destino de su madre, Maureen Liston, enganchada al alcohol y los barbitúric­os después de que su cuarto hijo, David, naciera con síndrome de Down y apenas sobrevivie­se un año. Michael la veía sentada en la cama y balanceánd­ose como una peonza con la mirada perdida, así que se aferró a la música casi como a una tabla salvavidas. “Yo le había enseñado unas Navidades los tres acordes básicos de la guitarra”, relataba su hermana, Sally Oldfield, en la BBC, “y en cuestión de pocas semanas, tras horas y horas encerrado en su habitación, se convirtió en un virtuoso que lo había aprendido todo por su cuenta”.

“Extraño rechazo”

Con 15 años, Mike se convirtió en el guitarrist­a del bucólico dúo de folk adolescent­e The Sallyangie, con Sally, dueña de una voz preciosa. Recuperar su único disco,

Children of the Sun (1968), es una experienci­a cándida y entrañable, pero también esclareced­ora: la pulsación de aquellas guitarras acústicas ya era prodigiosa. El ensimismad­o hermano menor de los Oldfield fue, antes aún de la mayoría de edad, el bajista del excepciona­l Kevin Ayers, pionero del pop pastoral y experiment­al de Canterbury. Pero, pese a los indicios, nadie vio venir Tubular Bells. En la feria de Cannes de enero de 1973, el fundador de Virgin, Richard Branson, presentó una versión casi definitiva de la cara A. La respuesta fue unánime: “Estáis locos. Ese disco necesita batería y un cantante”.

Oldfield anota en su autobiogra­fía (Changeling, inédita en español) que Branson y el productor, Tom Newman, intentaron a sus espaldas introducir esas mejoras, aunque desistiero­n al día siguiente. También admite que durante años sintió un “extraño rechazo” hacia su ópera prima, quizá porque la acabase desolado por el deterioro de su madre. En la primera entrevista que concedía en toda su vida, Karl Kallas, de

Melody Maker, le preguntó: “¿Por qué has escrito Tubular Bells?”. Él permaneció reflexiona­ndo “literalmen­te durante 20 minutos” para acabar murmurando: “No sé qué contestar”.

Los fastos del 50º aniversari­o no serán tales, por más que el Royal Albert Hall albergara durante tres noches un espectácul­o conmemorat­ivo que añadía acrobacias y números de circo, y que el Blu-Ray pertinente incluya un documental de hora y media narrado por el ilustre actor Bill Nighy

(Love Actually, o David Jones de Piratas del Caribe). Pero la retirada del maltrecho Oldfield (su última gira es de 1999, aunque actuó en los Juegos Olímpicos 2012) y la cancelació­n de su apenas esbozado Tubular Bells 4 lo ensombrece­n todo. En último término, aquellas campanas tubulares que se dejó casi por casualidad John Cale en los estudios de The Manor se erigen en prólogo y epílogo.

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Tubular Bells. / MICHAEL PUTLAND (GETTY). Mike Oldfield, en 1974. Debajo, portada de
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