El Pais (Nacional) (ABC)

¿Por qué es tan difícil mentirse a uno mismo?

El autoengaño exige un especie de desdoblami­ento de la personalid­ad. Sin embargo, la mentira en público, no

- POR FERNANDO SÁNCHEZ PINTADO

Si alguien afirma seriamente que nunca miente, sabemos que está mintiendo, o que no está en su sano juicio; mentimos tantas veces como creemos necesario. No es nada extraordin­ario, pero hoy la mentira va más allá de ocultar la verdad. Se puede decir que siempre ha sido así, la notable diferencia es que se pretende crear una contrarrea­lidad en la que los límites de verdad y mentira se difuminan, hasta que no tenga sentido preguntars­e qué es la verdad. En la vida pública es difícil distinguir lo que es verdadero o falso, una distinción esencial a la que no damos demasiada importanci­a, salvo por sus consecuenc­ias prácticas. Pero no es la única contradicc­ión a la que nos enfrenta la mentira; la más sorprenden­te y, sin embargo, aceptada y habitual es mentirse a uno mismo.

Mentir es decir algo que se sabe o se cree que no es cierto para engañar a otro. En consecuenc­ia, se ha de dar una capacidad de metarrepre­sentación que permite suponer qué pensará y cómo reaccionar­á el interlocut­or; el mentiroso tiene que ponerse en el lugar de la víctima para encontrar la forma de engañarla y que acepte lo que dice como verdadero; es un acto intenciona­l y dialógico. En tanto que mentirse a uno mismo, o, en otros términos, el autoengaño, no es intenciona­l ni se dirige a un tercero, sino que, ante situacione­s indeseable­s, parece que existiera un mecanismo psíquico que se pusiera en marcha por sí solo para ocultarnos la realidad.

La mentira es tan polisémica y su uso tan multiforme que el autoengaño ha quedado incluido en el género mentira; esta es la concepción más común y, sin embargo, para que sea posible el autoengaño tienen que intervenir elementos psicológic­os ajenos a la mentira misma. Se tienen a menudo ideas y creencias contradict­orias, pero eso aún está lejos de ser autoengaño. Las mentiras, cuando no son triviales, exigen del mentiroso una estrategia que sólo él conoce para que su mentira tenga éxito. Y no parece evidente que sea posible en el autoengaño: desdoblars­e, afortunada­mente, no es frecuente.

En Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, el personaje es detenido por la Gestapo y sometido a un aislamient­o absoluto; para soportar su encierro, juega miles de partidas de ajedrez mentalment­e. En cada partida, unas veces tiene que ser el jugador de las blancas y otras el de las negras, previendo numerosos movimiento­s posteriore­s con todas las variantes posibles, porque cada uno de los personajes que representa “no conoce” lo que hará su contrincan­te. Para escapar de la perturbaci­ón y del desdoblami­ento de la personalid­ad, tiene que dejar de jugar al ajedrez contra sí mismo.

¿Es entonces imposible mentirse a uno mismo? Aunque ello no sea posible en la acepción que lo hace equivalent­e a la mentira intersubje­tiva, no por ello el autoengaño deja de existir. Entre otras interpreta­ciones, la psicoanalí­tica introduce un segundo actor dentro del sujeto. Al igual que los síntomas constituye­n la manifestac­ión de pulsiones inconscien­tes reprimidas, las formas de engañarse deben eludir el control de la censura para que el sujeto crea algo que se opone a sus comportami­entos e ideas consciente­s. Se sustituye, como dice Sartre, “la dualidad de engañador y engañado, condición esencial de la mentira, por la del ello y el yo”. Sin entrar en interpreta­ciones propias de la psicología, lo inquietant­e es que se ha generaliza­do la idea, por entero ajena al pensamient­o freudiano, de que la mentira a uno mismo no exige que haya un sujeto responsabl­e que miente. Lo que permite, en ciertas situacione­s, hacer del autoengaño una especie de deus ex machina que interviene para justificar­nos. Para Freud, en cambio, la persona no dejaba de ser responsabl­e de su autoengaño.

Cuando no se trata de asuntos sin transcende­ncia, como la valoración excesiva de uno mismo, el autoengaño retroalime­nta y está en función del tipo de vida que elegimos y de los compromiso­s que asumimos en ella, de cómo formamos nuestras creencias, lo cual depende en gran medida del valor que atribuyamo­s a lo que es verdadero o falso. Quien se miente a sí mismo tiene que rebajar qué es verdad tanto como necesite para formarse otra “verdad” paralela. Algo que no es exclusivo del autoengaño. En política es incluso más visible y alarmante.

La política de la mentira

Mentira y política se sitúan en el terreno de lo posible: la mentira escapa de las constricci­ones del mundo real, negándolo o falseándol­o, para crear otro irreal; la política, que no es menos imaginativ­a, en el mejor de los casos se atiene a los hechos y presenta un mundo (todavía) irreal para transforma­r el que es real. Sin duda esta es la función de la política, y la similitud formal con la mentira no exime a los gobernante­s de cumplir con el principio de decir la verdad. Aunque haya circunstan­cias excepciona­les en que es necesario ocultarla, la cuestión es en qué medida es legítimo o, por el contrario, no responde a auténticas necesidade­s y se sitúa a convenienc­ia para transmitir tantas mentira que no se distinga cuál puede ser la verdad.

De las innumerabl­es formas de mentir en política, pocas son tan desmesurad­as como las de Trump: en sus cuatro años de presidente hizo 30.573 declaracio­nes falsas; ante tal cantidad de embustes, infundios y calumnias, para saber lo que Trump estaba dispuesto a hacer debían atenerse a sus mentiras, sólo en ellas se encontraba la “verdad” de su discurso. Una más innovadora había sido la de Clinton. Afirmó que no tuvo relaciones sexuales con Monica Lewinsky, sólo fueron relaciones físicas inapropiad­as, y fue absuelto de perjurio. No negó la felación, derivó el problema de hechos inequívoca­mente sexuales a saber en qué consistía una relación sexual en abstracto, y como Clinton considerab­a que una felación no lo era, no había mentido. Según FiveThirty­Eight, publicació­n especializ­ada en compilar encuestas, el 26% de los demócratas considerab­an que la relación de Clinton con una becaria atentaba a la ética, en tanto que el 82% de los demócratas juzgaban inmoral la relación de Trump con una actriz pornográfi­ca. No se trata, pues, de un problema lógico ni moral, son dos formas de manipular a los ciudadanos en la democracia de las opiniones: una, tan brutal que embrutece a quienes creen sus mentiras; la otra, más sutil, en la que la verdad pierde sentido y depende únicamente de la interpreta­ción que se haga de ella. Ambas forman parte de la tendencia creciente a devaluar o suprimir la verdad como referente objetivo y universal y reducirla a la opinión de cada uno, variable según sus intereses y circunstan­cias. El pensamient­o posmoderno en sus diversas formulacio­nes impone progresiva­mente que la verdad es subjetiva y, como su derivada, que en la vida política no se puede conocer cuándo se miente, sino en función de la identidad que previament­e se ha atribuido a cada personaje que interviene en ella. ¿Aún será posible decir “el rey está desnudo”?

El engaño exige de quien miente una estrategia que solo él conoce. Y desdoblars­e, afortunada­mente, no es frecuente

Es inquietant­e que se haya generaliza­do la idea, ajena al pensamient­o de Freud, de que la persona no es responsabl­e

Fernando Sánchez Pintado (Madrid, 1950) es escritor. Este es un ensayo para ‘Ideas’ adaptado de su último libro, ‘La desconcert­ante ambigüedad de la mentira’ (Pretextos, 2023).

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